Belleza asesina
Berenice de Judea nació el año 18 después de Cristo; era hija de Agripa, rey de Siria. Casó con Mario, cuestor de las legiones romanas en Palestina, a quien asesinó; se amancebó con su tío Herodes de Calcis, a quien también ordenó envenenar; vivió incestuosamente con su hermano Agripa II, último rey judío de Jerusalén, y fue amante en Judea del futuro emperador Flavio Vespasiano, Tito. Al perder el trono Agripa, Berenice pasó a Italia con su hermano y allí terminó sus días. Recreemos la historia poniéndonos en la piel de su protagonista.
“… Pocos crepúsculos más bellos que los de la bahía de las Sirenas, con el humeante Vesubio a la derecha, Nápoles al frente y a la izquierda las cumbres de Anacapri. Han pasado dos años de la última erupción, pero aún pueden olerse los pestíferos humos del volcán, sentirse su frémito salvaje y apreciarse el calor de las lavas ardientes que sepultaran a Herculano y Pompeya. Jamás olvidaré el grandioso espectáculo. Era el tres de Sibán, día de Venus. Reunía en mi casa de Sorrento a los amigos íntimos. El tiempo era tan agradable que los esclavos habían dispuesto la cena en la terraza. Fue mi amor a la noche, mi pasión por las sombras lo que me permitió gozar de aquella gigantesca cascada incandescente, de aquel calidoscopio de fuegos y explosiones, lo que me hizo escuchar los alaridos de la plebe como un rumor lejano y sentir el tufillo a carne requemada…
Mi nombre es Berenice. De la infancia en mi Judea natal tengo pocos recuerdos: una mujer me mece entre sus brazos, libo de sus pezones tibia leche a la sombra de un toldo amarillento mecido por la brisa, siento el olor dulzón de los efluvios lácteos mezclado al acre del sudor de su cuerpo, escucho la recia voz de un hombre, harta de hacerse respetar, que imparte órdenes. Todo parece girar en torno a mí, que soy el eje del mundo. Supe muy pronto que todo era irreal, circunstancial y efímero, que las hembras sólo son respetadas en la cuna. Aprendí de mi madre, en la niñez, que la mujer únicamente medra por la astucia y gracias a su cuerpo. El de ella, poco armónico, poseía un rostro de acabada hermosura aunque incapaz de competir con los de las concubinas del harén. Mi padre tuvo siempre buen gusto con las hembras: hasta a mí me miraba con ojos codiciosos. Con nueve años ya me colaba dentro del gineceo para sorprender a esposas y odaliscas y estudiar sus secretos. Jamás vi anatomías más tersas, más acabadas y perfectas. Aprendí allí las técnicas del embellecimiento, sus trucos, los engaños, los rudimentos de la danza… Casi sin darme cuenta, sin cumplir 13 años, era ya una mujer. Lo supe sin necesidad de mirarme al espejo: Daniel, un soldado de palacio, me devoró con los ojos de tal forma en el patio, una mañana, que me hizo enrojecer. Recién levantada, iba a asearme al estanque, descalza y sin el velo, con la diáfana blusa de dormir; él lucía su coraza de cuero, las botas de campaña y su atractivo rostro atezado del sol y el aire libre. Nos amamos aquella misma noche. Fue un amor tórrido, inconsecuente, que apenas se alargó quince días. Ya a la tercera vez odiaba su gesto displicente, aquella suficiencia que detesto en los hombres. Aunque, si mandé asesinarlo, no fue por presunción, sino por torpe: en doce o trece encuentros fue incapaz de darme placer una vez sola.
Desvelado el amor, tuve otras sofocadas correrías con gentes de aluvión: el aposentador, que era gallardo, y un centurión de la XIV Legión. Mi padre, queriendo congraciarse con Roma, ajustó mi boda con Mario Leandro, el influyente cuestor del Pretorio. De haber podido elegir, habría preferido a su hermano menor, Julio Alejandro, magistrado, pero las hembras hebreas debemos aprender a agachar la cabeza. Tenía yo 15 años cuando los esponsales. Mario era un ser divertido y agraciado de rostro, pero romo de mente; no me molestaba su estulticia, sino el que pasara las veladas bebiendo, jugando a los dados o visitando lupanares inmundos. Durante sus jornadas de crápula me entendía con el magistrado, un hombre cultivado, casado, que componía para mí vibrantes odas. Si decidí suprimir a mi primer marido fue por la más elemental higiene: comprendo que los hombres se alivien con cualquier barragana, pero detesto que me inficionen con sus pústulas. Julio Alejandro no llegó a guardar luto por su hermano: continuamos fornicando como dos dementes hasta que, llamado por Tiberio, partió a Italia.
Era la época en que Palestina se convulsionaba por las prédicas y andanzas de un loco visionario que se hacía llamar Jesús el Galileo, aunque resultó judío de raza. Sus corifeos aseguraban de él que era el mesías, el esperado, un ente que al parecer se anuncia en nuestras escrituras. Y algo debía de haber, pues doctos escribas y expertos en la Ley mosaica lucubraban en el templo sobre el caso, a gritos. Se hacía acompañar el charlatán de un desastrado conciliábulo de orates tan locos como él. Sólo una vez lo vi: fue por la Pascua, días antes de que lo prendieran y lo juzgaran. Iba montado sobre un asno rodeado de toda su cohorte, incluso de mujeres, que agitaban palmas y lo aclamaban pretendiendo alzarlo en triunfo. Entiendo que lo ensalzaran las féminas sin distinción de edad: jamás vi un ejemplar de varón tan cumplido y hermoso, con aquel pelo negro ensortijado, los ojos verdes asustados e inmensos y una boca pequeña que invitaba a gustar su sabor… Su figura emanaba un algo indefinible, mágico. Recuerdo que, sólo un instante, su mirada se cruzó con la mía y me azoré lo mismo que, de cría, me ocurría cada vez que mi madre me apuraba o reñía. Lástima. Dos días más tarde, coincidiendo con la tormenta más bestial que recuerdo, fue crucificado en el Gólgota.
No era la primera vez que tenía algo que ver con aquella camada de lunáticos. Un año antes, teniendo yo 14, presencié la muerte de uno de sus correligionarios, no sé si hermano, primo o pariente lejano. Se trataba de Juan, apodado El Bautista porque se entretenía bautizando a aquellos alienados en las aguas del Jordán. Fue en el palacio de mi tío Herodes Antipas, el mismo que enviara a El Galileo ante Pilatos, el gobernador romano, para que lo ajusticiara. Herodes Antipas, tras desterrar a su hermano Herodes Filipo a la Cilicia, se amancebó con su cuñada Herodías de manera notoria y ostentosa. Lo entiendo: Herodías era entonces una mujer como para desquiciar a cualquier hombre. La paseaba por Jerusalén a todas horas en carroza descubierta, sin velos, o la mostraba semidesnuda en sus estancias ante servidores y esclavos. Juan el Bautista, que había sido preso por Herodes por despotricar contra él a todas horas, desaprobaba tal concubinato por ignominioso y no se cuidaba de manifestarlo a voces desde la cisterna en la que se encontraba, muy cerca del triclinio. Se trataba de una caverna que había perdido su primitivo uso de depósito de agua y que Herodes gustaba utilizar para martirizar a sus enemigos, especialmente políticos. No solían molestar, pero, cuando lo hacían, ordenaba que les cortasen la lengua.
Una noche cenábamos estrictamente la familia: Herodías y Herodes, Herodes de Calcis y su mujer Rebecca, Salomé y yo. Mi prima Salomé, un año menor que yo, era hija de Herodías y del desterrado Filipo. Solíamos pasar juntas muchas tardes después de la comida, a la hora de más calor del día, dialogando desnudas tumbadas en el lecho, urdiendo planes lúbricos, solazándonos o simplemente escudriñando nuestros cuerpos. Con sólo 13 años, poseía el suyo la perfección escultural del de una ninfa. Era muy alta, casi formada, con unos pechos duros, quiméricos, que no parecían de núbil, sino de hembra sazonada; caderas maternales, cintura de gacela y unos pies muy pequeños, sensuales, que eran el paradigma de lo erótico. Su rostro, todavía sin perfilar, añadía a aquel cuerpo el atractivo de lo inmaduro y de lo exótico. Su piel lechosa y mórbida, perfumada con esencia de nardo, tenía la transparencia del ámbar e invitaba a un amor ponderado…
Jamás me olvidaré de aquella cena. La iniciamos con queso de cabra, dátiles y vino de palmera; hubo después lija del mar de Tiberiades, así llamado en honor a Tiberio, y para terminar, cordero al modo palestino: asado entre las brasas, muy especiado, comido con los dedos. Bebimos todo tipo de vinos de Samaria y Judea, y con los postres, los deliciosos pastelillos de almendra acompañados de arak, un fuerte licor de raíz de palma. Desde el segundo plato, El Bautista no dejó de lucirse, bramando y soltando paridas simples y moralizantes: ‘¡Herodías, convives con quien no es tu marido!’, ‘¡Ramera inmunda, arderás en los infiernos!’, ‘¡Jehová contempla tu pecado, cruel Herodes!’, o ‘¡Pécora, mala mujer, aún estás a tiempo de arrepentirte!’. En realidad eran verdades como puños, pero en aquel ambiente procaz se hacían pesadas e indigestas. La pobre Herodías, principal destinataria de sus dardos, estaba que un sudor se le iba y otro se le venía.
–No puedo más –dijo, atragantándose con una tajada de cordero–. Haz algo… Ordena que lo amordacen…
–Me divierte –contestó Herodes–. Hasta aquí no ha dicho nada que no sepamos…
–¡No lo soporto! –aseguró Herodías irritada, levantados sus deliciosos pechos del sofoco–. Si no haces algo, me iré a mis estancias y no me verás en cuatro días. Además, el cordero está insufrible…
Los demás, recostados en nuestros triclinios, contemplábamos la escena entre divertidos y expectantes. El Bautista arreció en sus insultos. Entonces, Salomé, a una seña de su madre, se acercó hasta ella y le dejó el oído. Nadie pudo escuchar la admonición materna. Mi prima desapareció, pero regresó al punto revestida tan sólo de una túnica de gasa y un hijab transparente que descubría sus ojos, descalza, sin nada por debajo. Una ajorca de oro en un tobillo trataba de disimular su desnudez. Su sexo negreaba al fulgor de las lámparas y desde sus pezones centelleaban oscilantes sendas aguamarinas. Herodías hizo un gesto a los músicos y éstos interpretaron una danza. Se hizo el silencio. Nunca he visto bailar con tanto arte. Salomé se movía lo mismo que un ofidio, manejaba con rara habilidad las mañas de Terpsícore, giraba sobre sí igual que un torbellino y, al hacerlo, volaban las gasas para marcar salientes y contornos. Varias veces se aproximó hasta Herodes sinuosa y, ante él, hizo vibrar las caderas y el pubis… Terminó jadeante.
–Pídeme lo que quieras y te lo daré –aseguró el tetrarca.
–¿Le darás cualquier cosa? –preguntó su madre.
–Todo menos mi trono…
Yo estaba tan intrigada como todos. El día anterior había hablado con Salomé y sabía que ambicionaba una gran esmeralda, verde como sus ojos, recién llegada de las minas del monte Zabara, obsequio de un jeque árabe. Mi prima se aproximó a su madre y ésta le dictó al oído su demanda. Luego, Salomé, muy erguida y con voz teatral, exclamó, señalando con un dedo la cisterna:
–¡Deseo la cabeza del Bautista!
Creo que mi tío Herodes de Calcis se terminó de enamorar de mí precisamente aquella noche. Es difícil entender que alguien pueda albergar otros sentimientos que no sean la repulsión y el asco, después de contemplar aquella gran piltrafa palpitante, pero así fue. Yo tuve que dominar las náuseas, aunque ya en mi habitación me hinché de vomitar. No dormí aquella noche. Han pasado 37 años y aún veo aquellos ojos vidriosos salidos de las órbitas, las sienes trémulas, la lengua prominente como las de las terneras degolladas, el cuello chorreando de sangre coagulada, impura, y gruesos cuajarones violáceos llenando la bandeja de plata.
No me extrañó que a la siguiente noche mi tío pasara a visitarme. Me amó de manera muy dulce, con un arte de experto, conquistándome. Los 15 años que pasé amancebada con él fueron muy plácidos. Tras repudiar a Rebecca, su mujer legítima, me instaló en su palacio de Jerusalén. Era un hombre mayor, maniático como todos los viejos, pero graciable e inmensamente rico. El menor de sus hijos habría podido ser mi padre. Me adoraba. A un gesto mío lo tenía a mis pies. Me cubrió de oro y gemas, me regaló la yegua de capa blanca más bella de sus cuadras, encargó para mí las mejores sedas de Palmira y el lino más fino de Sohag, a la orilla del Nilo. Me visitaba casi todas las noches, pero sólo me dejaba tocar de tarde en tarde. Desde que salía por la puerta entraban mis amantes, dos apuestos mancebos de la XV Legión que me daban placer por riguroso turno… Al final, a pesar de no darme mucha guerra, Herodes se puso impertinente. Para mí que recelaba del trasiego que se apreciaba en torno a mi aposento. Puesta en el trance de acabar con él, elegí la cicuta como tóxico. Murió sin darse cuenta… Por entonces ya se fijaba en mí mi propio hermano, el rey Agripa II.
Mi vida al lado de Agripa fue también apacible. Ni siquiera repudió a su mujer, una pazguata que se entendía con un antiguo amante. Mi cuñada y yo nos llevábamos bien, teníamos una buena convivencia incluso entre las sábanas. Con mi hermano no tenía secretos. Él conocía mi cuerpo, pues de niños solíamos dormir juntos, y yo adoraba el suyo: fuerte, fibroso, bien dotado para el arte de Venus. Sus miembros, incluido el viril, eran proporcionados; sus ojos eran claros, soñadores, y le sonaban los huesos al andar. Lo traicioné muy raras veces, pues me colmaba hasta dejarme ahíta de placer. Sólo cuando llegó a Judea Flavio Vespasiano, el futuro emperador Tito, dejó de interesarme.
En cuanto a Salomé, su fin fue trágico. Casó primero con su tío abuelo, el tetrarca Filipo, un anciano sodomita de mal genio, decrépito, que murió envenenado a los pocos años. La gente achacó a mi prima aquella muerte, pero puedo asegurar que era inocente. Salomé era incapaz de matar a una mosca… Quien manejaba la ponzoña era Aristóbulo, un primo de ella por quien bebía los vientos. Se casaron sin quitarse los duelos y partieron a Armenia, montañoso país del que Aristóbulo había sido nombrado rey por Nerón. Un crudo invierno, al traspasar un río congelado persiguiendo a una cierva, cedió la costra de hielo. Salomé perdió apoyo y cayó al agua con tan mala fortuna que las placas heladas volvieron a juntarse y le seccionaron la cabeza de cuajo. Iba a cumplir 25 años. Todavía la recuerdo bailando desnuda aquella noche, ofreciendo a Herodías la cabeza de Juan el Bautista en bandeja de plata, tan cercenada como la de ella misma…
Mis padres eligieron para mí el nombre de Berenice deseándome la belleza de aquellas reinas lágidas. No tengo queja alguna en ese aspecto: siempre he sido muy hermosa. Quizá no tanto como la Berenice esposa de Tolomeo II, aquella beldad que inspirara a poetas y en cuyo honor se levantasen templos y obeliscos de mármol, la causante del poema El rizo de Berenice, con el que la inmortalizara Calímaco de Rodas. Tal vez no fui tan bella como la Berenice hija del rey Magas de Cirene, mujer de Tolomeo III, quien bautizara a una estrella con su nombre, pero lo he sido mucho. He cautivado a varones sin cuento y he poseído a cualquier hombre que se me antojara: reyes, emperadores, funcionarios, levitas, lacayos o miembros del ejército. Sin cumplir 40 años cautivé a Flavio Vespasiano, futuro emperador, que tan sólo contaba 28. Es hoy, pasados los 60, y únicamente duermo sola por mi gusto. Sin embargo, Jehová –en quien no creo– no quiso bendecirme con los hijos. No me duele decir que soy estéril, aunque ello suponga un duro estigma entre los de mi raza.
Pretendiendo sacudirme aquel baldón acudí al Oráculo de Siwa a poco de amancebarme con Herodes de Calcis. Tenía tanta fama el visionario como el que ejercía en Delphi o la mismísima Sibila de Cumas. Era invierno. Herodes no quiso seguirme y lo entendí: lo apretaban ya ciertos achaques y lo desvelaban las tareas de gobierno. Lo cierto es que, haciendo bueno aquello del buey suelto, me despaché a mi gusto: me hice acompañar por mis dos amantes de la época: Claudio, un legionario apuesto, casado, con los ojos zarcos más bellos que haya visto en un hombre, y Lucio Cayo, un romano romántico, funcionario de la corte del gobernador de la Judea, que tenía el vigor de un toro hispano y amaba como un Hércules. Fuimos en barco de Haffa a Alejandría y de allí hasta el Wähat Siwa en nuestra propia caravana de dromedarios. Fueron treinta inolvidables días de cálidas arenas del desierto, de lunas esplendentes y de estrellas mágicas. Me hice amar sobre dunas ardientes a plena luz del día o, en los atardeceres, dentro de la tienda, tumbada sobre pieles de leones de la Nubia. El aire del desierto, tibio en la época fría, era enervante e invitaba al amor. Al llegar al oasis fui recibida por el mago de inmediato. Era un árabe desdentado, cetrino, vistiendo una sórdida túnica hasta el suelo que una vez fuera áurea. Se decía descendiente del que vaticinara el futuro a Alejandro, el bravo general macedonio, y tal vez fuese así, pues supe que el codiciado título de Oráculo de Júpiter Amón es tan hereditario como una monarquía. El nigromante, tras una cómica puesta en escena, hizo arder una piedra oscura que olía a rayos, quemó en la redoma algunos pelos, piel quizá de conejo y otros desconocidos ingredientes; ordenó hablar a un pajarraco negro con el pico amarillo que pronunció con claridad mi nombre, y pasó sus callosas y renegridas manos sobre mi frente con gesto teatral. Luego de unos momentos de silencio expectante me auguró larga vida, pronosticó un gran viaje por mar y aseguró en hebreo que mi esterilidad era curable ingiriendo una pócima que me facilitó.
Lo cierto es que el truchimán acertó en todo: aquí estoy 64 años después de ver la luz, hice el largo periplo por mar que me predijo y, en cuanto a la bondad de aquella pócima, nunca pude atestiguarla. Cavilé que sólo tendría hijos cuando tuviese la certeza absoluta de saber quién era el padre. Siempre tuve el brebaje a mi vera, pero jamás llegué a utilizarlo…
Malos tiempos corren para el Imperio. Llegué a Italia a tiempo de ver las diversiones de Nerón. El mentecato ocultaba el desmoronamiento del poder romano con los juegos del circo y el espectáculo de tigres y leones devorando cristianos. Sí, hablo de los seguidores del mismo Cristo que yo viera casi crucificar, de aquel varón de físico arquetípico que aunaba a su belleza la fuerza persuasiva que permite a sus acólitos enfrentarse a la muerte cantando, sonrientes. Yo estaba en Roma cuando su sucesor, un hombretón grande como un oso de los Dolomitas y de igual genio vivo, fue crucificado boca abajo, sin chistar. Dicen que los cristianos medran como los hongos tras la lluvia, que están por todas partes. Claudia Paulina, mi vecina en Sorrento, descubrió no ha mucho que más de la mitad de sus esclavos pertenecían a la extraña secta. ¿Extraña? A veces pienso, al ver la mansedumbre con la que mueren en la arena, la febril determinación en sus miradas, si no estarán en posesión de la verdad. ¿Sería el Cristo que yo vi aquella tarde el masih, el ungido que esperan muchos hebreos crédulos? ¿Mentirían los que afirmaban que dio la vista a un ciego, curó a varios leprosos y resucitó a su mejor amigo? El hecho es que los doctores de la Ley coinciden en afirmar que guardaba todas las profecías de nuestras escrituras: nació en Belén, era de la raza de Abraham, pertenecía a la tribu de Judá, descendía de David…
La muerte de los cristianos en el circo me dejaba indiferente, si acaso un regusto ingrato en la nariz a sangre fresca. Pero la lucha de los gladiadores en la arena, con el coliseo abarrotado de chusma vociferante, maloliente, me excitaba. Situada en la tribuna principal, muy cerca de Nerón, presenciaba los aspavientos y gestos del cretino, sus conversaciones sotto voce con la emperatriz, casi más divertido que las riñas mismas. Sabía que Mesalina se acostaba, la noche previa a la contienda entre los bravos, con los más hermosos de sus especímenes. No es mala forma de morir para un hombre: hacerlo después de haber gozado a aquella diosa, la mujer más hermosa que he visto.
Tras Nerón, Roma fue un verdadero aburrimiento con Galba y Vespasiano. Se animó la cosa algo con Tito, aunque sólo fuese por el recuerdo de nuestras largas jornadas de pasión palestina, tensas y desbocadas. Gran amante fue el segundo emperador entre los Flavios… La erupción del Vesubio y la peste negra del 80, que asoló Roma, vino a enturbiar el imperio del que fuese llamado Pater géneris humani. De Domiciano, el actual emperador, ¿qué decir? Es torpe, soso, lento y aburre a las ovejas. Para no verse zaherido en su mediocridad ha expulsado de Roma a los filósofos. Triste. Han menguado las luchas entre gladiadores, pero sigue terne en la persecución de los cristianos. Se refugian éstos al parecer en profundas catacumbas que recorren todo el largo de la Via Apia. El caso es que tanta constancia, tanto valor, tanto desprendimiento en aquellas pobres e ilusionadas gentes, ha llegado a intrigarme. Uno de mis libertos, Nicolás, un hombre de bien, galo de patria, se sinceró conmigo el otro día y me comunicó su adhesión a la nueva religión. El próximo día de Marte tiene una reunión en uno de sus escondrijos con un discípulo de un apóstol de Cristo, un judío llamado Cleofás, que se dirige a Hispania. Se trata de confraternizar y de bautizar a varios neófitos. Me invitó y he aceptado… Me pica el gusanillo. Trataré de poner al descubierto la infantil impostura de aquellos desquiciados farsantes…”.
Cavanillas de Blas