“Escrito para la Historia”: El debate sobre la libertad religiosa (Capítulo 6)
Blas Piñar.- Uno de los documentos del Concilio Vaticano II que dio origen -y lo sigue dando- a la inquietud y a discusiones de la más grave trascendencia (1) fue, sin duda, la Declaración Dignitatis Humanae. Resulta difícil conciliar la doctrina sobre el derecho civil a la libertad religiosa con la postura tradicional de la Iglesia. (2).
Conforme a esta postura tradicional, Estado confesionalmente católico, unidad católica de la nación y tolerancia para las personas y comunidades no católicas, eran, tanto presupuestos teológicos y pastorales, como objetivos a conseguir y, una vez conseguidos, conservarlos como un tesoro de valor inapreciable. Esta postura puesta de relieve por el Magisterio Pontifico (3) y recogida en los Concordatos con la Santa Sede, (4) fue defendida de un modo tajante por Pio XII, en su alocución a los juristas italianos: “Lo que no responde a la verdad y a la norma moral, no tiene objetivamente derecho alguno ni a la acción, ni a la existencia ni a la propaganda.
Sobre este punto no ha existido nunca, y no existe para la Iglesia ninguna vacilación, ningún pacto, ni en la teoría ni en la práctica. Su postura no ha cambiado en el curso de la Historia, ni puede cambiar”. (AAS, 1953, nº 16, pág. 799).
La doctrina que recoge Dignitatis Humanae parece, sin embargo, que es distinta. Aunque, con relación a la confesionalidad del Estado se alude en Dignitatis Humanae “a las peculiares circunstancias de los pueblos” que reconocen especialmente esa unidad religiosa en la ordenación jurídica de la sociedad, es lo cierto que tal afirmación, que rehuye toda referencia explícita a la confesionalidad del Estado, se presenta como una excepción y no como un ideal. Por lo que respecta a la unidad religiosa de la nación, por mucho que se diga que se trata de un bien inestimable, de un “don de orden y calidad superior para la promoción social, civil y espiritual de un país” (Pablo VI, 2 de julio de 1964) (5), no cabe la menor duda que esa unidad se compromete cuando se considera como bien equiparable el pluralismo religioso. Por otra parte, la tolerancia -en nombre de la caridad y del bien comunes- para las otras confesiones religiosas o para los que se proclaman ateos o antiteos, se sustituye por el “derecho de la persona humana a la libertad religiosa (que) se debe reconocer en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que se convierta en un derecho civil” (nº 21,1). Por ello, “las comunidades religiosas tienen derecho a que no se les impida enseñar públicamente su fe, de palabra o por escrito, ni a dar testimonio de ella.” (nº 4, Dignitatis Humanae).
Es verdad que Pablo VI, en carta al Congreso Internacional de Teología, de 21 de septiembre de 1966, subrayó que “todo cuanto ha enseñado el Concilio Vaticano II está en plena armonía con el Magisterio eclesiástico precedente, del que no es más que una continuación, explicación e instrumento”, y que la propia Declaración Dignitatis Humanae dice que “este Concilio Vaticano investiga la sagrada tradición y la doctrina de la Iglesia, de las cuales saca a la luz cosas nuevas siempre coherentes con las antiguas”. (1,1).
Ello no obstante, la perplejidad provocada por Dignitatis Humanae dio origen a opiniones muy distintas. Así, el P. Guy de Broglio, SJ, entiende que con dicho documento se pretende dar satisfacción en este punto a las exigencias del espíritu moderno (6), y añade que “el Concilio tiene conciencia de estar en contradicción con el pensamiento casi constante y unánime de los Padres, de los teólogos y de los Papas del pasado” (Problemas cristianos sobre la religión. Ed. Aldecoa SA. Burgos, 1965). Por su parte, don Pedro Cantero Cuadrado entendía que no hay contradicción entre la doctrina tradicional de la Iglesia y Dignitatis Humanae, sino proyección de aquella sobre una realidad distinta a la contemplada por el Magisterio Pontificio anterior al Concilio Vaticano II. “Las circunstancias del mundo contemporáneo -decía Monseñor Cantero- presentan perspectivas mentales históricas diversas en relación con el problema de la libertad. En el tiempo de Gregorio XVI, Pío IX y León XIII se pretendía defender en el campo cultural y político una libertad religiosa ilimitada e incondicional, independiente de toda norma moral y jurídica. Por eso la Iglesia condenó aquella libertad. Hoy, el concepto de la libertad religiosa se propone dentro de los límites del Derecho Natural, como un derecho subjetivo público de la persona humana a seguir el dictamen de la propia conciencia.
Antes se defendía la libertad religiosa para emplearla como un arma en contra de la Iglesia; ahora se plantea el problema como una necesidad de llegar a un estatuto jurídico que facilite la convivencia religiosa y civil de todos los pueblos”. (Ya, 1 de octubre de 1964). Para el P. Baltasar Pérez Argos, SJ, en Libertad religiosa, ayer y hoy, tampoco hay ruptura sino un planteamiento, el de la libertad, que se añade al de la tolerancia. A tal fin distingue entre error y errante. Aquel no puede ser tolerado, pero el errante en cuanto persona humana goza, por su dignidad, de un derecho -el de la inmunidad de coacción- de tal forma que no se le impida u obligue a actuar contra su conciencia”.
Antecedentes
El tema de la libertad religiosa promovió en España un vivo debate a todos los niveles. Un Estado confesionalmente católico, como lo era el nuestro, que en el Concordato con la Santa Sede de 27 de agosto de 1.963 reconocía que “La Religión Católica, Apostólica y Romana sigue siendo la única de la Nación Española, y gozará de los derechos y las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho canónico”, y que en el Punto 2 de la Ley de Principios de 17 de mayo de 1958 había proclamado que la doctrina de la Iglesia católica inspiraría su legislación (7), no tenía más remedio que acomodar ésta a aquella doctrina, que en Dignitatis Humanae, de 7 de diciembre de 1965, había sustituido la postura tradicional de la tolerancia por la postura de la libertad, (afirmando, como ya dijimos, que ésta se funda “en la dignidad misma de la persona humana (y) ha de ser reconocida en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que llegue a convertirse en un derecho civil”). (8)).
Ahora bien, para hacer luz sobre el paso a derecho civil en el ordenamiento jurídico positivo de una nación, de la libertad religiosa, hay que sentar dos principios: el primero, que como aseguraba don Casimiro Morcillo, arzobispo de Madrid, “en Dignitatis Humanae nada hay que sea de fe divina ni de fe católica, porque el Concilio no ha tenido intención de definir ninguna verdad en este documento”. (Conferencia en el ciclo organizado por la Comisión de Madrid de Acción Social: La libertad religiosa según el Concilio. Ver ABC, de 25 de febrero de 1966); y el segundo, que, como escribía fray José López Ortiz, obispo de Tuy, “el bien común de la comunidad está confiado a la gerencia estatal (y) en este bien común entra un valor fundamental, en lo individual y en lo colectivo: el religioso”.
Subrayando esta última idea, el episcopado español, en su Declaración colectiva, de Roma, de 8 de diciembre de 1965, proclamaba que “el derecho a la libertad en materia religiosa, como todos los derechos de la persona humana, puede estar sujeto a limitaciones en la vida social (correspondiendo) a la autoridad civil proteger a la sociedad contra cualquier abuso que pueda darse bajo pretexto de la libertad religiosa, por lo que corresponde principalmente al poder civil prestar esa protección” (nº 7-3). Lo que es lógico, pues un derecho, aunque sea natural, deja de serlo cuando se abusa del mismo.
Es evidente, por tanto, que el Estado español, sustituyendo la tolerancia por la libertad, y considerando la libertad religiosa como un derecho civil en su ordenamiento jurídico, podía, sin dudas de ningún tipo, configurar y perfilar ese derecho, de tal manera que no lesionara el bien común y, por tanto, la unidad católica de la nación. (De no ser así, hubiera bastado incorporar, sin otros trámites, e íntegramente, el decreto Dignitatis Humanae a la legislación española).
El debate, pues, que se produjo en torno al proyecto que aprobó el Gobierno, el 24 de febrero de 1967 y que fue remitido a las Cortes y publicado en su Boletín del 10 de Marzo de 1967, quedó perfectamente justificado.
El tema que nos ocupa tiene, sin embargo, antecedentes de importancia que conviene no marginar. Tales antecedentes explican, al menos en parte, la dureza de los planteamientos y las posturas enfrentadas, que se manifestaron en las Cortes y fuera de ellas.
La cuestión se inició, con especial cautela, al elaborarse el 27 de noviembre de 1961 un “Memorándum sobre las confesiones no católicas en España”, pero se planteó al conocerse que el Gobierno preparaba un Estatuto para las confesiones no católicas (10). Las presiones del exterior eran muy fuertes. Truman, quien había sido presidente de los Estados Unidos, encabezaba y alentaba esta presión. Fue en agosto de 1963 cuando Fernando María Castiella declaró a la revista América que el Gobierno se estaba ocupando del tema y negociando al respecto con la Santa Sede. El día 10 de septiembre de 1964 el Consejo de Ministros celebrado en La Coruña aprobó el anteproyecto del Estatuto. Una Comisión episcopal integrada por don Casimiro Morcillo, don Luis Alonso Muñoyerro, arzobispo de Sión y vicario general castrense y monseñor Pla y Deniel, arzobispo de Toledo y cardenal primado -a los que se envió el anteproyecto-, lo examinó, emitiendo un dictamen aprobatorio (11).
La zozobra que todo ello produjo la ponían de relieve: monseñor Cirarda, a la sazón obispo auxiliar de Sevilla, al referirse al “momento de confusión y disputa, no siempre serenas, que vienen alargándose demasiado, sobre este tema apasionante en España y fuera de España” (ABC, de 6 de diciembre de 1964), y el arzobispo de Santiago de Compostela monseñor Quiroga Palacios, que a través de Televisión Española dijo, el 27 de noviembre de 1964: “Por lo que respecta a España, yo sé que hay una inquietud, un desasosiego especial por lo que se refiere a la cuestión de la libertad religiosa, máxime porque ha sonado mucho el Estatuto de confesiones acatólicas que se está preparando”.
Se hacían eco, sin duda, monseñor Cirarda y el cardenal Quiroga Palacios, del escrito que, con fecha 22 de agosto de 1964, un grupo de católicos (12) habíamos enviado a todos los obispos de España y en el que entre otras cosas decíamos:
“A través de la Prensa, sobre todo extranjera (Catholic Herald , Informations Catholiques Internationales, The Tablet, etc.), y últimamente de alguna Pastoral conocida, que dice “ es ya del dominio público la existencia de un proyecto de reglamento para acatólicos, preparado por el Ministerio de Asuntos Exteriores”, nos hemos ido informando de tal proyecto en el que, en general, parece que se trata de una “suavización” de nuestra legislación religiosa y concordatoria. Ese proyecto se encuentra, según dichos informes, en fase muy avanzada y, como dice un documento serio, “de implantación inminente”.
“ Permítasenos, en primer lugar, y aún con el máximo respeto a nuestra Jerarquía y autoridades civiles, el manifestar nuestra extrañeza, por no decir nuestro asombro, ante una falta absoluta de información directa sobre asunto de tan extraordinaria gravedad. Ni siquiera los señores procuradores en Cortes saben apenas nada, y en cuanto tales, de este proyecto.
“Nuestro asombro se acrecienta cuando todas las noticias las hemos de recoger de la prensa extranjera, movidas por agencias ciertamente no amigas de España. Y también cuando nos enteramos de que algunos de nuestros embajadores, o el mismo señor ministro de Asuntos Exteriores, hacen declaraciones explícitas y comprometidas a esa misma prensa extranjera (América, Catholic Herald, The Daily Telegraph), que ciertamente desbordan su competencia.
“¿Cuál es, nos preguntamos, el alcance de un cambio fundamental en esta materia? ¿Quién es el órgano competente? ¿Cuál es el cauce constitucional y legislativo que debe seguirse?.
“Estimamos, pues, seriamente que nos encontramos ante uno de los casos en que es preceptivo el Referéndum según el art.10º de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, ya que se trata, en el fondo, de una modificación del artº 6 del Fuero de los Españoles, una de nuestras Leyes Fundamentales.
“No faltan órganos extranjeros que hasta especulan, con ocasión del proyecto de Estatuto, sobre un cambio radical en la ordenación jurídica fundamental del Estado español. Es claro que esto implicaría, evidentemente, además, una revisión a fondo del mismo Concordato con la Santa Sede.
“Por estas consideraciones creemos, Excmo. y Rvdmo. Sr. que:
“a).- El modo adecuado de perfeccionar, si es necesario hacerlo, nuestra actual legislación religioso-civil, no es precisamente el propuesto por el Ministerio de Asuntos Exteriores en ese proyecto de Estatuto.
“b).- Que el Concilio, en su documento sobre la libertad religiosa, no irá más allá de una simple declaración de principios. Estos deberán luego, ciertamente, ser aplicados, pero siempre según aquello que aconseje la prudencia política y el bien común de cada pueblo. Estamos seguros de que la Santa Sede nada desea tanto como la conservación de la unidad católica de España, según repetidamente nos han dicho Pío XI, Pío XII, Juan XXIII y Paulo VI. Es injusto, pues, declarar, como lo ha hecho el señor Castiella, que la legislación vigente en España en materia religiosa es contraria al pensamiento real de la Iglesia”.
De la documentación que obra en mi poder resulta que al que esto escribe llegaron contestaciones de don Francisco Planas Muntarner, obispo de Ibiza. (Se trata de una tarjeta en la que escrito a mano se dice: “acuso recibo de su escrito del 26 de agosto de 1964); de don Angel Riesco Carbajo, obispo auxiliar de Pamplona y administrador apostólico de Tudela (carta de 9 de septiembre de 1964: “He leído con interés su alegato a la Jerarquía. Muy bien, muy bien. No cejen en esa labor. Pesan mucho esos escritos”); de don Santos Moro, obispo de Ávila (carta de 30 de agosto de 1964: “Mi opinión personal, supuesto que el mencionado Estatuto esté redactado en la forma que ustedes indican, es que el escrito de ustedes merece mi plena aprobación y sincero aplauso”); de don Manuel Hurtado García, obispo de Tarazona (carta de 9 de septiembre de 1964: “correspondiendo a la carta colectiva del día 22 de agosto último, cuyo primer firmante es usted, oponiéndose al malhado proyecto de Reglamento para acatólicos, intención ingenua del Ministerio de Asuntos Exteriores, pláceme manifestarles que yo defenderé la unidad católica de España hasta el último aliento de mi vida y que no me doblegaré ante ninguna claudicación”); de don Luis Franco, obispo de Tenerife (carta de 4 de septiembre de 1964: “Creo muy sinceramente que se daría un paso muy grave en nuestra Patria con la aprobación y promulgación del citado Estatuto. Sin ser profeta se pueden preveer consecuencias de trascendencia suprema, tanto en el orden religioso como en el político. Tengo la íntima convicción de que ese asunto está calculado por los enemigos de España, más con miras políticas que religiosas. La Religión es una tapadera que oculta sus intenciones. Quiera Dios que los españoles no nos dejemos sorprender ni caer en la trampa. En mi modesto juicio no lo veo procedente ni en el orden patriótico, ni en el orden jurídico, ni en el orden religioso”);
de don Francisco Peralta, obispo de Vitoria (carta del 3 de septiembre de 1964: “He recibido una declaración firmada por varios señores y con el remite de usted, referente al problema de la libertad religiosa. Agradezco muy vivamente su envío y le ruego me tenga al corriente de cuanto en sentido semejante se publique. Me interesa muchísimo”) ; de don Jacinto Argaya, obispo de Mondoñedo – el Ferrol del Caudillo (carta del 25 de agosto de 1964, en la que agradece el envío, asegurando que va a “leeerlo y estudiarlo con el respeto que se merece por la gravedad del asunto y la calidad de los autores”);
de don Vicente Enrique y Tarancón (carta del 25 de agosto de 1964: “la exposición que hace es muy serena y convincente y es bueno saber que existen seglares en España, conscientes de los problemas que se presentan en los momentos actuales y que sepan afrontarlos con esa ecuanimidad y firmeza, cuando son tantos los que, aún siendo católicos, se dejan influenciar, quizás demasiado, por el ambiente naturalista que nos invade. Creo que han cumplido un deber con esa exposición. Yo la agradezco muy sinceramente. Y le suplico manifieste mi gratitud a los firmantes”); de don Inocencio Rodríguez, obispo de Cuenca (carta del 10 de septiembre de 1964: “Me agrada ver que seglares de tanto prestigio como los firmantes, haciendo honor a la estimación que les ha de conceder el Concilio, manifiesten su pensar en asuntos de tanta trascendencia para el futuro religioso de nuestro pueblo. Les felicito, pues, y de manera especial por la ponderación y objetividad con que plantean el problema y sus consecuencias. Estoy de acuerdo con ustedes y, en lo que yo pueda, apoyaré tan acertado criterio”);
y de don Rafael González Moralejo, obispo auxiliar de Valencia, (carta de 25 de agosto de 1964, de la que sólo transcribo este párrafo, que no afecta al contenido de aquélla: “Te escribo como amigo, en un terreno puramente privado y con el deseo de que estas letras mías no sean utilizadas en modo alguno para ninguna clase de escrito o comunicación que se refiera a este asunto”).
A este respecto, y para conocer las posturas de algunos de los prelados españoles de aquella época, conviene traer a colación la carta pastoral del obispo de Canarias don Antonio Pildaín, de 11 de abril de 1964, en la que califica el famoso anteproyecto de “gravemente lesivo para el pueblo de Dios “, pide un Padrenuestro, con la intención expresa de que no llegue a implantarse en España el Reglamento para acatólicos preparado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, y recuerda a Balmes, que ya se había expresado en los siguientes términos: “oprímese el alma con angustiosas pesadumbres, al sólo pensamiento de que pudiera venir un día en que desaparezca entre nosotros (la) unidad religiosa y católica, si se puede hablar de unidad religiosa y católica de un Estado que alza su puerta a confesiones y religiones no católicas”.
Por su parte, el cardenal Bueno Monreal declaraba lo siguiente: “Si es un escándalo la división, es también un escándalo el proselitismo, ir a predicar el Evangelio donde ya existe. España es una nación, que religiosamente hablando, ha recibido una civilización y una fe de sus mayores, y al hilo de la Populorum Progressio haría mal en sacrificarlas en aras de una imprudente generosidad “. (Fuerza Nueva, nº 21, de 3 de junio de 1967, pág. 17 ).
Un poco ingénua parece la postura del cardenal don Angel Herrera Oria, que en Málaga, siendo ya obispo dimisionario dijo: “ No se puede prescindir del curso de la Historia. No se puede desestimar la opinión pública de la Iglesia (13). No faltan algunas confesiones, que yo llamaría insensatas, que realizan una propaganda tan activa como desatinada. Dichas confesiones están al margen de la Ley y del proyecto de Estatuto aceptado por el episcopado”.
Don Luis Franco, obispo de La Laguna (Tenerife), en su exhortación pastoral del 18 de octubre de 1964 advertía que: “La práctica pública y el proselitismo de las religiones no católicas en España es un verdadero atentado contra su unidad religiosa”.
Por su parte, don Luis Carrero Blanco hizo públicas, el 18 de septiembre de 1964, unas “Observaciones al Anteproyecto de Ley”, en las que, con lógica indignación, manifestaba: “¿Cómo vamos a legislar algo que favorece el mantenimiento y propagación del error”, y añade (haciendo referencia a la tramitación del Anteproyecto): “(Si) era el Gobierno quien debía aprobar(lo) el Gobierno debió conocer y aprobar el texto inicial antes de ser enviado a la Jerarquía. La realidad ha sido una negociación entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y una Comisión de tres prelados designados por la Conferencia de Metropolitanos. Al día siguiente del Consejo (de 10 de septiembre de 1964) en el que el Gobierno tuvo conocimiento por primera vez del asunto, apareció en la prensa la amplísima referencia del Consejo de Ministros (que) terminaba diciendo: ‘el acuerdo ha sido de plena satisfacción por ambas partes -subrayó el ministro- porque hubo en todo momento compenetración perfecta entre la Jerarquía eclesiástica y el Gobierno’.
Esta declaración no se ajustaba a la realidad. La compenetración perfecta habría existido entre el ministro de Asuntos Exteriores y los tres prelados que firman la carta que se nos entregó, pero no entre la Jerarquía y el Gobierno. Lo mismo que creo que hay muchos ministros -yo uno de ellos- que no están conformes con el texto del Anteproyecto, estoy seguro que muchos prelados -me atrevería a asegurar que la mayoría- tampoco lo están. La información no fue, pues, correcta”.
El propio Carrero Blanco afirmó lo siguiente: “entiendo que desde el punto de vista legal, el Anteproyecto de Ley propuesto está en colisión con el segundo de los Principios Fundamentales del Movimiento, y lo que es aún peor, que su promulgación sería un mal servicio a Dios. Sería, además, un mal servicio a España. Nuestra unidad política se asienta fundamentalmente sobre nuestra unidad religiosa, y todo aquello que atenta a ésta, atenta evidentemente a la primera. Esta es la razón por la que nuestros contumaces enemigos tienen tanto interés en quebrantarla”.
Creo sinceramente -y sin excluir otras protestas- que nuestro escrito, y la actitud de Carrero Blanco, dieron su fruto, del tal manera que el Consejo de Ministros de 30 de septiembre de 1964, con prudencia digna de aplauso, tomó el acuerdo de demorar la aprobación del Estatuto para “después” que el Concilio se hubiera pronunciado sobre el tema; lo que ocurrió, como antes dijimos, el 7 de diciembre de 1965, al aprobarse la declaración Dignitatis Humanae.
El juego confuso de las expresiones
El camino, pues, a partir de esa fecha, estaba abierto para el debate sobre la libertad religiosa.
El Consejo de Ministros, con vía libre, y convencido de que el paso de la tolerancia a la libertad religiosa no podía hacerse a través de un reglamento que desarrollara -contrariándolo en el fondo- el contenido del artículo 6º del Fuero de los Españoles (pues ello sería anticonstitucional: art. 10 de la Ley de sucesión en la Jefatura del Estado) acudió al referéndum, al incluir el tema en el Proyecto de Ley Orgánica, de 10 de enero de 1967, que fue sometida al mismo.
El art. 6 del Fuero de los Españoles, en su redacción original de 17 de julio de 1945, rezaba así: “La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado español, gozará de protección oficial “.
“Nadie será molestado por sus creencias religiosas, ni el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la Religión Católica”.
El tránsito de la tolerancia a la libertad se produjo con la modificación del párrafo segundo del mencionado artículo. Dicho párrafo quedó redactado del siguiente modo: “El Estado asumirá la protección de la libertad religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela jurídica, que, a la vez, salvaguarde la moral y el orden público”.
Ahora bien; el paso de la tolerancia a la libertad religiosa, una vez modificado el texto del párrafo segundo del Fuero de los Españoles, requería una ley que la desarrollarse. A tal fin, una Comisión interministerial elaboró, en diciembre de 1966, un anteproyecto de 45 artículos. El Consejo de Ministros celebrado el 24 de febrero de 1967 aprobó el Anteproyecto, que la Comisión nombrada por la Conferencia Episcopal, según carta de su vicepresidente don Casimiro Morcillo, de 20 de julio de 1966, había encontrado conforme en sus líneas generales y fundamentales con la declaración conciliar. La propia Conferencia, en su Asamblea plenaria de 28 de noviembre y 6 de diciembre de 1966, según la comunicación enviada con esta fecha al Ministerio de Justicia, manifestó que “el texto mencionado refleja el espíritu y aún la letra de la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa, sin que aparezca en él algo que contradiga o exceda de dicha Declaración, por lo que nada obsta por parte del Episcopado al referido Anteproyecto”.
Tratándose de materia concordada, era lógico obtener idéntico nihil obstat de la Santa Sede, que en carta a Fernando María Castiella, firmada por el cardenal Cicognani, contestó en los siguientes términos: “Esta Secretaría de Estado, atendido el autorizado parecer emitido por la Asamblea plenaria del Episcopado español, al igual que anteriormente había declarado que no tenía dificultad alguna para el cambio del artículo 6 del Fuero de los Españoles (nota nº 5.675/66, del 8 de agosto de 1966) así también se honra en significar que por su parte no tiene objeción alguna al referido Anteproyecto , que espera sea aprobado por los organismos competentes”.
El proyecto de ley, como antes dijimos, se remitió a las Cortes. Su texto se publicó en el Boletín Oficial de dicha Cámara el 10 de marzo de 1967. La Ponencia designada para la información correspondiente quedó constituida por Luis Arrellano, Fernando Herrero Tejedor, Fernando Martín-Sanchez Juliá, Roberto Reyes Morales y Fermín Zelada de Andrés Moreno.
Yo no tenía pensamiento de intervenir en el debate,. No llegaba a entender cómo podía conciliarse la unidad católica de un pueblo, el deseo de “un solo rebaño y un solo pastor” (Jn. 10,16) y el “todos sean uno” (Jn. 17,22) del Maestro por excelencia, con el supuesto bien del pluralismo religioso. No comprendía la compatibilidad en el bien común, por una parte, de la unidad católica y, por otra, de la libertad religiosa que desgarra aquélla, mediante la apostasía, en países de unidad católica. No llegaba a convencerme que la dolorosa situación provocada por los cismas, las herejías y la idolatría, el ateísmo y antiteismo, fuera de algún modo legalizada y proclamada como fruto de un derecho inalienable de la persona y, en consecuencia, como un ideal. No me era posible ver coherencia entre la doctrina predicada tradicionalmente por la Iglesia (14) y las afirmaciones de Dignitatis Humanae (15).
No podía convencerme que la tolerancia del error, por respeto al que yerra y en consideración a su dignidad, se invalidase por el criterio de la libertad para la enseñanza pública del error (16). No llegaba a entender el juego confuso de las expresiones, Estado Católico, unidad religiosa y pluralismo confesional, pues si el Estado es Católico debe velar por el mantenimiento y la perfección de la unidad religiosa, como parte esencial del bien común, desterrando la herejía, como aconsejaba San Luis de Francia a su hijo (17), y está claro que con la enseñanza pública y jurídicamente reconocida del error, no se destierra la herejía sino que se le abre la puerta, lesionando gravemente aquella deseada y conseguida unidad (18). No acababa de hacerme a la idea de la ruptura jerárquica entre la Verdad y la libertad, olvidando que aquella -la Verdad- es un valor absoluto que no tiene límites, y que tiene categoría de fin, mientras que la libertad tiene límites y limitaciones y, por su misma índole, aún cuando sea algo a conseguir, como objetivo, cuando se carece de ella tiene tan sólo carácter de medio, y como tal medio, y no como fin, forma parte del bien común (19). Cristo es la Verdad y vino a dar testimonio de la Verdad. Cristo no dijo: “Yo soy la libertad”, sino “Yo soy la Verdad”, y San Juan aseguraba que es la Verdad la que nos hace libres (20) y no la libertad la que nos hace veraces (21). No me era posible manipular el concepto de justicia, que exige, no que se dé a todos lo mismo, sino a cada uno lo suyo, es decir lo que le pertenece; y no se puede dar, por lo tanto, el mismo tratamiento a la Religión verdadera que a aquellas que no lo son.
Para mí, en el fondo de la cuestión -integrada en la crisis de la Iglesia, en lo dogmático y lo ético, en lo litúrgico y en lo disciplinar- estaba la penetración del modernismo y de la Teología liberal en la Iglesia.
Frente a la Teología de Santo Tomás -por decirlo de alguna manera- se imponía, y se convertía en tema dialéctico (Universidades de la Iglesia, seminarios, publicaciones de todo género, obras de apostolado, predicación, etc…), una Teología antropocéntrica, es decir, una Teología patológica, que desplaza de Dios al hombre su punto fundamental de mira.
En las Cortes
A pesar de todo ello intervine en el debate sobre el proyecto de ley a que antes hice referencia. Una noche -y por supuesto con anterioridad a dicho debate- me llamó por teléfono Federico Silva Muñoz, ministro de Obras Públicas. Me rogó que fuera por su despacho. Se trataba de un asunto muy importante. Me desplacé al Ministerio. Me esperaban, con el ministro, don Marcelino Olaechea, arzobispo de Valencia, y don Joaquín Manglano y Cucaló de Montull, barón de Llaurí y de Cárcer, y procurador en Cortes, de ideología tradicionalista.
El asunto a tratar no era otro que el contenido del proyecto sobre la libertad religiosa. Don Marcelino nos aseguró que la Conferencia Episcopal se había limitado a pronunciar un nihil obstat y, ello, a los procuradores en Cortes no les obligaba en conciencia a aceptar ad pedem literis el texto remitido por el Gobierno. El texto podía y debía ser discutido, y retirado o rectificado. Con tal fin se había enviado a la Cámara legislativa. El argumento me convenció.
El arzobispo de Valencia esbozó un plan -sobre el que había reflexionado muy detenidamente- que expuso sin rebozos: en primer término, el barón de Cárcer presentaría y defendería una enmienda a la totalidad, que seguramente sería rechazada. En segundo término, se presentarían enmiendas a los distintos artículos del proyecto por los procuradores que se sumaran a nuestros puntos de vista sobre la tensión unidad católica-pluralismo religioso. En una reunión, pedida por don Marcelino, a la que acudieron una veintena de procuradores en Cortes, por mí convocados, el señor arzobispo explicitó esos puntos de vista, pidiendo a los presentes su generosa colaboración. Esta colaboración -dijo- contaría, a su vez, con la ayuda de un Gabinete técnico o Comisión de expertos, que facilitaría a los enmendantes la documentación que les fuera precisa.
Cruz Martínez Esteruelas -uno de los convocados y asistentes- pidió la palabra para manifestar su disconformidad diciendo: “Si quiere usted lacayos, señor arzobispo, los busca usted en el seminario”, y se ausentó.
Don Marcelino, en carta del 15 de marzo de 1967, cuya copia me hizo llegar, se dirigió a don Luis Arellano, presidente de la Ponencia, comunicándole: “He estudiado con el barón de Cárcer un voto contra la totalidad y varias enmiendas al articulado de ese Proyecto de Ley. Pienso que la devolución del proyecto de Ley, para mayor estudio, al Consejo de Ministros, persuadiría a más de uno de la soberanía de las Cortes … Es más prudente, y no restará ninguna eficacia, el que los prelados que formamos parte de la Comisión de Leyes fundamentales estemos ausentes de la discusión. Así ahorraremos a los hermanos separados el que puedan pensar y propalar, sobre todo en el extranjero, que la Ley no salió como ellos querían por la presión clerical en la Comisión de Cortes”.
Constituida la Comisión de expertos (Gabinete Técnico) -que prestó su ayuda desinteresada y respetuosa a los enmendantes que lo solicitaron- por dos padres dominicos, Victorino Rodríguez y Alonso Lobo; dos jesuítas, Eustaquio Guerrero y Baltasar Pérez Argos; un pasionista, Bernardo Monsegú y un sacerdote secular, Enrique Valcarce Alfayate, comenzó el trabajo.
Para dar ejemplo, yo fui el primer firmante de varias enmiendas, teniendo, por tanto, la obligación de proceder a su defensa.
Mi estupor fue grande cuando me requirió, para que fuera a visitarle, el ministro de Justicia Antonio María de Oriol. Nunca habíamos hablado del curso para capitán provisional, al que asistió, durante la Cruzada, en la Academia militar de Tahuima, donde fue alumno de mi padre. Yo conservaba, y conservo, el libro de calificaciones académicas. Mis relaciones con Antonio María de Oriol habían sido buenas. Como director general de Beneficencia y delegado nacional de Auxilio Social actuó con la máxima eficacia, formando parte del Comité de Ayuda a los damnificados por el terremoto que había asolado a la capital de Chile. Yo había presidido, como director del Instituto de Cultura Hispánica, el Comité. Para poner de relieve la bondad de dichas relaciones, puedo decir que Antonio María de Oriol y su esposa almorzaron en casa, y mi esposa y yo también almorzamos en la suya.
La conversación con el ministro fue tensa. Le molestaba que un católico presentara enmiendas a lo que ya habían aprobado los obispos. Yo le expuse mi decisión de mantenerlas, después de superar un estado, que me parecía lógico y explicable, de vacilación.
El ministro me trató con suma dureza, e incluso me retiró la pequeña ayuda económica con que contribuía a Fuerza Nueva (22).
Comenzó el debate el 2 de mayo de 1967. Presidía la Comisión don Joaquín Bau, era secretario el marqués de Valdeiglesias, y actuaban como asesores el subsecretario de Justicia, don Alfredo López Martínez y el director general de Asuntos Eclesiásticos.
Se habían presentado 251 enmiendas. Lucas María de Oriol era el primer firmante de 28, y yo de 27.
El diario Pueblo (3 de mayo de 1967), haciendo referencia a la primera sesión, decía así: “Casi un lleno de señores procuradores en una sala ampliada para esta ocasión. Don Marcelino Olaechea pide la palabra para una aclaración previa. Está a su lado el arzobispo de Madrid, doctor Morcillo, y dos bancos más atrás, el canónigo navarro y periodista don Fermín Izurdiaga. Son los tres únicos sacerdotes procuradores que están en la sala.
“Don Marcelino dice que va a ser breve y concreta su declaración en cuatro puntos: `Los dos prelados, procuradores en Cortes y miembros de esta Comisión de Leyes Fundamentales y de la Presidencia, no tenemos más representación que la personal -don Marcelino eleva la voz dentro de los trémolos que en ella ponen los años-. No tenemos más representación que la personal -reafirma- y no representamos -alza otra vez la voz- por tanto, de ninguna suerte, ni a la Santa Sede ni a la Conferencia Episcopal Española, que le es en todo fidelísima. Tenemos -por otra parte- el deber especial, y creemos lealmente cumplirlo, de conocer y seguir el pensamiento de la Iglesia´.
“Don Marcelino afirma que lo que él llama punto tres de su declaración, refiriéndose al derecho a la libertad religiosa (que `ha de ser reconocida en el ordenamiento jurídico de la sociedad y llegar a convertirse en un derecho civil´), es lo que, sobre el particular, afirma la Declaración del Concilio Vaticano II. `España, que inspira, por Ley Fundamental, su legislación en la doctrina de la Iglesia Católica, ha incluido en la Ley Orgánica del Estado la nueva redacción del artículo sexto del Fuero de los Españoles, el cual mereció en su día la aprobación de la Santa Sede´.
“Don Marcelino Olaechea señala el derecho de cada nación a convertir en ley civil la Declaración del Concilio Vaticano; pero ese derecho no atañe a la Iglesia, atañe a la soberanía del poder civil, reconocido y cuidadosamente respetado por la Iglesia Católica en todas las naciones. Es de la incumbencia de los señores procuradores, (y) queda en manos de su legítima libertad, tanto el aceptar el proyecto de ley que se va a discutir como el rechazarlo en busca de otro que tome por base las enmiendas que la conciencia les dicte.
“Una sola palabra nos pone ya en el final. ‘Termino -dice- con la certeza, la entera certeza, de que llegaréis, señores procuradores, a la mejor articulación de lo dispuesto por la Ley Orgánica del Estado sobre el derecho civil a la libertad religiosa, y el deseo de apartar toda cuestión de presión moral por nuestra parte, nos aconseja la ausencia o ausencias de la discusión del proyecto de ley. El Señor les inspire, y gracias’”.
Después de estas palabras don Marcelino abandona la sala.
La argumentación básica de mis intervenciones puede resumirse así:
La confesionalidad del Estado es una cosa y la unidad católica de un país es otra.
El derecho civil a la libertad religiosa no debe fomentar el pluralismo religioso, porque el pluralismo religioso, lógicamente, va contra la unidad católica, incitando a la apostasía.
Si en teoría es compatible la confesionalidad del Estado con el pluralismo religioso, es más difícil esta compatibilidad entre unidad religiosa y libertad que invita a romperla.
El pluralismo religioso es (por ello) un mal. Donde no existe, no debe fomentarse. Si el ecumenismo busca la unidad de los cristianos en la única Iglesia verdadera, sería absurdo que en una comunidad donde el pluralismo no existe como fenómeno grave, se trate, por mimetismo o actitud de país colonizable, de romper esa unidad para inmediatamente después tratar de rehacerla.
En esta ley debe quedar claro un principio fundamental de justicia: dar a cada uno lo suyo no es dar a cada uno lo mismo. Por esta razón, a las confesiones acatólicas el derecho a la libertad se les otorgará en virtud de la dignidad humana, y a la religión católica se le concederá la plenitud de derechos por ser la religión verdadera.
A la pregunta ¿la libertad es un bien o un mal? hay que añadir y oponer otra: ¿la unidad católica de un pueblo es un bien o un mal?.
La unidad católica forma parte de un bien común nacional. La libertad religiosa se ha reconocido y la reconocemos, pero su límite está en el bien común nacional, del que forma parte la unidad católica.
Si no debemos ser más papistas que el Papa, tampoco debemos ser más conciliaristas que el Concilio.
El debate fue seguido con la máxima atención. Todas las intervenciones -tanto los que estaban a favor como en contra del proyecto- fueron recogidas por los medios de información, aunque el tratamiento fue muy diferente.
El diario Pueblo aseguraba que “la discusión … constituye un curioso y atrayente espectáculo parlamentario (en el que) se están diciendo cosas hasta cierto punto inolvidables”. Mi discurso de entrada lo califica de “apasionado y denso de doctrina”, sosteniendo que los procuradores que, en la misma línea de pensamiento, tratábamos de impedir la ruptura de la unidad católica, habíamos “recreado en algunos momentos un clima de auténtica contrarreforma y uno creía verlos ayer, ardiendo y enhiestos, junto al emperador Carlos en las jornadas dramáticas de Maguncia, de Worms, de Nüremberg, frente a un Lutero o un Ulrico de Huntten. El mismo señor Piñar estuvo magnífico en este aspecto. A uno le parece mentira, incluso, que nuestro Siglo de Oro pueda tener tan larga pervivencia”. A esta crítica tan despectiva se unió otra, muy dura, que apareció en La Prensa, diario del Movimiento, de Barcelona. En su número de 11 de mayo de 1967, señala “la existencia, a nivel de legisladores (de quienes) ocupan u ocuparon altos cargos en la Administración del Estado, de unos increíbles integristas, que llevan jornadas lanzando voces tonantes con amenazadores augurios. Estos oponentes a toda concesión de libertad son capaces de enmendarle la plana al Concilio, si les dejaran. Pero lo que sí evidencian en su encasillamiento es su falta de contacto con lo que el pueblo piensa y opina en esta materia y cómo se desenvuelven sus relaciones con la Iglesia. Al oírles y leer lo que dicen en las Cortes, aterra recordar que en manos de muchos de estos “ilustres” y “honorables” ciudadanos -y sin apelación- han estado los dispositivos de medidas restrictivas o de imposiciones -hubo cárceles en donde se llegó a comulgar casi por lista- que han contribuido poderosamente a ese insoslayable y lamentable clima de indiferencia -cuando no de oposición- religiosa en muy amplios sectores del país”.
Ángel Ruíz Ayúcar, con el seudónimo de Juan Nuevo, en el número 21, de 3 de junio de 1967, de nuestro semanario Fuerza Nueva, contestó así a este ataque irrespetuoso en los siguientes términos:
“Nosotros ahora preguntamos: ¿quiénes son esos procuradores en cuyas manos “han estado los dispositivos de medidas restrictivas o de imposiciones?” ¿Blas Piñar?, ¿Gómez Aranda?, ¿Coronel de Palma?, ¿Izurdiaga?, ¿El barón de Cárcer? … ¿Y desde qué cargo?
La Prensa tiene obligación de contestar a estas preguntas. Sería muy cómodo lanzar una imputación calumniosa, totalmente falsa, y no considerarse luego obligado a demostrarla. Además, aquí no se trata de algo que no se pueda probar. Se habla de unos poderes que únicamente han podido existir en un cargo público en el Estado o en el Movimiento. Hay que decir cuál ha sido. Porque da la casualidad de que de la lista de procuradores que más se distinguieron en la defensa de la unidad católica, ninguno ocupó cargos en Gobernación, en Justicia, en el Movimiento o en otro organismo desde el que pudieran realizar esa labor que La Prensa reprocha.
En cambio, todos conocemos nombres de otros que sí los ocuparon, y que en las Cortes no han defendido la postura del grupo criticado por La Prensa. Este periódico tiene la obligación de dar los nombres, si no quiere verse acusado de haber mentido deliberadamente”.
Josep Meliá, en Vida Nueva, de 3 de junio de 1967, escribía: “Las sesiones han sido un espectáculo desalentador, una resurrección de literatura reaccionaria que no pega ni con cola con el lenguaje tolerante y humanista de la Iglesia conciliar. A ratos, uno piensa si no estará leyendo periódicos del siglo pasado, o si el señor Nocedal se habrá reencarnado en la oratoria sugestiva y bien cortada de don Blas Piñar, o si el señor Codón no habrá soñado alguna vez ser martillo de herejes, y ya que no luz de Trento, sí, al menos, candela de cera virgen en el Concilio Vaticano III”.
Jaime Campmany, en Arriba, diario del Movimiento, con fecha del 11 de mayo de 1967, escribió un artículo titulado La sombra de Torquemada -que reprodujo el Boletín del Centro de Documentación del SEU, en su número 14, del mes de mayo de 1.967-, en el que decía:
“Los señores procuradores de la Comisión han aprobado por unanimidad un apartado cuarto del artículo séptimo del proyecto de ley de Libertad Religiosa que dice: ‘La enseñanza en los centros del Estado se ajustará a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia católica’. Tal apartado no existía en el proyecto remitido a las Cortes por el Gobierno; pero pidieron su inclusión varios señores procuradores. Abrió la marcha don Ezequiel Puig Maestro-Amado, apoyado inmediatamente por el canónigo don Fermín Izurdiaga, que se debate en las Cortes con el mismo denuedo que nuestros teólogos en Trento, y por don Blas Piñar que, como notario, tal vez desee formalizar una escritura de propiedad para cada español, de una parcelita en el Paraíso; y por el señor Bárcena, que quiere salvarnos del peligro de que el Enemigo Malo aceche a nuestros hijos, oculto entre las páginas de los libros de texto o dance, con su rabo y su tenedor, entre las palabras de profesores descreídos o de catedráticos herejotes, y por el señor Barón de Cárcer, que abunda, y por el señor Zamanillo, que se suma (y) por el señor Sanz Orrio, que se une”.
Al margen de estos puntos de vista, yo, al menos, recibí varias cartas, con firmas -entiendo que supuestas- de un tono que refleja la categoría moral de los autores. Aunque me resulte repugnante, transcribo el texto de una de ellas, porque conviene que de cara al futuro y a la tergiversación histórica de que estamos siendo objeto, se conozca el clima de aquel momento. “Para Blas Piñar, católico y canalla. Nos cagamos en la hostia y en la puta que te parió. ¡Peligro de muerte! Firman: R. Fernández, A. Prat, A. Rebollo, J. Bernárdez “. (Aparece dibujada una calavera con dos tibias).
Hubo también una crítica más ponderada, como la del diario Madrid, de 4 de mayo de 1967, que recogía de esta forma las posturas que se habían puesto de manifiesto en el debate:
“Ya están perfectamente definidos en el seno de la Comisión dos grupos que, si no antagónicos, se diferencian por el matiz de sus posiciones, claramente ortodoxas, afortunadamente: el de los que podríamos llamar “conciliares” y el de los del “18 de Julio”. Unos y otros se encuentran, por lo demás, en una línea de ponderación muy de tener en cuenta.
“Por personalizar de alguna manera ambas tendencias, añadiremos que la conciliar puede estar representada en don Alfredo López, y la del 18 de Julio en don Blas Piñar. La claridad de ideas, la facilidad de palabra, el dominio del tema y la alteza de miras de ambos oradores -justo es decirlo- está contribuyendo sobremanera a centrar los debates, facilitando así de forma muy positiva el entendimiento entre los procuradores llanos y los Ponentes de la Comisión”.
Por su parte, Arriba, de 9 de mayo de 1967, decía: “Coronel de Palma es orador sin artificio y pensador de línea recta. Dice -como Blas Piñar- cosas duras, profundas, sin cerrar la sonrisa”.
Con esta orientación ponderada, en los números del 11 y 12 de marzo de 1967, en Informaciones, Lola Aguado escribía: “Desde el primer momento, a pesar de llevar la voz cantante, los ultras tenían perdida la batalla, ya procedieran de forma predominantemente emotiva, como el señor Bárcena, ya pertrechados de toda suerte de armamento jurídico, como el señor Piñar (yo he visto al señor Piñar en los intermedios trabajando ahincadamente en la biblioteca, mientras todo el mundo copeaba en el bar).
“Siento temor por ese grupo de ultras, entre los que desde luego no incluiría al señor Piñar … El señor Piñar ha hecho la guerra por su cuenta en este debate, ha trabajado mucho y bien, y merece una palma, aunque sea la del martirio”.
Pueblo publicó unas crónicas objetivas y respetuosas, tituladas Un penibético en las Cortes, firmadas por Juan Aparicio, los días 9 y 10 de mayo de 1967.
El diario Ya, de 9 de mayo de 1967, transcribía parcialmente una de mis intervenciones en el debate: “España -dice el señor Piñar- ha conservado a través de la Historia la unidad católica. ¿Cómo es posible que tratemos ahora de admitir la pluralidad religiosa ? Hay que encontrar una fórmula que salvaguarde la unidad católica y reconozca al mismo tiempo el derecho de una minoría integrada por 8.000 judíos y 30.000 protestantes”.
Entre las críticas que pueden clasificarse de benévolas y hasta de afectuosas, es de justicia destacar las de José María Ruíz Gallardón, y la de Torcuato Luca de Tena, en ABC, del 3 de mayo de 1967. El primero, que sólo pudo cubrir la crónica de la primera sesión (24) decía: “A las cinco y media de la tarde concede la palabra la presidencia a don Blas Piñar. Es realmente importante su discurso, su documentación, la precisión de la idea.
“Da gloria oírle distinguir entre el concepto de derecho, el fundamento y el contenido del mismo. Parte de la dignidad de la persona humana. Pero para él esa dignidad sólo exige una ausencia de coacción. La libertad religiosa tan sólo consiste en la inmunidad de coacción. También insiste en que es necesario fijar los límites del derecho de libertad religiosa, que no son sólo los que marca el orden público, sino, fundamentalmente, el bien común nacional, y ese bien común nacional exige, como derecho de la sociedad española, la defensa del catolicismo, que impregna los actos de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Se apoya en nuestros propios textos constitucionales. Su discurso ha sido realmente espléndido. Sometido a votación el texto propugnado por don Blas Piñar es rechazado, con siete votos a favor.” Torcuato Luca de Tena destacaba, comentando el debate: “la precisión de Blas Piñar, ese hombre que une a su vocación de político excelentes condiciones para serlo”. (25). Mi agradecimiento a ambos. De alguna manera me compensaron de algunas frases, como la de Emilio Romero, en Pueblo, que en una equiparación, para mí odiosa, bajo el título España es diferente, se refería a este “país que produce Blases Piñares y Santiagos Carrillos”.
También estimo como afectuosas las referencias de Mariano del Mazo, en El Alcázar, del 9 al 10 de mayo de 1967: “Blas Piñar ha vuelto a la carga. Mañana y tarde, antes y después. Piñar es un batallador incansable. Nuevos argumentos, nuevas denuncias, siempre está en la brecha. Con las energías del primer día don Blas Piñar insistió ayer en sus afirmaciones de citas y testimonios”.
Hubo también felicitaciones. La que más me llegó al alma fué la fechada el 13 de mayo de 1967, en el Convento de San Esteban, de los Padres dominicos, de Salamanca . Decía así:
“Sr. Don Blas Piñar: Querido amigo: Después del magnífico tratamiento del Proyecto de Ley sobre libertad religiosa en las Cortes, llevado tan principalmente y a tanta altura por Vd., le felicitamos y le damos las gracias, un servidor y otros muchos Profesores de esta Facultad Teológica (P. Arturo Alonso Lobo, P. Santiago Ramírez, P. G. Fraile, P. B. Marina, etc.) que hemos comentado en común sus intervenciones en los debates: con una fe tan sana y valiente, con tanta inteligencia y agudeza dialéctica, con tanto sentido de la responsabilidad católica y española.
“El futuro católico de España se lo agradecerá. Dios se lo pague. Un abrazo muy fuerte. P. Victoriano Rodríguez. OP”
Por su parte, el canónigo lectoral de la Santa Iglesia catedral de Segovia, don Dionisio Yubero Galindo, en carta del 9 de mayo de 1967, me decía:
“Un abrazo … para felicitarle por su actuación auténticamente católica y gallardamente española en la Comisión de las Cortes… sobre el debate de la Libertad religiosa. MUY BIEN, PERO MUY REQUETEBIÉN.
“Así y sólo así es como habla un católico español en pro de uno de los mayores bienes, del bien común español: LA UNIDAD CATOLICA DE ESPAÑA.
“Esta es mi opinión, pero además veo en nuestras conversaciones, y por eso le escribo, que ésta es también la opinión de una gran parte, y creo que la más responsable hoy, del clero de España.
Le abraza fuertemente en Cristo, Dionisio Yubero”.
Es curioso que don Vicente Enrique y Tarancón, obispo de Oviedo, hiciera unas declaraciones al diario La Voz de Asturias, que reprodujo La Actualidad Española, de 16 de noviembre de 1967, en las que se lamentaba de “que algunos procuradores hablaran en las Cortes en nombre de la Iglesia, cuando únicamente defendían ideas políticas”.
Escribí al señor arzobispo con fecha 6 de diciembre de 1967, para que me aclarase el contenido y finalidad de tales declaraciones, a la que me contestó con carta de 22 del mismo mes y año, en la que, entre otras cosas, me decía:
“Puedo asegurarle, no solamente que no me refería a Vd. al hablar de esos “Procuradores “, sino concretamente a otros a los que personalmente ya les había manifestado yo mis recelos por el tono de alguna de sus intervenciones.
“No comparto, es verdad, todos sus criterios, pero le admiro y respeto por su lealtad y honradez y por la alteza de sus miras, que están clarísimas. Si alguna vez me creyera en el deber de hacerle alguna observación porque la considerara conveniente -en cosas, desde luego que pudiesen tener trascendencia- no dudaría en hacérselas personalmente. Estoy seguro de que Vd. las recibiría con magníficas disposiciones.
“Yo quiero decirle, además, que estoy convencido de que Vd., con su postura clara y definida y con la alteza de miras con que procede, hace un bien a la Patria y a la Iglesia.
“Tenga la seguridad de que cuenta con mi respeto y con mi amistad”.
“Le bendice respetuosamente. Vicente. Arzobispo de Oviedo”.
También agradecí muy de veras la carta de mi buen amigo y compañero, notario de Madrid, Juan Vallet de Goitisolo, alma de la revista Verbo. Rezaba así: “Querido Blas. Te felicito por tu actuación en la Comisión del Proyecto de libertad religiosa. Un fuerte abrazo”. (26).
Este haz de felicitaciones culminó en una cena homenaje a los procuradores que compartimos idéntica actitud en el famoso debate. Tuvo lugar el 20 de mayo de 1967, en el restaurante El Bosque, de Madrid. El homenaje se tributaba, según la convocatoria, a don Ramón Albístur, don Agustín de Asís Garrote, don Agustín de Bárcena, barón de Cárcer, don José María Codón, don Luis Coronel de Palma, don Miguel Fagoaga, don Luís Gómez de Aranda, don Fermín Izurdiaga, don Jesús López Medel, don Lucas María de Oriol, don Blas Piñar y don Fermín Sanz Orrio.
De la reseña del acto, que publicó Fuerza Nueva, en el nº 20, de 20 de mayo de 1967, entresaco lo siguiente:
“El sábado, día 20 de mayo, tuvo lugar en Madrid la anunciada cena de homenaje a un grupo de procuradores en Cortes por la labor realizada en defensa de la unidad católica de España, durante la discusión del proyecto de Ley de Libertad Religiosa.
La asistencia de público fue tan numerosa que desbordó la capacidad del amplio comedor donde iba a servirse la cena, por lo que hubo que habilitar una sala colindante, dejando ambos locales comunicados por puertas abiertas.
En la presidencia se sentaron, del grupo de homenajeados, los procuradores Ramón Albistur, Agustín Bárcena, barón de Cárcer, Luis Coronel de Palma, Miguel Fagoaga, Blas Piñar, Fermín Sanz Orrio y José Luis Zamanillo. Excusaron su asistencia por distintos motivos Fermín Izurdiaga, Luis Valero Bermejo, Luis Gómez de Aranda y Jesús López Medel. Por lo que respecta a Lucas María de Oriol y Urquijo, que tampoco asistió, envió una carta, que al día siguiente se publicaba en los periódicos de Madrid, en la que manifestaba que no podía participar en este acto, por estimar el homenaje improcedente, “por prematuro y parcial”. (27).
“Ocuparon también puestos en la presidencia el marqués de Valdeiglesias, Roberto Reyes, el Padre Oltra, Rafael Gambra, Jaime Montero y otras personalidades”.
“Piedras contra la fe”
“Empezada la cena, algunos “valientes”, amparándose en la oscuridad de la calle, arrojaron piedras contra las ventanas de la sala. Algunas rompieron los cristales y entraron en el interior, sin que por fortuna hubiera que lamentar lesiones. Tras la sorpresa de tan vil y cobarde atentado, los asistentes, entre los que había muchas señoras, reaccionaron con gran calma sin que en ningún momento hubiera alarma o confusión. Al mismo tiempo, un grupo numeroso de asistentes a la cena se lanzó a la calle. Pero, pese a la rapidez de su salida, los agresores habían desaparecido. No podemos por ello saber a qué grupo ideológico hay que achacar una actitud tan poco “conciliar”, si a los “hermanos marxistas” o a los “comunistillas de sacristía”. En cualquier caso da lo mismo, pues el simple hecho de que aquellas piedras arrojadas contra un acto de fe católica pudieran venir indistintamente (o conjuntamente) de unas y otras manos, marca claramente hasta dónde se ha llegado en el diálogo “católico marxista”.
“Adhesiones”
“Terminada la cena se procedió a la lectura de las cartas y telegramas de adhesión, llegados de toda España. Los nombres de los firmantes, el ardor de los textos y el significado de las organizaciones adheridas fueron caldeando el espíritu de la sala, que con frecuencia prorrumpió en aplausos, que se convirtieron en ovación cerrada cuando, como broche de oro de aquellas adhesiones, fué leída la siguiente carta de monseñor Olaechea, arzobispo de Valencia, dirigida a Blas Piñar.
“Muy querido amigo: Reciba mi aplauso más cordial, y con usted todos esos grandes amigos, procuradores en Cortes, que han trabajado sin descanso y con entero acierto en la discusión del Proyecto de Ley del Derecho Civil a la Libertad Religiosa.
“’Han sido ustedes fieles a la mente del Concilio Vaticano II en esta nuestra España, la de inmortal unidad religiosa, tesoro que hay que transmitir íntegro a la futura generación, don el más precioso'”, en palabras de nuestro Santísimo Padre el Papa Pablo VI, de orden y unidad superior para la promoción social, civil y espiritual del país.
“Obligados ustedes a discutir … nada menos que un proyecto de ley sobre el Derecho Civil a la Libertad Religiosa, no han podido estar mejor en la discusión de su articulado”.
“ Ténganme con ustedes y de todo corazón en ese ágape fraterno y reciban con un gran abrazo la expresión de toda la gratitud y la más larga adhesión de su gran amigo Marcelino”.
“Intervención de Rafael Gambra”
“A continuación se levantó Rafael Gambra para ofrecer el homenaje. Sus palabras fueron una magistral exposición de los errores a que puede llevar en el plano religioso una equivocada interpretación de la doctrina del Concilio. Refiriéndose a la agresión hecha poco antes contra la sala, dijo: “Estas piedras son las primicias de la libertad religiosa”.
“A continuación, entre interrupciones constantes por los aplausos, sus palabras contundentes, rigurosas, ardientes de fondo y frías de forma, caían como mazazos sobre los errores religiosos que nos está tocando vivir”.
“Contesta Blas Piñar”“Para agradecer el homenaje, en nombre propio y de sus compañeros de las Cortes, se levantó Blas Piñar. Sonaban aún los aplausos cerrados a Rafael Gambra, y la ovación al orador que terminaba se fundió con la tributada al que iba a contestarle. Blas Piñar, en pie, tuvo que esperar a que los aplausos cesaran para poder hablar. Lo hizo de forma ardiente, que fue ganando pasión a lo largo del discurso, sin perjuicio ni de la claridad de la exposición ni de la contundencia de la argumentación. Hubiera sido trabajo inútil contar las veces que fue interrumpido por los aplausos y ovaciones, ya que orador y público formaban una comunión espiritual, en la que la palabra y el aplauso se complementaban. A vuela pluma, unas cuantas frases iban grabándose en nuestro cuaderno de notas”:
“Por encima de todos los encasillamientos, estamos dispuestos a luchar por la unidad y la integridad de la Patria”.
“Con arreglo a la doctrina de la ‘Populorum Progressio’, un país como el nuestro, que tiene entre sus valores espirituales el valor supremo de la unidad religiosa, no puede sacrificarlo a los contubernios exteriores”.
“Nuestra preocupación, la de los procuradores a quienes hoy nos honráis, fue sentar en las Cortes que nuestra postura era la más ecuménica”.
“La unidad religiosa es un bien, el pluralismo se acepta con paciencia como un mal inevitable”.
“Sería un fraude que un Estado que se declare confesionalmente católico, no impartiera en sus centros oficiales la enseñanza católica, y consintiera, en cambio, que ciertos profesores no sólo no la impartan, sino que incluso den enseñanzas contrarias a la religión y a los principios políticos del Estado, como está ocurriendo”.
“Una religión no es verdadera porque lo diga la mayoría. En cambio, si un Estado es católico porque cree verdaderamente en esa religión, debe hacer una proclamación explícita de esa creencia”.
“España, con todos sus defectos, gracias a esa vilipendiada unidad religiosa, está pariendo miles de sacerdotes que mantienen el catolicismo en todo el mundo. ¿Cómo puede nadie extrañarse, si con las nuevas tendencias disminuyen y desaparecen las vocaciones?”.
“Se ha intentado convencernos de que deberíamos sacrificar la unidad religiosa de España al bien común universal. Pues bien, en nombre del bien común universal, y no sólo del nuestro, debemos mantener la unidad religiosa de España. para ejemplo y enseñanza del mundo católico”.
“Terminó Blas Piñar su discurso con una frase cuya trascendencia no hace falta resaltar. Dijo: Desearíamos que en esta ley hubieran acertado los que consiguieron en las Cortes hacer triunfar unas ideas distintas a las nuestras. Pero si se han equivocado, Dios y la Patria nos juzgarán a todos”.
“El público se puso en pie y aplaudió entusiásticamente a Blas Piñar durante varios minutos”.
Los comentarios a esta cena fueron muy diversos; en ¿Que pasa?, 27 de mayo de 1967, se consideró el homenaje impresionante en su espléndido escenario e indescriptible en cuanto a la interpretación magistral que lograron sus protagonistas, y daba la siguiente versión:
“Se adhirieron a la cena-homenaje, entre muchísimos más: Los Círculos Vázquez de Mella y las Hermandades de Ex Combatientes de los Tercios de Requetés, el Consejo Nacional de la Comunión Tradicionalista, el general Díaz de Villegas, Ignacio Romero Raizabal, los señores Lizarza, José Sequeiros, Ramón Tatay, María Amparo Munilla, González Quevedo, Pascual Agramunt, Abelardo de Carlos, Francisco A. Patiño Valero, Excmo. y Rvdmo. Sr. Arzobispo dimisionario de Valencia, doctor Olaechea.
“Se recibieron cartas y telegramas en tal cantidad que resultó imposible hasta sólo leer el nombre de los firmantes. Tampoco se leyeron, como es natural, las seis cartas -seis exactamente- que no eran de adhesión, sino de insultos, ultrajes y vituperios. En dos de esas cartas se atacaba por modo inconcebible y repugnante a la Eucaristía. A las once y veinte -nos informa un miembro de la Comisión Organizadora- se nos avisó que a las once y media estallaría una bomba … ¡No!. Lo que estallaron fueron los cristales, gruesos ciertamente, de uno de los ventanales del comedor central …”.
Desde un punto de vista totalmente contrario y adverso, el semanario Destino, de Barcelona, de 27 de mayo de 1967, con el título Los hombres de El Bosque, publicaba este reportaje:
“Ese primer paso de personas tan pías me alarma mucho. Y también encuentro raro el nombre del restaurante escogido para poner la primera piedra de un futuro posible edificio partidista. La denominación ‘Hombres de El Bosque’, o ‘Grupo de El Bosque’, se presta a interpretaciones maliciosas. Peor sería, desde luego, hombrecillos del bosque”.
Pueblo, por su parte, de 19 de mayo de 1967, se manifestaba así: “el móvil predominantemente religioso de la adhesión ha hecho preferible, en este caso, la denominación de Cena a la pagana de Banquete. La comunidad ideológica sobre un concepto tan aséptico como el integrismo religioso requiere un compensación de buena mesa”.
En la misma línea, La Vanguardia Española, de 28 de mayo de 1967, bajo la firma de Enrique Sopena, se hacía eco de la cena homenaje en estos términos:
“Que se reúnan 500 personas para congratularse públicamente porque se haya intentado, desde los escaños parlamentarios, acomodar el Concilio a España, cuando lo lógico parece ser lo contrario, nos retrotrae a viejos nacionalismos religiosos, (a) enfrentarnos al ecumenismo romano”.
La desinformación y la ofensa alcanzó su ápice en el artículo ‘Los hermanos separados’, de Jaime Campmany, publicado en Arriba, del 23 de mayo de 1967, en el que me atribuía una frase que no podía dejar sin respuesta. Envié una carta al diario, que apareció al día siguiente, 24 de mayo, y que decía así:
“Señor director: La campaña de ironías con que la Prensa, salvo contadas excepciones, ha coreado mi intervención y la de otros procuradores en Cortes, en el debate del Proyecto de ley sobre el Derecho Civil a la Libertad Religiosa, culmina con el artículo publicado en el número de Arriba correspondiente al día de la fecha, suscrito por don Jaime Campmany, que lleva por título: Los hermanos separados”.
“A la ironía se une en este caso el error, puesto que yo no pronuncié las palabras que me atribuye y que jamás han pasado por mi imaginación”.
“Estimo que es un deber de ética profesional exigir al señor Campmany, que confiesa no haber estado en el banquete, verificar sus fuentes informativas. Sólo una ligereza inadmisible y la rapidez de su pluma, explican que se haya permitido escribir: Más tarde, don Blas Piñar diría que los que vengan a predicar otras religiones han de hacerlo con el espíritu de nuestros misioneros, dispuestos al martirio ….”.
“Les agradeceré que, para la debida claridad de los hechos, publiquen en el número de mañana, de Arriba, esta carta, insertando a continuación el texto, que les remito, de mi discurso contestando al profesor don Rafael Gambra, e inmediatamente posteriores a la pedrea de que fuimos objeto por parte de los amigos de una insana y mal entendida libertad religiosa. Muy atentamente le saluda. Blas Piñar”.
Jaime Campmany, en una Aclaración, publicada también en el mismo número de Arriba, es decir, el correspondiente al 24 de mayo de 1967, escribió: “En mi “pajarita” de ayer atribuí a don Blas Piñar cierta frase acerca del espíritu con que debían venir a España los que desearan practicar otras religiones. La atribución, por lo visto, es errónea. Algún orador habló de eso en el banquete de referencia, pero ese orador no fue don Blas Piñar. De cualquier forma, el sentido de aquel acto y mis opiniones sobre el tema quedan invariables”.
De la pedrea de que fuimos objeto por los partidarios de la libertad religiosa sin límites, se hicieron eco algunos medios informativos como la Hoja del Lunes, de 22 de mayo de 1967. En el “homenaje a un grupo de procuradores en Cortes -informaba- un grupito de alborotadores quiso acercarse al lugar del acto para deslucirlo. Fracasó el conato por la decisión de los reunidos”. Hasta el semanario alemán Der Spiegel, en su número del 10 de julio de 1967, con énfasis, en una crónica llena de resabios, reconoce, sin protestar por la agresión , que “las piedras cayeron sobre una cristalera del feudal restaurante madrileño El Bosque.
“Desgarradura de nuestro ser”
No he dicho que la ley sobre el ejercicio del derecho civil a la libertad religiosa, que lleva fecha del 28 de junio de 1967, fue aprobada, promulgada y publicada en el Boletín Oficial del Estado de 1 de julio. El marqués de Valdeiglesias, en El Correo Español-El Pueblo Vasco, escribió sobre dicha ley lo siguiente:
“Significa una violenta desgarradura de nuestro ser, la pérdida legal de esa unidad católica que, desde Recadero, había constituido el rasgo más acusado de nuestra nacionalidad.
La reciente ley de libertad religiosa, aprobada por la correspondiente Comisión de las Cortes, ha puesto, en efecto, punto final a una etapa de nuestra historia -una larga etapa, quizás toda nuestra historia- a lo largo de la cual, según se ha dicho por plumas autorizadas, la verdadera conciencia de nuestra hermandad nacía de esa unidad de creencia. ‘Esa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra’. La afirmación es sobradamente conocida. ¿Se cumplirá el vaticinio subsiguiente: ‘el día que acabe de perderse ( la unidad religiosa ), España volverá al cantonalismo de los arévacos y los vectones o reyes de Taifas’?
“Son síntomas graves, pero el que me parece más penoso de todos ha sido el estilo que, en general, se ha dado en los comentarios periodísticos a este acontecimiento -júzguesele como se quiera, pero indiscutiblemente tan trascendental para España-, que significa el fin de su unidad religiosa desde el punto de vista jurídico. Este estilo lo sintetizaría en dos rasgos: total tergiversación de la postura adoptada por los procuradores que intentaron corregir determinados aspectos del proyecto de ley e intento de ridiculizarles”.
“Resulta más doloroso -aunque quizás también más revelador- el tono de los comentarios suscitados por la oposición al proyecto de ley: Sombra de Torquemada, integrismo cerril, anticonciliarismo, inadaptación a las exigencias de los tiempos …. Los hábiles manejadores de los vientos de la Historia habrán sonreído satisfechos ante estos improperios y sarcasmos tan fáciles. La consabida consigna de tildar como seres extravagantes y anacrónicos a los que intentan poner obstáculos a sus designios, ha sido perfectamente aplicada al caso”.
Terminaba su artículo el marqués de Valdeiglesias aludiendo a la intensificación de las enseñanzas acatólicas o anticatólicas en nuestros centros docentes, por respeto a la conciencia de un posible disidente, pero sin ese mismo respeto a la conciencia de los católicos, que se creían amparados por el principio de confesionalidad del Estado y por la misma declaración conciliar de reconocimiento de una religión verdadera, “quedando, además, el Estado indefenso frente a actos netamente políticos dirigidos contra él”. (28)
Llamadas al Capítulo
(1) Conviene destacar la actitud de monseñor Lefebvre.
(2 ) Henri Fesquet decía en Le Monde, refiriéndose al cambio, que se había producido una total revolución en la Iglesia al reconocer el derecho al error que tiene cada hombre. Por mi parte traté de esa difícil conciliación en mi conferencia en Lausanne (Suiza): Libertad religiosa: Teología y Derecho, publicada en Verbo, nº 47-48. pág. 435 y s. (Hay separata).
(3) Pío VII: “(Si) se establece la libertad de todos los cultos, sin discriminación, se confunde la verdad con el error y se pone en el mismo plano a las sectas y a la Esposa de Cristo. (Ubi arcanum). En la misma línea de pensamiento se manifiestan León XIII (Inmortale Dei y Libertas), y Pío IX (Syllabus y Quanta cura).
(4) El Concordato español, de 27 de agosto de 1953, dice: “La Religión Católica, Apostólica, Romana, sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y las prerrogativas que le corresponda en conformidad con la Ley Divina y el Derecho común”.
(5) El mismo Pablo VI, al inaugurar el 14 de noviembre de 1965 el Colegio Español de Roma, dijo: “ vuestra nación justamente se gloría de esa unidad católica que ha sido -y es- florón en tantos siglos de Historia”.
Juan XXIII afirmó en Zaragoza, el 24 de septiembre de 1951, con ocasión del V Congreso Ecuménico, “ que el Señor os conserve la unidad en la fe católica”.
En esta línea de pensamiento don Vicente Enrique y Tarancón dijo que “la unidad católica es un bien inestimable que debemos conservar”. (Declaración a la prensa de Oviedo del 3 de diciembre de 1964); don Casimiro Morcillo entendía que “en España, la unidad católica es el principal elemento cohesivo de la unidad nacional (y) romperla sería tanto como privarse del mejor punto de apoyo para nuestro resurgimiento y prosperidad. (Conferencia en Vich, sobre La unidad religiosa según Balmes, Ya, de 9 de julio de 1965). Por su parte, Antonio Garrigues, embajador de España ante la Santa Sede.
MUY INTERESANTE
Gracias a D. Blas Piñar y Alerta Digital por el esfuerzo que realizan para poner a disposicion de todos los españoles este libro tan importante para España que deberia ser asignatura obligada en los colegios, ya que relata con una increible precisión unos de los periodos mas importantes de nuestra gloriosa HIstoria, que muchos de nuestros enemigos intentan silenciar y cambiar.
Cuánta razón tenia nuestro Caudillo cuando en su testamento dijo que los enemigos de España y de los cristianos estan alerta.
D. Blas, usted hace mucho que ya tiene un lugar en la Historia de España.