El suicidio demográfico de España
Iván Vélez.- Alejandro Macarrón Larumbe (Avilés, 1960) publicó el pasado año el libro El suicidio demográfico de España (Ed. Homo Legens, Madrid 2011, 269 págs.), trabajo que trata de someter a análisis uno de los problemas más graves por los que atraviesa la Nación española: el estancamiento, cuando no retroceso numérico, de su cada vez más envejecida población.
La obra de Macarrón une al rigor propio de un trabajo de este tipo, su oportunidad en un contexto en el que el fortalecimiento de la capa conjuntiva de España, en la creencia de que la política se limita al juego partitocrático que se escenifica en los hemiciclos, oculta tan grave problema ligado al origen biológico de lo que a menudo está en juego: la supervivencia de la propia Nación con mayúsculas, la de carácter político.
Con la novedad de la aplicación de técnicas estadísticas avanzadas, El suicidio demográfico de España trata sobre un material más que trabajado desde hace siglos. En efecto, la preocupación por la composición y contaduría de la población hispana tiene una gran tradición y trascendencia. Los censos, recuentos, catastros y vecindarios, son muy frecuentes en España sobre todo a partir del siglo XVI, alcanzando gran detalle en el XVIII gracias a los procesos reformistas emprendidos por los Borbones. El alcance y objetivo de los mismos fue dispar, de ahí que podamos remontarnos a las cartas pueblas locales del siglo IX o referirnos a trabajos más amplios como el Censo de reclutamiento militar, confeccionado por Alonso de Quintanilla en 1482, las Relaciones Topográficas y el Censo especial e moriscos y esclavos, obras ambas encargadas por Felipe II, o el Vecindario de leva de soldados realizado en 1693. Como se observa, al conocimiento de los individuos que habitaban el territorio, se unían intereses que iban referidos a las tres capas de la sociedad política española: basal, pues al conteo de los habitantes se unía el conocimiento de los recursos; conjuntiva, los censos servían para la recaudación de impuestos; y cortical, como demuestra el interés en hacer acopio de soldados.
Hechas estas consideraciones, hemos de regresar a la obra que venimos comentando. Apoyada en un gran aparato gráfico, la obra denuncia, desde sus primeras páginas, los principales problemas que se perciben al analizar las cifras que ofrece, sobre todo, el Instituto Nacional de Estadística. A grandes rasgos, éstos consisten en la baja tasa de fecundidad de las mujeres españolas, apenas compensada por la de las madres extranjeras, y el envejecimiento de la población, cuestiones que, en detalle, incorporan aspectos problemáticos en diversos sentidos.
Por las páginas del libro planea una cifra: 2,1 es decir, el promedio de hijos por mujer que pueden asegurar la reposición de la población existente, cifra de la que las españolas se alejan si tenemos en cuenta que en 2010 se situó en un insuficiente 1,38, al que se llegó con la ayuda de las madres extranjeras. Con unos registros tan alejados de la tasa de reposición, el futuro parece oscurecerse, pues nuestro autor conecta envejecimiento poblacional con ausencia de atractivos para el asentamiento de nuevos habitantes extranjeros que pudieran también dinamizar la economía.
Y es que precisamente la incidencia de la inmigración es uno de los temas centrales del libro. Tema polémico, pues recordará el lector que no hace muchos años, por España circuló, sobre todo en ambientes autodenominados «de izquierdas», un lema que rezaba: «ningún ser humano es ilegal». Frase que obviaba un detalle fundamental, a saber: que los que llegaban a las costas españolas tras jugarse la vida en una patera, o entraban a España en avión procedentes de Hispanoamérica, no eran seres humanos que venían a «enriquecernos culturalmente» –que también este ideologizado argumento se escuchó–, sino ciudadanos de sociedades políticas concretas que llegaban para intentar mejorar sus vidas y a menudo las de sus familias. Ocurre también, que no es lo mismo un ser humano islamizado que uno cristianizado. Y esta circunstancia no es accesoria cuando se observa que en Cataluña y Murcia, por no hablar de Ceuta y Melilla, el creciente número de musulmanes no dejará indiferente el futuro de tales tierras y aun el de la propia España, que si bien pudiera mantener su unidad –cosa esta altamente discutible a la luz del panorama político actual– vería seriamente comprometida su identidad.
Sea como fuere, lo cierto es que una de las conclusiones a las que llega Macarrón, extendiendo su análisis a otras naciones de diferentes credos religiosos, es que la elevación del nivel económico de las sociedades conlleva la bajada de la natalidad, por supuesto debido a la incidencia de lo que se ha llamado «planificación familiar», pero también a otros factores que tampoco gustarán a los rigoristas del progresismo. A los métodos anticonceptivos y a la incorporación de la mujer a la vida laboral extrahogareña, añade el autor el impacto de las políticas españolas despenalizadoras del aborto o las facilidades de disolución matrimonial, a lo que debemos unir el desdibujamiento de tal concepto, merced a los políticamente correctos oficios de la dócil RAE, quien ya acepta un matrimonio sin madre.
En definitiva, el panorama descrito por Macarrón resulta desolador, particularmente en regiones como Galicia, Asturias o Castilla-León si de lo que se trata es de realizar el análisis sobre la división administrativa o autonómica actual, trabajo asequible por disponerse de estas cifras desde las propias administraciones, talladas a tal escala. Otras conclusiones, acaso más interesantes e ilustrativas, se podrían obtener introduciendo las oposiciones campo/ciudad o interior/costa, pues la distribución de la población en relación con tales disyuntivas nos llevarían a introducir un prisma basal que pondría al descubierto estrategias políticas que el perfil autonomista a veces diluye.
En cualquier caso, Macarrón extrae una conclusión difícil de digerir en determinados contextos. En relación con la baja tasa de natalidad, problema que resulta ser el más acuciante para el futuro de los nativos españoles, don Alejandro resuelve que se trata en gran medida de una falta de voluntad por parte de los posibles padres. Voluntad que, por otro lado, se ve comprometida por una serie de factores que si en algunos casos resultan insoslayables –por ejemplo los de carácter económico-, en otros brotan de atmósferas ideológicas tan extravagantes que llevan a la infertilidad por motivos ecológicos como los defendidos por el multimillonario norteamericano Ted Turner, verdadero ángel custodio de la observancia del cumplimento con la «huella ecológica» asignada a cada individuo que habita el planeta.
En cuanto a las posibles soluciones que se apuntan, el autor las distribuye en dos grandes bloques, las que, de forma descendente, pueden partir de las esferas políticas, y las que, en sentido contrario, apelan a los propios ciudadanos, ambas, lógicamente interrelacionadas. Por lo que respecta a los primeros, no parece que los políticos españoles sean conscientes de la magnitud del problema, a lo que hemos de añadir la ecualización que no sólo en materia económica, se ha llevado a cabo en España entre los partidos políticos mayoritarios. A este respecto, será interesante observar el alcance de la reforma de la Ley del Aborto, iniciativa que ya ha recibido fuertes críticas tras el anuncio hecho por el Ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, de modificar una la ley confeccionada por el gobierno socialdemócrata de José Luis Rodríguez Zapatero, en el que tanto protagonismo tuvo su Ministra de Igualdad, y después de Sanidad, Bibiana Aído, decidida defensora de lo que se calificó como «interrupción voluntaria del embarazo», quien en 2009 fue capaz de pronunciar las siguientes palabras: «El feto es un ser vivo, pero no puede afirmarse que sea un ser humano porque eso no tiene ninguna base científica».
Como es sabido, la postura en torno a tan crucial tema, en relación con la cuestión demográfica que nos ocupa, viene a menudo envuelta en ropajes ideológicos adscritos a un feminismo cautivo, entre otros, de un arcaico formalismo fisiológico que sólo reconoce como ser humano a aquel que muestra unas características morfológicas equiparables con la del nacido. Tan potente nematología abortista, que desprecia de este modo los aportes de la embriología, muestra sus debilidades cuando se rasga las vestiduras ante casos como el recientemente acaecido en un país tan sensibilizado con el problema demográfico como es China, donde una mujer fue obligada a abortar y pernoctar con el feto que crecía en su vientre ya en el séptimo mes de embarazo.
En este sentido, gran parte de las posturas abortistas –en particular algunos de sus lemas: «nosotras parimos, nosotras decidimos», «en mi cuerpo mando yo»…–, marcadas, entre otros factores, por su férreo individualismo, recuerdan al estado de salvajismo descrito por Morgan y del que ya dio noticias el cronista español Gonzalo Fernández de Oviedo hace casi 500 años:
«Tienen muchas de ellas por costumbre que cuando se empreñan toman una yerba con que luego mueven y lanzan la preñez, porque dicen que las viejas han de parir, que ellas no quieren estar ocupadas para dejar sus placeres, ni empreñarse, para que pariéndose les aflojen las tetas, de las cuales mucho se precian, y las tienen muy buenas; pero cuando van al río y se lavan, y la sangre y purgación luego les cesa, y pocos días dejan de hacer ejercicio por causa de haber parido, antes se cierran de manera, que según dicen los que a ellos se dan, son tan estrechas mujeres, que con pena de los varones consuman sus apetitos, y las que no han parido están que parecen casi vírgenes».
Las consecuencias demográficas de la incidencia del aborto, los 100.000 abortos que se practican en España al año, no se hacen esperar, pues estas prácticas suponen la eliminación de un 40 % del total de los niños necesarios para conseguir el relevo generacional según los cálculos de Macarrón.
En el comienzo de la segunda década del siglo XXI, España, inmersa en una grave crisis económica y política, ha perdido ya habitantes. La situación recuerda, en algunos aspectos, a lo ocurrido a finales del siglo XVI, cuando la población española peninsular comienza a decaer debido a la emigración al Nuevo Mundo, las epidemias, la expulsión de los moriscos e incluso al auge del celibato unido a la vida eclesiástica. Si entonces este último factor, la entrega a la infértil y a menudo mortificante vida religiosa vio consumirse sin descendencia a alrededor del 10% de la población en edad de procrear, hoy el porcentaje de españoles sin descendencia, descontados los casos en los que la esterilidad lo hace imposible, es aun mayor, y no por la entrega de los potenciales procreadores a un inexistente Sumo Hacedor, sino por el estricto cumplimiento de los cánones y dictados, en ocasiones más prietos que un cilicio, que imponen los modelos de la felicidad canalla. Las consecuencias, sin embargo, serán inevitables, hasta el punto de que al final de este proceso se atisba el peligro que se contiene en el subtítulo de esta obra: ¡Vae infertilibus!
Por desgracia en occidente son muchas las que se abren de piernas con cualquiera, pero sólo por vicio y placer. En cuanto a natalidad, cero.
Ahí es donde se demuestra la superioridad de occidente, en los calzonazos y en la “liberación” de la mujer. Escrito lo dejó el compañero de correrías de Karl Marx: “La liberación de la mujer –sostiene Engels- pasa por la destrucción de la familia y su ingreso al mercado del trabajo. Así, ocupará su lugar en la sociedad de producción, ya sin el yugo marital ni la carga de la maternidad.” Y no como esos incivilizados medievalistas de musulmanes, añadiría yo. Disfrutemos de la bomba demográfica sionista que nos espera.
Y como está el país, promover la natalidad es inviable. Simplemente al pensar en los gastos que acarrea un niño, tira para atrás a cualquiera.