Un papá y un bebé muy crueles
Los países, tarde o temprano, terminan por parecerse a sus dictadores. Y no es raro que así sea. Los tiranos sólo pueden mantenerse en el sillón presidencial convocando sus pesadillas, su mal gusto, su flojera o su odio, lo más íntimo y secreto de ellos. La política en manos del general, o del amigo de los generales, se vuelve un asunto privado, sexual, en el que el presidente, el supremo, el generalísimo, el novio bien amado de la patria, se transforma en el marido abusivo de ésta.
Un país atípico como Haití sólo podía tener un dictador atípico. Un tirano que parecía a primera vista lo contrario de un dictador latinoamericano –un hombre tímido, siempre escondido detrás de sus aparatosos anteojos, que odiaba a los militares y amaba los libros–, pero que ejercía sin pudor y sin límite un feroz poder destructivo basado por entero en el terror.
Porque ni todos los reportajes sobre el horror ni toda la sangre derramada en vano logran –aún hoy– convencer a los haitianos de que no habitan en una utopía ejemplar, el país que enseñó al mundo que se podía ser negro y ser libre. No en vano es el primer país en el mundo en abolir la esclavitud, y el primer país latinoamericano en lograr la independencia. En Haití –donde el 80% de los habitantes ni leen ni escriben–, las palabras, las ideas, valen más que los actos. Es difícil encontrar ingenieros y técnicos en la isla, es casi imposible no toparse con una pléyade de abogados, economistas, catedráticos, escritores, lingüistas e ideólogos de toda laya.
Ese exceso de ideas y esa falta de pan, esa mezcla de orgullo y despojo, supo ser aprovechado con inusual habilidad por el pequeño doctor de provincia. Culto y bárbaro, sordo y ciego a lo que no fuera su propio poder, más que los logros (inexistentes) de su gobierno, a François Duvalier le gustaba pensar que sería recordado como el gran ideólogo del siglo XX. Así, el día de su entierro, al lado de su cadáver, su libro Memorias de un líder del Tercer Mundo abierto quería mostrar al mundo que, si bien el pensador había muerto, su pensamiento seguía vivo.
Nunca se sabe muy bien dónde empieza un hombre sin principios. François Duvalier (1907-1971) era un hijo de un modesto profesor de Puerto Príncipe. El tono extremadamente negro de su piel, en un país gobernado desde siempre por la élite mulata, le prometía un destino de anónima miseria. Pasó gran parte de su infancia cerca del palacio de gobierno, una enorme cúpula blanca, del que salían a veces hombres armados, y entraban otros hombres armados, a expulsar a los anteriores.
Fueron los blancos, más específicamente los americanos, los que abrieron las puertas para que Duvalier pudiera tener algo parecido a un destino. La invasión militar norteamericana venía acompañada de una misión religiosa. Las bayonetas y la Biblia lograron que la isla viviera algunos años de algo parecido a la prosperidad, a precio del silencio y la explotación. Los americanos construyeron el ferrocarril, hoteles de lujo, pero también escuelas y casas con cuarto de baño. La presencia norteamericana logró dar cierta estabilidad económica al país, pero al mismo tiempo, en contra de ella, nació un fuerte sentimiento nacionalista. Y el callado Duvalier se hizo parte del nuevo movimiento. Lo hizo, como solía hacerlo, enmascarado, bajo el seudónimo Abderramán, el médico andaluz que en época de la España musulmana fundó la escuela de medicina de Córdoba.
Sus arengas antiimperiales y su lirismo pomposo en nada se diferenciaban del resto de la literatura nacionalista de la época. No intentaba ser ni original ni único, pero lo era. Porque, a diferencia del resto de los estudiantes nacionalistas, en Duvalier el llamado a volver a las raíces africanas, la reivindicación de la negritud y el rechazo al mestizaje no era sólo discurso y buenas palabras. Duvalier no era como el resto de los intelectuales haitianos, un mulato que jugaba a ser negro, sino un negro que jugaba a ser mulato. Un negro, innegable y silencioso, que había bebido, junto con la leche materna, del vudú y del miedo de los latigazos y el desprecio de su raza.
Así, el viaje que hizo para llegar a las raíces mismas del vudú, guiado por el antropólogo improvisado Lorimer Denis, campo adentro, en busca de sacerdotes y ceremonias, fue concebido por Duvalier como un retorno a los orígenes. Una manera de desnudarse del traje civilizado, la medicina, el francés, para conocer sus propias entrañas, sus propias tinieblas.
En medio del trabajo antropológico supo Duvalier que todo lo que para el círculo universitario eran sus taras, su color, su timidez, el escaso vuelo de sus ideas, eran para el pueblo la marca de su poder, de un destino tan grande como el horror. Así, entre los cuerpos retorcidos, y las gallinas degolladas, descubrió Duvalier que su traje negro y su silenciosa presencia se parecía a la del Barón Samedi, el espíritu de los cementerios. De pronto, el Gobierno populista de Dumarsais Estimé le nombró ministro de Sanidad y Trabajo. No lo hizo ni bien ni mal, pero se empezó a hablar de él.
Los americanos le nombraron jefe de una misión antiepidémica. No lo hizo ni bien ni mal, pero se siguió hablando del pequeño médico modesto y silencioso que coleccionaba estatuas rituales y recopilaba canciones en creole y pedía que le dejaran de llamar François, para que empezaran a decirle Papa Doc.
Finalmente, en un acto que a todos, hasta a sus propios amigos, les pareció una excentricidad, se presentó a las elecciones presidenciales de 1957. Era el menos popular de los candidatos, el único que no parecía contar ni con experiencia ni con apoyos de peso para su candidatura. Pero esa falta de brillo, el misterio con que envolvía sus discursos, en los que decía una cosa y su contraria al mismo tiempo, fueron justamente sus cartas de triunfo. Después de una sucesión de masacres e intrigas que acabó con todos sus competidores, ya no fue una sorpresa para nadie que Duvalier ganara la primeras elecciones libres y representativas de Haití.
Nadie supo ni cómo ni cuándo este señor modesto e idealista, destinado a durar muy poco en el poder, se transformó en un tirano todopoderoso, dueño de una red infinita de informantes y quebradores de huesos. Su programa de reivindicación del negro, en contra del mulato, terminó en el control de una élite negra –la de sus amigos personales– de las empresas abandonadas por los mulatos. La extorsión y el chantaje fueron pronto la única herramienta de promoción social, fomentada abiertamente por el Ejecutivo. La educación y la salud, en cambio, las consideraba empresas europeizantes que alejaban al pueblo de sus raíces. El vudú dejó de ser clandestino, mientras el catolicismo fue considerado subversivo.
Ocho civiles, entre los cuales se contaban dos sheriffs del Estado norteamericano de Florida, casi lograron hacer caer la revolución duvalista, en 1958. El pequeño doctor respondió llenando los jardines de su palacio de baterías antiaéreas. Al mismo tiempo, sus milicias privadas dejaron de usar capuchas y permitieron que el pueblo los llamara Tonton Macoute. Haití, con este padre tímido pero cruel, y esos tíos extravertidos y de gatillo fácil, se convirtió en una gran familia en la que ni siquiera la obsecuencia y la fidelidad totales hacia el líder bastaban para asegurarte de no ser torturado hasta la muerte en Fort Dimanche.
Porque nadie asesinó más amigos y partidarios que François Duvalier. Ni su propia familia se salvó de su furia. Bailar muy apretado con alguna de sus hijas, o ser simplemente cuñado del presidente vitalicio, bastaba para ganarse un lugar en los calabozos de la dictadura. Hablar mucho y hablar muy poco bastaba para ser un candidato a la purga. Un empresario que osó gritarle a un lugarteniente de Duvalier que conducía muy mal “crees que la carretera es tuya” fue acusado de subversión, y torturado y asesinado. Efectivamente, la carretera era del Tonton Macoute.
Pero ni en el arte de matar, Duvalier lograba ser racional. Para ser Tonton Macoute bastaba autoproclamarse como uno. De ahí el caos que entre ellos reinaba, que las órdenes de uno eran desautorizadas por otro. Destinados a combatir contra el mismísimo Ejército haitiano –que nunca quiso a Papa Doc–, su uniforme consistía en anteojos negros y unas armas de alto calibre siempre humeantes. Uno de ellos, el sacerdote vudú Zacharie Delva, paseaba en un Rolls Royce negro haciéndose presidir por los acordes de la canción nacional. Daba lo mismo que constitucionalmente sólo el presidente tuviera derecho a tales honores. Daba lo mismo, porque Papa Doc sólo esperaba un cambio de fecha o de ánimo, o algunos de los nuevos intentos de invasión a los que se tuvo que enfrentar, para terminar con sus propios Tonton Macoute. Algunos de ellos gozaban del extraño privilegio de ser torturados por el presidente en persona, en los subsuelos del palacio presidencial.
Se ha dicho –porque nadie sobrevivió a la visita guiada a las catacumbas presidenciales– que las paredes de las salas de tortura estaban pintadas de marrón para evitar que la sangre resaltara demasiado. Ahí se rumoreaba también que el presidente se dedicaba a reanimar a los muertos. Para esos fines había intentado raptar, en plena ceremonia de entierro, el cadáver de su viejo opositor Clement Jumel, y había pedido que le entregaran en un balde lleno de hielo la cabeza del conspirador Blucher Philogenes, quedándose una hora entera en el baño del aeropuerto preguntándole a la cabeza degollada cómo se llamaban los próximos traidores.
A Papa Doc le gustaba llegar tarde a todas las citas. Hacer esperar bajo el ardiente sol de los trópicos a Rafael Leónidas Trujillo le hacía gozar profundamente. Le gustaba dejar con las manos tendidas a toda suerte de embajadores americanos y atribuía a sus poderes ocultos la muerte de su viejo enemigo John Fitzgerald Kennedy. Solía compararse a sí mismo con Mao Zedong, Ataturk y Patricio Lubumba. Pero logró más que todos ellos al conseguir que, a pesar del asco de sus masacres, Estados Unidos y varios países de la órbita soviética financiaran sus despilfarros y no se atrevieran a romper del todo las relaciones con el monstruo de la dulce voz.
En ninguna parte como en su política internacional, Duvalier ejercía con mayor éxito su paranoico sentido de la deslealtad, sus fobias y sus caprichos. Fue el mejor amigo de Trujillo, despreciándolo profundamente; apoyó a Batista, y en primer tiempo se alegró públicamente de la llegada de Castro al poder. Fingió cortar relaciones con la Cuba revolucionaria, pero siguió en secreto manteniendo sus cónsules y espías.
Las relaciones con el resto de los países latinoamericanos se vieron enturbiadas por el continuo flujo de refugiados asustados que corrían despavoridos hacia las rejas de alguna embajada. Ni los turistas o profesionales norteamericanos se libraron del celo de los Tonton Macoute. Graham Greene, que sufrió algunas de estas razzias periódicas, describe en Los comediantes esas noches en que Duvalier mandaba cortar la luz para dejar que sus cuervos se abatieran impunemente sobre vivos y muertos, sin importar pasaporte, condición, sexo o edad.
Sin embargo, aunque una y otra vez los embajadores fueran expulsados, las relaciones diplomáticas rotas, tarde o temprano todos y cada uno de los países del orbe volvían a presentar cartas credenciales ante el anciano inmortal.
“Ésta no es una democracia francesa, alemana o norteamericana, ni siquiera es una democracia latinoamericana; ésta es una democracia africana”, solía explicar Duvalier en su tono aletargado y sutil con que respondía a las escasas entrevistas que dio. Demostrando su generosidad con África, dejó que la mitad de los profesionales haitianos emigraran a Congo y Guinea, dejando su propio país vacío de profesionales. Eso no le impidió lanzarse al ambicioso proyecto de construir su propia Brasilia. Se iba a llamar Duvalierville, y nunca fue terminada del todo, transformada en un dormitorio de mendigos. Justificó, sin embargo, una compleja trama de impuestos y extorsiones que no lograron nunca sacar la ciudad modelo del polvo, pero sí enriquecer a sus constructores, contratistas y financieros.
Después de una serie de atentados frustrados, Duvalier declaró: “Ahora soy un ser inmaterial”, y dejó que le nombraran presidente vitalicio. La máscara de constitucionalidad, las elecciones en las que hacía imprimir su nombre, y sólo su nombre, en todos los votos habían pasado al olvido. Mientras se sucedían los intentos de invasiones, una de ellas financiada gracias a vender los derechos de la historia a la cadena televisiva norteamericana CBS, Duvalier iba fortaleciendo el pilar místico de su gobierno.
“Soy la tierra de los ancestros”, decía despacio, como narcotizado, dejando entrever que estaba poseído, o hacía escribir sobre las paredes del Ministerio de Finanzas: “Los hombres hablan y no actúan, Dios no habla y actúa, François Duvalier es Dios”. Pocos en esta mitad de isla, a la deriva de todos, dudaban de la inmortalidad del mandatario.
Sin embargo, una serie de crisis cardiacas le recordó al doctor que la muerte era posible. Para asegurar su sucesión recurrió a su hijo, un obeso y tímido adolescente de 19 años, completamente dominado por su madre y sus hermanas. Defendiendo a una de ellas –la todopoderosa Marie-Denise– de los ataques de paranoia del doctor, encerró a su padre durante tres horas en una habitación, logrando sorprendentemente calmarlo.
Nombrado su sucesor, vencidos una y otra vez sus enemigos, François Duvalier consiguió milagrosamente morir en su cama el 21 de abril de 1971. Su cuerpo fue expuesto dos días enteros para asegurarle al pueblo haitiano que de verdad estaba muerto. Pero en la mañana de los funerales, un fuerte viento levantó una nube de polvo. En ella, la multitud no tardó en ver al mismo doctor escapando de su cuerpo.
Si François Duvalier fue o quiso ser un intelectual, su hijo menor y sucesor, Jean-Claude, siempre brilló por su ignorancia y falta de concentración. A pesar de la ayuda paterna, no llegó a terminar ninguna carrera y llegó al poder sabiendo mucho más de autos de carrera que de economía, política, historia, literatura o artes manuales. Para él, llegar a la presidencia significaba ante todo poder cerrar el aeropuerto para poder conducir su variada colección de autos de lujo en la única pista asfaltada de Haití. Otro de sus placeres era visitar por sorpresa una barriada y lanzar al aire fajos de dólares para ver a su pueblo pisotearse en busca de algún billete.
Traumatizado por los ataques de cólera de su padre, viviendo siempre rodeado de anteojos oscuros, Baby Doc sabía jugar a ser manipulable. Pero sabía –su padre le había enseñado– acabar con la garganta o las entrañas de quienes creían poder dominarlo. Sólo las mujeres, sus hermanas y su madre tenían poder sobre él. Las obedecía ciegamente, aunque también sabía dirigir algunas razzias y asesinatos contra ellas y sus amigos. El miedo era, después de todo, el único bien repartido igualitariamente entre los haitianos.
A pesar de su ineptitud evidente y de que su padre le había preparado un gabinete y todo un programa, a Baby Doc se le ocurrió que él podría llegar a ser la salvación de Haití. Imbuido de ideas europeas y educado a fuerza de películas americanas, quiso ser moderno y terminó de un plumazo con toda le retórica africana de su padre. Instauró lo que él llamó la era de la revolución económica, que consistía en tratar por todos los medios de reanudar contactos con EE UU y conseguir que se hiciera cargo de la deuda haitiana.
La modernización hizo retroceder aún más el país. Tras muy poco tiempo, las únicas exportaciones de Haití eran sangre para los hospitales americanos y esclavos para las plantaciones dominicanas. Para colmo, sus propios Tonton Macoute, más jóvenes y menos místicos que los de su padre, se enfrentaban a los antiguos. Sus intentos de apertura de prensa sólo reavivaron la furia opositora, que empezó a usar los púlpitos de la Iglesia católica para expresarse.
Dependiente del todo del dinero americano, mientras gobernó Jimmy Carter, Baby Doc fue un dictador medianamente blando, pero cuando Ronald Reagan llegó al poder en Estados Unidos volvió a tener permiso para matar. El reino del terror, despojado ya del resplandor africano de Papa Doc, se volvió banal.
Baby Doc, manipulado por su madre y sus hermanas, nunca dejó de ser un niño, y ya se sabe que los niños tienen permiso para todo, menos para casarse con los mayores. Baby Doc cometió ese ultraje. La elegida fue Michelle Bennett, una mulata hija de comerciante, miembro de la clase y de la raza que los Duvalier habían detestado y enseñado a detestar durante décadas. Para casarse con ella tuvo que divorciarse de su primera mujer (cien por cien negra) y poner en contra suya a todos los sacerdotes vudús que habían servido a su padre.
La madre y las hermanas del presidente vitalicio detestaron a primera vista a Michelle, una mujer que gastaba fortunas en abrigos de visón rigurosamente inútiles en un país donde la temperatura nunca baja de 30 grados. También coleccionaba zapatos y enemigos.
Sin el gobierno en la sombra de su hermanas y madre, y con la visible presencia de los mulatos de antes manejando los negocios, la revuelta no se hizo esperar. En 1986, tras meses de huelga, balazos y tortura sistemática, la oposición logró asustar al gigantesco bebé. Jean-Claude Duvalier, que nunca tuvo pasta de héroe, abandonó sigilosamente la isla una mañana de febrero. No llevaba en sus maletas ni ropas ni objetos personales, pero sí 120 millones de dólares del banco central haitiano.
Trató de vivir como siempre había soñado, viajando de playa en playa de la Costa Azul, con una villa en Cannes, un Ferrari, hasta que nuevamente las mujeres, la cruz en la vida de Duvalier, volvieron a llevarse todo. Michelle, con un ruidoso divorcio, dejó a su ahora ex marido en la bancarrota.
Perdido en la Riviera, el gordo ex presidente ha sobrevivido cobrando por las escasas entrevistas que da. A comienzos de 2004, un grupo de haitianos le pidió presentarse a la presidencia. Perseguido por los acreedores y preso de ataques de melancolía, Baby Doc aceptó.
Para sorpresa del observador extranjero, el retorno no parecía horrorizar a todos los haitianos. Con cierta nostalgia se oía en medio de los barrios miserables de Puerto Príncipe hablar de Baby Doc. Pero los 60.000 muertos que acumulaban entre él y su padre, y la posibilidad de ser juzgado por ellos en Haití, y hasta en Francia (Baby Doc nunca consiguió el asilo político), le persuadieron de volver a desaparecer. Como tantas veces en estos años, dejó de pagar la cuenta del teléfono, y volvió a ser un anónimo inmigrante que se queda mirando los Ferrari y los Alfa Romeo –que pudieron ser suyos– en un estacionamiento de supermercado.
Rafael Gumucio