El Gobierno de Zapatero estudia restringir el consumo de bebidas alcohólicas
Aunque popularmente conocida como Ley Seca, el interdicto que limitaba el consumo de bebidas alcohólicas tenía por denominación oficial la de Ley Volstead, por el abstencionista senador de Minnesota que la había auspiciado. La víspera de la entrada en vigor de la ley, el propio Volstead había proclamado, como si se hallase en el quicio de un nuevo despertar civilizatorio: “Esta noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación. El demonio de la bebida hace testamento. Se inicia una era de ideas claras y limpios modales. Los barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las cárceles y correccionales quedarán vacíos; los transformaremos en graneros y fábricas. Todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños. Se cerraron para siempre las puertas del infierno”.
Verdaderamente se creía que, a través de la moralización de las costumbres, podía regenerarse la sociedad. Sin embargo, a la vuelta de una docena de años, la Prohibición se había convertido, por contraproducente, en el paradigma del fracaso represivo gubernamental. El transcurrir del tiempo mostró cómo los posibles beneficios quedaban minimizados en comparación con los problemas que generaba. Hasta John D. Rockefeller -uno de los más entusiastas patrocinadores de la Prohibición- tuvo que admitir que el resultado era decepcionante; para 1932, reconocía que había “aumentado el número de bares, el consumo de alcohol y la delincuencia y el crimen organizado.”
Por si todo esto fuera poco, el gran volumen de negocio que manejaban las bandas de traficantes terminó implicando a un buen número de autoridades, que se sintieron tentadas -sobre todo en los últimos años, los de la depresión- a dejarse sobornar. Se calcula que alrededor de un 30% de los agentes destinados a hacer cumplir la ley cayó en las redes de la corrupción.
Una utopía puritana
La visión de una sociedad depurada de vicios, por supuesto, no era nueva. En las décadas anteriores, se había articulado un discurso fundamentalista protestante a través de un lenguaje religioso abiertamente beligerante. Así, a comienzos del siglo XX habían surgido algunos personajes como aquella Carry A. Nation, que recorría la unión con la Biblia en una mano y un hacha en la otra, predicando y destrozando botellas. Su ejemplo pronto cuajó, y una legión de airadas mujeres tomó la iniciativa de imponer su visión puritana de la moral social por todo el país. En los países escandinavos también se aprobaron leyes semejantes. Poseídos del mismo fervor militantemente protestante que los norteamericanos, mantuvieron sus prohibiciones por las mismas fechas, durante los años veinte y los primeros treinta. Entretanto, en la Inglaterra de aquél tiempo -y nada casualmente-, el católico Chesterton defendía, entre pinta y pinta, la pervivencia de los pubs, que algunos destacados socialistas de adusto ceño pretendían cerrar.
Lo que tampoco parece simple coincidencia es el que, en esos mismos años, se produjera la reactivación del furibundamente anticatólico Ku-Klux-Klan. Ni que apenas 15 días antes de que entrase en vigor la Ley Volstead, los agentes del Departamento de Justicia expulsaran de los Estados Unidos a seis mil extranjeros: el alcohol se relacionaba con la inmigración, en especial la de quienes procedían de los países católicos como Irlanda, Italia, Bélgica e incluso Alemania.
Finalmente, hasta quienes defendían el puritanismo tuvieron que rendirse a la evidencia. En la campaña de 1932, el candidato F.D. Roosevelt prometió la derogación de la ley; el fisco había disminuido sus ingresos en un 5%, los homicidios habían aumentado en un 49%, los robos en un 83% y la población carcelaria se había triplicado, inevitable secuela de la restricción. La victoria de Roosevelt puso punto final a la Prohibición.
Un puritanismo de nuevo cuño
Por las mismas fechas en las que Roosevelt era proclamado presidente de los Estados Unidos, Adolf Hitler ascendía a la cancillería del Reich. Decidido adversario del tabaco y del alcohol, soñaba con una Alemania libre de humos y de dipsómanos, así que durante el III Reich se pusieron en marcha continuas campañas para que el pueblo preservase su salud. En ellas no faltó la asociación del consumo de tabaco a un secreto empeño de los judíos por perjudicar la salubridad del pueblo alemán. Se proclamó que “¡la salud no es un asunto privado!” y también que “tu cuerpo pertenece al Führer” induciendo, de este modo, a la juventud alemana a cuidar su organismo como un deber para con la colectividad. La nazi fue una sociedad verdaderamente obsesionada con la salud.
Unos pocos años más tarde, en 1939, Hitler ponía en marcha el programa de eutanasia T-4: la aniquilación de los deficientes mentales y enfermos incurables, cuyas vidas no eran dignas de ser vividas. La verdad es que el razonamiento, dirigido a una sociedad acostumbrada a valorar la salud por encima de todo -y convenientemente reforzado por la propaganda cinematográfica y por las revistas-, fue acogido con notable comprensión por la población.
Las consecuencias de la eliminación de las restricciones de orden moral aplicadas a la ciencia durante el III Reich, fueron visualizadas al producirse la derrota de los nazis en 1945. El resultado de la tentativa prometeica de suprimir dichas barreras éticas, sirvió para vacunar a Occidente durante décadas contra esa tendencia al cientifismo extremo que venía incubándose desde mediado el siglo XIX. En nuestros días, sin embargo, todo eso parece olvidado.
Consecuentemente, se ha reactivado la vieja incondicionalidad por la ciencia, y parte de esa rendida adoración incluye la consideración de que la moral cristiana nada tiene que decir sobre sus límites. De modo que Occidente se encuentra exactamente en el punto en que lo dejaron los nazis.
Hace ahora 80 años, Aldous Huxley aseguraba que la esclavitud del futuro sería amada por aquellos a los que sometía. Las armas para ello serían el consumo y el entretenimiento, y la tarea de hacerles amarla correría a cargo de los maestros de escuela, los publicistas y los directores de periódicos.
La tiranía que asoma en el horizonte no será formalmente dictatorial. Hasta nuestros días, el totalitarismo ha irrumpido en la historia ligado a formas políticas antidemocráticas. Pero la esencia del totalitarismo es indiferente a la dictadura o a la democracia, aunque de forma espuria se haya identificado con la primera. Lo específico del totalitarismo es la relativización de la moral, la politización de la existencia, la supresión de la privacidad y la promoción de la delación, proceso al que estamos asistiendo -de forma crecientemente palmaria- en el mundo occidental, del que España ha pasado a ser conejillo de Indias.
España como modelo
En los últimos años, y tras la victoria electoral del partido socialista en 2004, España se ha convertido en el campo de experimentación internacional de una ingeniería social que incluye el derecho al aborto -bajo el sintomático eufemismo del derecho a la Salud Reproductiva. Detrás de Educación para la ciudadanía, del matrimonio homosexual, de la impostura conocida como memoria histórica y de los recientes anuncios de la implantación de mecanismos censores a las empresas de comunicación, más la orwelliana Ley de Igualdad de Trato, se encuentra el propósito de construir una nueva sociedad.
El asalto a la vieja sociedad está siendo ejecutado mediante una doble operación: de un lado, la suplantación de las instituciones tradicionales que, pese a mantener su denominación, están pasando a transformarse en algo cualitativamente distinto: asistimos en estos días, bajo una apariencia de continuidad, a una mutación en la naturaleza de la res pública y hasta de las relaciones personales, las costumbres y los modos de percibir la realidad. Y, en segundo lugar, la constitución de los organismos sanitarios y culturales internacionales -en una sociedad relativista y obsesionada por el culto al cuerpo y a la salud-, como definidores del bien y el mal.
La OMS, la Unicef y la Unesco están adquiriendo una hegemonía absoluta sobre los usos y las mentalidades que, cada vez más, perciben la salud como la suprema de las bondades. De este modo, las actitudes sociales acerca de la homosexualidad o el aborto vienen dictadas por las decisiones de estos organismos.
Pues bien: las leyes sobre el consumo de tabaco y de alcohol hay que entenderlas en este marco. La imposición de normas restrictivas en torno a la salud pública muestra cómo la población está dispuesta a ser controlada; aterrorizada ante la posibilidad de perder la salud -supremo bien personal y social-, cederá en todo su libertad con tal de preservarse saludable. Como en la Prohibición, seguramente no se impida taxativamente el consumo de tabaco, sino que se lo hará inviable, comenzando por la execración social cada vez mayor que supone contarse entre los fumadores.
Derechos mermados
El objetivo del control social resulta así pasmosamente fácil, una vez que el histerismo ha prendido. Llegados a determinado punto -alcanzado ya en España- no les importará negar al otro sus más elementales derechos. Nada importa la libertad: no existe el derecho a enfermar.
Mientras se proclama la igualdad en la teoría, se afirma sobre el terreno la más rotunda de las desigualdades. Orwell ha visto cumplimentada su genial intuición: todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros. Se han quemado con una cierta rapidez las etapas que principiaban en la igualdad de derechos y que desembocan en la completa imposición de los derechos de una parte sobre la otra. Todo ello mientras arrecia el vocerío sobre las políticas de igualdad. Y, al fin, aquellos que son objeto de la execración pública terminan convertidos en parias, en una premonición del desposeimiento de derechos que Vittorio Messori vaticina para cierta suerte de colectivos en Europa, a saber: cazadores, fumadores y católicos.
La población española está siendo adiestrada en un cierto tipo de reflejo pavloviano, de modo que una mostrenca veneración por la ciencia y la salud relegue la libertad humana a la trastienda de lo inoportuno. A los españoles se les dice lo que deben comer, beber y fumar; y las autoridades hasta confiesan que les gustaría conducir por cada ciudadano. Lo más llamativo es que no escasean quienes a todo esto les parece de perlas. ¿Será tan extraño que las autoridades terminen dictando lo que se debe pensar, decir y creer?
En esta línea, recuérdese que, en septiembre de 2005, Zapatero anunció aquello de que “disuadir del consumo del alcohol y el tabaco es de izquierdas”. Recientemente ha sustituido la disuasión por la interdicción, sin ningún rebozo. Y es que, si puede resultar dudoso que fumar y beber sea de derechas -el propio presidente fuma-, lo que sí viene resultando innegable es que prohibir e imponer es nítidamente de izquierdas.
F. Paz/Época
La cultura de la cerveza en España data de la era de los faraones, y la cultura del vino fue introducida por los romanos hace mas de 2000 años.CComentaba un profesor que tuve, autentico jipi, que todas las culturas tienen sus drogas, y hasta se podria decir que los estados alterados de la consciencia son el motor de las mismas, pero eso si, deben ser administrados con sabiduria. Un coche que puede alcanzar los 300km/h no puede ser conducido por cualquiera! Ahi esta la clave, si eliminamos el “modo de empleo” de las bebidas alcoholicas, tendremos a gente que las… Leer más »
El PSOe quiere destruir la economía como sea para justificar la implntación en España de un régimen como el cubano. Y todas las barbaridades del PSOe llevan la firma del Borbón que puso Franco.
¿Y por qué hay tanto tonto de los cojones que todavía vota al PSOe?.