BD.- La simulada sodomización del oso de la Puerta del Sol de Madrid por un homosexual en traje de Adán durante la enésima celebración orgiástica de la vulgaridad y la grosería hecha Orgullo Gay no es sólo un episodio más de la clásica chabacanería del susodicho colectivo en su Día Grande, sino que es una acción cargada de significado. Recordemos que la estatua del Oso y el Madroño representan las armas de la villa y corte de Madrid. El significado no puede ser más evidente: el movimiento gay se folla (seamos castizos por una vez: le da por el culo) aquello que se supone representa a la comunidad, vale decir su memoria histórica, sus señas de identidad, sus símbolos multiseculares…

No tengamos dudas: este marica ha realizado el bochornoso simulacro en cuestión como podría haber hecho como si se limpiara el omega con la bandera nacional o vomitara sobre un crucifijo. La intención no es jocosa o lúdica, como a buen seguro querrán algunos pretender justificar esta vergonzosa payasada con la excusa de la “transgresión” en un marco festivo, sino claramente malintencionada, vejatoria e injuriante. Malvada, por decirlo sin más vueltas.

Aunque el origen de muchos símbolos heredados del pasado nos es a menudo desconocido, lo cierto es que estos representan la tradición, la continuidad histórica, la personalidad cultural, el lazo de unión entre el ayer y el hoy, en definitiva: la identidad colectiva de un pueblo.

Los símbolos expresan en sus representaciones materiales e inmateriales (estatuas, banderas, himnos…) unos valores, una historia, una memoria, unos acontecimientos que conforman la biografía colectiva de una nación. Toda burla, escarnio y agresión a los símbolos, está dirigida obviamente a lo que representan, y más allá de eso al conjunto de quienes hacen suyos esos símbolos y los incorporan a su propia historia y a su memoria personal.

Sea cual sea el significado del símbolo por excelencia de la capital de España (el oso y el madroño figuran en el escudo de la ciudad), su origen se remonta a la Edad Media. Aquí hay historia, y por lo tanto memoria e identidad. Es decir, hemos topado con el enemigo, con el supremo mal: la sociedad constituida sobre el reconocimiento de su pasado, la pertenencia cultural, la identidad histórica. Así, zaherir y vilipendiar a los símbolos se convierte en un acto revolucionario, por más que lo lleve a cabo un desfachatado marica y su provocación no logre sobrepasar el grado de acto excremental, totalmente acorde a la disentería mental de estos energúmenos que parecen cifrar su mayor aspiración vital en enseñar el culo por las calles.

Para el homosexual rabioso de la clase aquí tratada, afiliada al lobby sodomita con hambre de poder y sed de tiranía, todo empieza y acaba con la existencia destinada a la nada que su esterilidad sin remedio lo avoca inexorablemente. La Historia es un todo que une el pasado al presente y se proyecta en el futuro. La filosofía, hedonista y nihilista al mismo tiempo, de la sociedad que ha parido el fenómeno cuya máxima expresión multitudinaria el el Orgullo Gay ni sabe de pasado ni tiene nada previsto para el futuro, para ella sólo el presente importa, el egoísmo sin mañana, el ombligo profundo, la vida sin trascendencia. Estamos ante otra faceta de esa cultura de la muerte que ha inflitrado el organismo de las naciones que se han apartado de la recta obediencia a las leyes del buen vivir de las sociedades humanas. Poco a poco la sangre se va convirtiendo en ceniza, en medio del griterío de la bacanal perpetua, al borde de la nada.

El movimiento homosexualista es el enemigo nato de la sociedad organizada, del orden establecido, una empresa subversiva permanente, un agente perturbador, particularmente virulento en esta fase avanzada de descomposición general. Hacía ahí van todas las puyas, todos los insultos, todos los escupitajos de esta gente. No hay en las manifestaciones cada vez más desacomplejadas y groseras de la especie gay ninguna reivindicación de derechos supuestamente conculcados o denuncia de una discriminación cualquiera, que de haberla corre en su favor, ya que hoy en día, en determinados círculos, el ser homosexual y además parecerlo es un plus, una nota superior, una llave que abre puertas. El movimiento gay, el homosexualismo militante, no marcha a favor de nada (lo tienen todo) si no es a favor de la erosión y destrucción de todo valor tradicional, todo orden, todo equilibrio, en breve: la sociedad normal basada en reglas y normas incompatibles con la voluntad suicida de los grupos y elementos cuya intrascendencia vital, cuyo vacío existencial quisieran hacer extensivo al conjunto de la sociedad.

Decía un escritor francés (tal vez Bernanos) que: “Cuando los homosexuales y los travestis empiezan a salir de sus agujeros y a pulular en la plaza pública, es el signo anunciador de la caída de Roma”. Cuando vemos las avenidas de las grandes metropolís inundadas de este género, desatados sus miembros en un campeonato de fealdad agresiva y vociferante mariconería, percibimos hasta qué punto de decadencia estamos llegando.

No nos interesa, por supuesto, las intimidades de la vida privada de las personas y consideramos en definitiva que la sodomía entre hombres y otras prácticas sexuales condenadas por las sanas costumbres y la moral religiosa no es más que una actividad de ocio privada que nunca debiera ser objeto de exhibición pública y menos ser promovido como ejemplo de vida. Tampoco entramos en el tema de si las preferencias sexuales de las personas determina infaliblemente un grado concreto de moralidad y decencia. Este es otro debate.

Para resumir, no nos interesan los juegos de cama de nadie ni tenemos nada en contra de los homosexuales, gays, invertidos, sarasas o como quieran llamarse. Pero estas locazas ridículas y ordinarias, estos despreciables monigotes que dan el espectáculo en la vía pública, el alma desnuda y el culo al aire, son lo que en castellano cervantino el pueblo español denomina, en su retórica llana y sin artificios, maricones de mierda.