Fue golpeada con un látigo día y noche, pasó hambre y sobre todo miedo, mucho miedo. Sharon Churchill está convencida de que seguiría siendo un rehén de su marido egipcio de no haber sido por la mediación de funcionarios de la embajada de Nueva Zelanda en Egipto, que le ayudaron a escapar el pasado 14 de febrero.

De 41 años de edad y nacida en Tirau, en el norte de Nueva Zelanda, Sharon Churchill sufrió abusos psicológicos y las palizas constantes durante cinco meses de su marido egipcio, del que cometió el error de enamorarse durante unas vacaciones al país de las pirámides. Su historia podria ser también la de cientos de mujeres occidentales víctimas como ella de la barbarie islámica.

Nada hacía presagiar el calvario que aguardaba a Sharon Churchill cuando en abril de 2011 conoció a su futuro marido, propietario de un restaurante en el pueblo de Dahab, en el sur de Egipto, famoso por sus aguas aptas para buceadores.

“Era burbujeante, divertido, ingenioso”, explica la incauta al periódico Daily Post. A su regreso a Nueva Zelanda, Sharon siguió en contacto con el egipcio. Al principio fueron cartas. Luego permanecía varias horas enganchada al teléfono cada día. “Estamos perdidamente enamorado”, explica. Él le correspondía diciéndole que se trataba de la  “mujer de sus sueños”. Tanto que le propuso volver a Egipto. Ella aceptó y voló nuevamente para encontrarse con su amante mahometano.

A los pocos días del reencuentro tuvo que partir apresuradamente a Nueva Zelanda ya que su madre cayó enferma. Antes sin embargo firmó un contrato de matrimonio, que se consumó apenas un mes más tarde.

Poco duró el romance. A las tres semanas, los desposados tuvieron su primera discusión. “Me agarró y tiró al suelo. Allí comenzó a golpearme todo el cuerpo con los dos pies”. Fruto de la agresión, la neozelandesa sufrió la rotura de una pierna. Convaleciente en la cama, sin poder moverse, dependía por completo de su marido. “Me tenía completamente bajo su control y logró apropiarse de 50.000 euros que tenía ahorrados. Dijo que sería para cubrir los gastos de la casa, aunque no tardó un adquirir un coche por 20.000 dólares”.

Entre tanto, el drama de Sharon se acrecentaba. “Hubo días que me tenía sin comer ni beber. Perdí 12 kilos en seis semanas. Casi estuve a punto de morir por inanición.

Una noche de febrero, Sharon logró subir hasta la azotea del edificio para desde allí pedir ayuda. “Al escuchar mis voces subió como un loco y comenzó a golpearme con un látigo de los que se utilizaban para reducir a los esclavos. Me rompió la piel de los brazos y piernas, mientras me insultaba y me decía que nadie me ayudaría. Yo sabía que me mataría antes de dejarme libre”.

Al día siguiente, Sharon logró burlar la vigilancia de su marido y contactar con la embajada de su país para pedir ayuda. Barbara Welton fue la funcionaria que la atendió y quedó aturdida por su relato. Batalló con las autoridades de Egipto para poder ver a su compatriota. La respuesta siempre era la misma: Sharon Churchill contrajo matrimonio voluntariamente con un ciudadano egipcio y, por consiguiente, estaba sometida a las leyes islámicas.

Finalmente, ante sus amenazas de que el ‘caso Sharon’ provocaría un escándalo internacional, las autoridades egipcias decidieron intervenir. Dos diplomáticos de la embajada acudieron hasta el domicilio de la víctima acompañados por 12 policías. Pudo ser rescatada y conducida hasta una Comisaría, donde firmó su divorcio asesorada por un abogado de la legación diplomática.

Sharon quiere aprovechar el resultado de su inconsciencia para advertir a otras mujeres occidentales que cometan su mismo error. “Si eres occidental y te casas en el Medio Oriente con un musulmán, pasas a ser de su propiedad. Y no todas tendrían la suerte que yo al poder ser ayudada por mi embajada”.