¿Estado laico o anticatólico?
La laicidad que ha impuesto el PSOE es más bien una ‘lelicidad’ como doctrina derivada del alelamiento de una sociedad tan indolente como frívola e ignorante. Cualquier majadería, por zafia que ésta sea, es válida con tal de agredir a la comunidad católica. Vaya por delante que quien escribe esto es agnóstico. Pero ello no es óbice para que desde la libertad de opinión y de conciencia, exprese mi más profundo respeto por todas las confesiones religiosas con una sola excepción: el islam. No se puede ser tolerante con los intolerantes, ni poner la otra mejilla a quienes pretenden cortarnos el cuello por pensar diferente y ejercer nuestro derecho a discrepar.
El comportamiento del presidente del Gobierno durante la reciente visita del Santo Padre a España es, se mire como se mire, inexcusable. El Papa es el líder espiritual de millones de creyentes en todo el mundo. Por otra parte, España tuvo mucho que ver en la difusión del catolicismo en medio mundo, renegar de nuestra historia, nos guste o nos disguste, es absurdo. Y lo que es aún peor: es mezquino y propio de cobardes.
Desde luego, mofarse del Papa, ridiculizarle o calumniarle, es mucho más fácil y seguro que hacer lo propio con los fanáticos clérigos musulmanes que a lo peor te degüellan por hacerlo. No creo que los maricones que salieron a morrearse al paso de la comitiva de Benedicto XVI por las calles de Barcelona, hubiesen hecho lo mismo en las calles de Teherán. La ‘sutil’ diferencia entre el Papa y los ayatolás, o los talibanes, es que mientras el Santo Padre da su opinión, aquellos energúmenos imponen la suya por bemoles, y ahorcan a quienes incumplen sus preceptos religiosos.
El Papa es, a fin de cuentas, un jefe de Estado. El sexto, según la revista ‘Forbes’ en orden de influencia sobre la opinión pública mundial. Aunque el del Vaticano no es un Estado al uso, no debemos olvidar que más de mil setecientos años lo avalan. Los Papas convivieron, y podría decirse que gobernaron, con los emperadores romanos. El Papado es, por tanto, la monarquía más antigua de Europa, o lo que es lo mismo, de la Cristiandad. No se puede hablar de Europa y fingirse europeísta, negando su propia historia. Europa emana de la desintegración del Imperio Romano en el siglo V, y es a partir de ese momento de crisis y vacío de poder, cuando la Iglesia empieza a ejercer su liderazgo político, además del espiritual. Europa, tal como hoy la conocemos, no sería lo mismo sin el legado del cristianismo.
A menudo se han idealizado los valores del mundo antiguo, pero no fue hasta el triunfo del humanismo judeocristiano cuando hombres libres y esclavos fueron presentados como iguales ante Dios. En el mundo grecorromano los esclavos estaban privados de todos los derechos, incluso del acceso a la Otra Vida. En el antiguo Egipto, idealizado hasta la saciedad por la masonería, los esclavos y los extranjeros no tenían derecho a ser embalsamados para que sus cuerpos se conservasen y acceder a esa Otra Vida que el cristianismo sí ofrecía a cuantos aceptasen el Evangelio. De todos modos, el cristianismo es a su vez la síntesis de otras creencias más antiguas que ya existían en Europa antes incluso de la fundación de Roma (753 a.C.), luego es parte del legado cultural europeo.
Para los que creemos que Europa es algo más que “una unidad de negocios dentro de lo universal”, no se puede construir la unidad europea negando parte de su historia. Hay una gran contradicción en intentar imponer por la fuerza una supuesta ‘libertad religiosa’ que niega la que ha sido mayoritariamente la fe del pueblo español durante siglos: la católica. Al negar lo particular, por lógica, lo universal termina particularizándose también.
Para mantener la totalidad de una suma no se puede negar ninguno de sus sumandos. Lo universal debe incluir todas las particularidades, no puede excluirlas. Luego al excluir a los católicos, esa ‘totalidad’ laica de una España atea que sólo existe en la mente calenturienta de algunos, es tan imperfecta como irreal y arbitraria. Nada se debe imponer por la fuerza. Y mucho menos una maniquea ‘libertad de culto’ que priva, precisamente, de esa libertad de culto a quienes se sienten e identifican como católicos.