Las lágrimas de los ‘millonarios’
Al delantero Aristóbulo Luis Deambrossi, quizá para compensar, le llamaban ‘El Pollito’. Era un extremo izquierdo frágil y esmirriado, pero que poseía una extraña habilidad con el balón. Le tocaba enfrentarse a defensas gigantescos, con hechuras de montaña y rostros patibularios, a los que casi siempre destrozaba con su sonrisa de pillo y su cuerpecillo de gorrión. A fuerza de regates, se había ganado un puesto de titular en el River Plate y ya había festejado el título liguero de 1941.
Pero Aristóbulo Luis Deambrossi, alias ‘El Pollito’, era además un tipo generoso. Tal vez demasiado. Un día se quedó fascinado ante el empuje de un chavalín que solía entrenar con ellos y que corría como un diablo por la banda izquierda. Deambrossi se acercó al técnico, Renato Cesarini, y le susurró: «Andá, Renato, pónele hoy al pibe Loustau, que se lo merece». El 28 de junio de 1942, Félix Loustau, apodado ‘Chaplin’ o ‘Ventilador’, jugó contra el Club Atlético Platense su primer partido como titular. Ya no volvió al banquillo. Aquel insólito arranque de generosidad le salió caro a Deambrossi, que se convirtió en suplente, pero supuso el bautismo de ‘La Máquina’, la delantera fantástica del River Plate, un quinteto fabuloso que cualquier aficionado argentino recita todavía de memoria: Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau. «Ese es el equipo ideal de siempre. Y punto. Uno que la jugaba bien, otro que corría, otro que la despachaba, otro que la mandaba al área y el otro que la metía», rememora Alfredo di Stéfano, que por entonces trataba de hacerse un hueco entre los suplentes.
Dicen que ‘La Máquina de River’ es uno de los tres o cuatro momentos sublimes de la historia del fútbol, junto con la selección brasileña de 1970, la Holanda de Cruyff o el Barça de Guardiola. Aquellos cinco fenómenos argentinos solo jugaron 18 partidos juntos, pero les alcanzó para marcar una época. Cogían la pelota e hipnotizaban a sus rivales con una coreografía ágil y precisa. Si acaso, como a la España campeona del mundo, les criticaban porque eran futbolistas tan refinados y poéticos que a veces se olvidaban de marcar gol.
18 millones de hinchas
Juan Carlos ‘Tomate’ Muñoz, extremo derecho de aquel seductor conjunto, murió de un infarto en noviembre de 2009, a los noventa años. Era el último superviviente de la ‘Máquina’. Por fortuna para él, se marchó dos años antes de que su River Plate se hundiera en un abismo impensable: el pasado domingo, el equipo de la banda roja, uno de los más prestigiosos del mundo, con 81.000 socios y 18 millones de hinchas, consumó su descenso a Segunda División. Acostumbrados a coleccionar títulos (suman 33 ligas, 2 Libertadores y 1 Intercontinental), sus seguidores lloran hoy el trágico destino de su club.
Los profanos tal vez crean que toda esta adjetivación es en exceso tremendista. Al fin y al cabo, solo se trata de un equipo que ha bajado de categoría. Quizá lleven razón, pero deben comprender que el impacto del descenso del River Plate es similar al que supondría en España la caída del Real Madrid o del Barça. O aún más. Basta con repasar los números de su último partido en Primera: 68 heridos, 50 detenidos, 15 vehículos destrozados, dos policías en estado grave. Demasiada violencia. Demasiada pasión.
El Club Atlético River Plate nació en el barrio bonaerense de la Boca, en 1901, gracias a la fusión de dos clubes enemigos: Santa Rosa y La Rosales. Al principio, pensaron en llamarle ‘Club Atlético Forward’, aunque el nombre no acababa de cuajar. Entonces, uno de los fundadores, Pedro Martínez, recordó haber visto escrito en unos grandes contenedores del puerto la inscripción ‘The River Plate’, traducción inglesa del Río de la Plata. Su propuesta fue aceptada con entusiasmo.
Los creadores de River querían jugar con una camiseta totalmente blanca y, poco después de su fundación, así desfilaron en una comparsa carnavalesca por las calles del barrio. Sin embargo, los aficionados más jóvenes no estaban muy conformes con aquel color tan aburrido. Los pilluelos decidieron aprovechar el descuido de una carroza vecina para robarles una cinta rosa que luego colocaron, a modo de banda, sobre la camisola blanca. Su acción tuvo tanto éxito que, desde entonces, esa franja colorada se ha convertido en el símbolo más reconocible del club.
Cuatro años después, unos emigrantes italianos creaban el Boca Juniors. Nacía una rivalidad profunda y salvaje, agravada en los años veinte con el traslado del River Plate al barrio de Palermo.
En 1932, los aficionados de River se ganaron el apodo universal de «millonarios», que todavía hoy lucen con orgullo, por las cifras mareantes que su club gastaba en fichajes. Habían pagado treinta mil pesos por Bernabé Ferreyra, ‘La Fiera’, un tipo torpe, patoso y desmañado que, sin embargo, soltaba unos zurriagazos de espanto. Ese año, gracias a los inapelables goles de Bernabé Ferreyra, River conseguía el primer título profesional de su historia.
Los hinchas de Boca, sin embargo, prefieren llamarles «gallinas». El apodo nació tras una de las derrotas más agrias de River: fue frente a Peñarol, en la final de la Copa Libertadores de 1966. Los bonaerenses ganaban 2-0 al descanso, pero se acobardaron y decidieron ponerse todos a defender. Mala receta: los uruguayos acabaron empatando en el minuto 90 y ganando 2-4 en la prórroga.
A estas horas, los gallinas duermen ya en Segunda División. Ahora juran, rompen cosas, maldicen su suerte y lloran. Sueñan con volver a ser millonarios.