La pirata del mar de China
Ching Shih, la mujer pirata, mandó sobre seis enormes escuadras, de quinientos barcos con veinticinco cañones por banda. Ching Shih (1775-1844) se hizo a la mar y a la piratería cuando su marido, el jefe de los corsarios, murió. Al mando de su tropa saqueó, arrasó aldeas y pasó a cuchillo a quien se le puso por delante.
La figura del pirata ha cautivado a la literatura y al cine. Stevenson, Borges, Conrad, Melville, Defoe… han escrito –fabulando y soñando, casi siempre– el relato nostálgico de su accidentada travesía a lo largo y ancho de los mares y las costas del mundo. Y el cine, la mayoría de las veces, se ha limitado a poner en escena su caricatura, llena de patochadas, desmesuras y tópicos ridículos.
Pero la epopeya pirata también contiene una pureza brutal y salvaje que busca desesperadamente la libertad absoluta, aventada por el horror legal y soterrado de las sociedades pretendidamente civilizadas de las que surgieron las figuras protagonistas de sus desventurados pillajes. Los piratas nunca quisieron hacer historia, sino escapar de la historia. Su reinado no era de este mundo. Sus villanías surgieron de la negrura que todos albergamos, en mayor o menor medida, en nuestras almas. Del ser humano cazador, liberto y migrador que una vez fuimos y cuyo recuerdo tribal continúa grabado a fuego en nuestro cerebro más primitivo, reclamándonos aire limpio, espacios abiertos, depredaciones sin número y una independencia orgullosa de fieras.
El comienzo de la historia de la piratería se pierde en la noche de los tiempos. Es una actividad casi tan vieja como la humanidad, aunque aseguren que nació en el siglo V antes de Cristo, en las inmediaciones de la Costa de los Piratas, en el golfo Pérsico. Mantuvo sus actividades durante toda la antigüedad, y alguno de sus destellos ha llegado a estremecer el siglo XX. Incluso en el XXI se calculan unos 1.150 ataques piratas cometidos sólo entre los años 2000 y 2002.
Claro que la piratería ya no es lo que era. Abordar hoy día, rifle en mano, un buque mercante de 150 metros de eslora, cargado de material informático, que entra en el puerto de Singapur procedente de Japón, tratando de atravesar el estrecho de Malacca para luego seguir hasta Suráfrica, no tiene el mismo encanto que adornaba a los viejos diablos del infierno cuando en 1668, a las órdenes de Henry Morgan, saqueaban Panamá bajo la sincera soflama de su capitán: “Aunque nuestro número es pequeño, nuestros corazones son grandes, y cuantos menos sobrevivamos, más fácil será repartir el botín y a más tocaremos cada uno”. La justicia de su lógica era entonces tan sencilla como demoledora. Ya ha dejado de serlo.
Desde luego, los tiempos han cambiado. El filibustero hace tiempo que dejó de serlo para convertirse en un triste bandido naval, sin la alegría utópica y anarquizante que irradió de aquellos antiguos y agrestes corazones, y que culminó en la Libertalia del capitán Misson: un paraíso bucanero frente al mar malgache –plagado de piratas ingleses, portugueses, negros, mahometanos…– que acabó cuando los buenos indígenas oriundos del lugar decidieron pasar a cuchillo a todos los miembros de la comuna, acabando con el pequeño ensayo de república igualitaria ideada por Misson y su lugarteniente, el fraile Caraccioli. El pirata John Silver de La isla del tesoro no es más que un sueño, como lo fueron asimismo los falansterios, el nihilismo ruso, el anarquismo, Saint-Simon, Rousseau, Fourier, el utopismo y el comunismo libertario. Pero todos esos sueños laten, a su horrorosa manera, en el sucio entramado, manchado de sangre y sal marina, de la bandera negra pirata.
El mar Mediterráneo y el mar de la China fueron escenarios primordiales de la odisea pirata. El siglo XVI comenzó gloriosamente con grandes expediciones, y vio cómo holandeses e ingleses se apresuraban codiciosamente sobre el poderío español en América y Asia. El imperio español fue un revulsivo para la historia de la piratería: sembró sueños oscuros, codicia y deseos de venganza en alguna que otra mente réproba. Y es más que evidente que si dicho imperio español dejó de ser un imperio, fue debido en parte a los implacables oficios de los piratas a lo largo y ancho de más de dos siglos sembrados de correrías, desvalijamientos y robos sin número.
Uno de los que más contribuyeron a empobrecer la Corona española fue Francis Drake, que nació en Tavistok, en el Devonshire, en 1539, y se dedicó desde muy joven a navegar. Viajó con Hawkins a la isla de La Española, transportando esclavos negros procedentes de África, pero fue sorprendido por los españoles y perdió su cargamento e incluso las naves. En represalia, se hizo al corso con objeto de apresar el tesoro que, según se decía entonces, pensaban transportar desde Panamá a España a través del istmo de Darien. Hacerce al corso significaba obtener una patente para robar y saquear con el beneplácito del rey u otros gobernantes; eso sí: siempre barcos de bandera enemiga. La reina Isabel I, fascinada por sir Drake, fue un noble ejemplo de cómo los reyes llegaron a legitimar e institucionalizar la piratería, sobre todo cuando era graciosamente puesta al servicio de sus arcas.
Los piratas formaban una extraña comunidad que, en los siglos XVII y XVIII, en la isla de La Tortuga, incluso tuvo una base internacional: la famosa cofradía de los Hermanos de la Costa, un semillero de proscritos y ratas de mar de todos los colores y nacionalidades, rufianes de corazón atrapado por la niebla oceánica, malos chicos insatisfechos con un mundo ordenado y regido por leyes que no siempre se les antojaban satisfactorias para sus propios intereses. Una hermandad que reunió a tipos tan feroces como legendarios: Pierre Le Grand, el capitán Roberts, Lewis, Agrammont, Low…
Pero los siglos fueron jugando su partida en contra de los herejes luteranos, como se los denominó ingenua y católicamente desde España, en la que no sólo preocupaban sus temibles periplos encaminados a la rapiña, sino, fundamentalmente, la burda y pertinaz manera que tenían aquellos hombres (y mujeres) de violar una y otra vez la fe católica. En el siglo XIX, los adelantos técnicos aplicados a las comunicaciones y a los sistemas de defensa fueron dejando atrás a los facinerosos. Tan rudos ellos, nunca se distinguieron por estar a la última en progresos científicos, y la ley y el orden acabaron ganándoles por la manga.
Precisamente fue el siglo XIX el escenario de las andanzas de la pirata china Ching Shih, o Cheng I Sao (1775-1844), porque la quimera pirata, con su espíritu rabiosamente montaraz, no podía excluir a las mujeres. La irlandesa Grace O’Malley, en el siglo XVI, tuvo su base en la isla de Clare, en Clew Bay. Otra irlandesa (los irlandeses tienen la sangre caliente y fueron espectacularmente proclives a la sanguinaria aventura de los mares), Anne Bonney, hija de un importante abogado, comenzó su carrera en el siglo XVII apuñalando a una chica y acabó convertida en la esposa de un pirata de medio pelo que se la llevó consigo a las Bahamas hasta que la joven lo abandonó por otro cazador de más fortuna: Calico Jack, con quien tuvo un hijo que dejó al cuidado de unos conocidos en Cuba para poder hacerse al mar con buen viento y demostrar su pericia con el machete y la pistola, hasta que se enamoró de Mary Read, una joven inglesa travestida de bucanero, que le robó el corazón a Anne, y quizá también algo más (con los piratas, ya se sabe: suelen afanar todo lo que pillan…). Las dos fueron condenadas a muerte, y al menos una de ellas se libró de ser ejecutada a causa de su embarazo. Charlotte de Berry, Fanny Campbell, Ann Mills… las mujeres sintieron la llamada del corso, que era también la de la libertad. Si cualquier hereje, desclasado, esclavo insurrecto o agitador tenía cabida en la empresa corsaria, las mujeres no iban a ser menos. El odor di femina penetró en los barcos, pero siempre a través de mujeres –muchas de ellas viudas– que se comportaban como auténticos hombres. Es más: que superaban a los hombres en valor, destreza y crueldad.
Yuentsze-Yung-Lun contó la historia de la piratería china entre 1807 y 1810 tratando de escamotearnos el relato miserable y bárbaro de los desmanes bucaneros asiáticos. En China todo es exquisitez, incluso en la atrocidad, venía a decir. Y, además, la piratería china de comienzos del siglo XIX se vio reducida al imperio absoluto de una mujer: Ching Shih, que por supuesto le aportó los donaires, la fineza y la exquisitez propios del sexo débil. ¿Débil? Bueno, es un decir…
Cierto día, la señora Ching se convirtió en la esposa del señor Ching, que desde 1797 dirigía el consorcio de los piratas. Sus barcos distribuían generosamente el terror a lo largo y ancho de todos los ríos y los mares habidos y por haber, hasta que el emperador, más que harto de tanta degollina y expolio, nombró a Ching maestre de los establos imperiales, un título que no hubiera disgustado a sir Francis Drake.
En este punto, el relato de la crónica es contradictorio: según una primera versión, Ching desairó los honores imperiales y continuó como si tal cosa, destripando annamitas y cochinchinos hasta que estos pobres lo mataron en defensa propia aprovechando un descuido en alguna escaramuza. Otros cuentan que, au contraire, Ching se infló como un pavo tras recibir su nuevo título y, por supuesto, una vez que el asunto se le subió a la cabeza, fue perdiendo brío hasta el punto en que sus colegas del consorcio, desolados ante las manifiestas memeces y ringorrangos del jefe, le obsequiaron con un plato de orugas venenosas, servidas con una guarnición de rico arroz. Sea como fuere, el caso es que Ching murió, y, con toda probabilidad, no de muerte natural.
Su viuda, lejos de sentirse desconsolada y abandonarse a una femenil depresión, se hizo cargo del negocio familiar ocupando acto seguido el lugar de su marido. Y llevó el mando y las cuentas con mano y voluntad de hierro. Borges la describe como “una mujer sarmentosa de ojos dormidos y sonrisa cariada. El pelo renegrido y aceitado tenía más resplandor que los ojos”. Yo, sin embargo, prefiero imaginarla como el objeto de este poema chino del siglo XIV: “Atrapada por el viento suave, / su falda de seda ondea y se agita. / El loto florece en los zapatos ajustados, / ¡como si ella pudiera mantenerse sobre las aguas otoñales! / La punta de sus zapatos no asoma más allá de la falda, / por temor a que se vean los pequeños bordados”.
No sé si la señora Ching se ató los pies en su momento. Los pies atados eran por entonces un símbolo de castidad y mantenían a la mujer dentro de casa haciéndola incapaz de andar muy lejos de ella. La señora Ching anduvo por donde le dio la gana. Pero también es cierto que los manuales amorosos chinos eran bastante específicos sobre el uso de los pies atados como zonas erógenas, que constituían una auténtica obsesión sexual.
Con pies atados o libres, la señora Ching se convirtió en la reina absoluta de seis enormes escuadras, con quinientos barcos de quince a doscientas toneladas cada uno, dotados de veinticinco cañones en ambas bandas. No estaba nada mal para una mujer de carácter como ella. Los colores de las oriflamas eran rojo, verde, amarillo, violeta y negro, y la sexta escuadra lucía el emblema de una serpiente. Sus comandantes tenían nombres refinados del estilo de Pájaro y Sílex, Alto Sol, Joya de Toda la Tripulación y Olla Llena de Peces. Aunque podemos objetar que los nombres de los bellacos, más que elegantes, podían pasar por cursis, la verdad es que los capitanes sometían a sus alféreces a un orden nada propio de damiselas. El reglamento de la señora Ching era de todo menos blandengue. Indicaba con meridiana claridad que “si un hombre va a tierra por su cuenta, o si comete el acto llamado ‘franquear las barreras’, se le horadarán las orejas en presencia de toda la flota; en caso de reincidencia, se le dará muerte”. También prohibió “tomar a título privado la menor cosa del botín procedente del robo y el pillaje. Todo será registrado, y el pirata recibirá, de las diez partes, dos para él; las otras ocho corresponderán al almacén denominado fondo general. Tomar lo que quiera que fuere del fondo general traerá consigo la muerte”.
La viuda, como algunos tiranos de la antigüedad griega, cuando se ponía a pensar en castigar una falta, lo primero que se le ocurría –por insignificante que fuera dicha infracción– era penarla con la muerte, así que con las faltas graves ya no se le ocurría ninguna otra penitencia mejor o más ejemplarizante: “Nadie deberá seducir para su placer a las mujeres cautivas apresadas en las ciudades o en el campo y llevadas a bordo de un navío. Se deberá, primeramente, pedir permiso al ecónomo, y retirarse a la cala del navío. El uso de la violencia con una mujer sin el permiso del ecónomo será castigado con la muerte”.
La viuda Ching era tan sumaria como Napoleón, y de una eficacia parecida, según puede deducirse. Pronto prohibió hablar de botín –una palabra con tintes bárbaros, casi occidentales–, y se refirió al fruto de sus rapacerías como “productos trasbordados”, expresión que nos suena a ejercicio posindustrial y globalizado, de una absoluta modernidad.
Mientras su pequeño ejército se entretenía rebozándose de cieno entre los juncos, o jugando a los naipes, o cocinando orugas y embadurnándose el cuerpo con dientes de ajo antes de una ofensiva, en el año 1808 una flota imperial, impresionante incluso para la señora Ching, la atacó sin piedad hasta que los cadáveres flotaron en el mar en tal número que bien podrían haberse confundido con la espuma de las olas. Pero la viuda, con sus ardides, sus profecías, su gong y sus tambores, además de su encantadora ferocidad, venció en la contienda. El almirante imperial, Kuo-Lang, no fue capaz de superar la derrota y acabó suicidándose después de mantener un nada honroso altercado con el lugarteniente de la viuda, el joven y bien cebado Pao, un tipo capaz de llorar como un niñito y de soltar una parrafada filosófica, con ínfulas de lánguido poema en prosa, como la siguiente: “Nosotros somos como los vapores que el viento dispersa, semejantes a las olas del mar que el torbellino levanta. Como bambúes quebrados sobre el mar, flotamos y nos hundimos alternativamente, sin gozar nunca de reposo. Nuestros éxitos en la encarnizada batalla van a hacer pesar pronto sobre nuestros hombros las fuerzas unidas del gobernador. Si nos persiguen por los canales y las bahías del mar, cuyos mapas ellos poseen, ¿no habremos de hacer grandes esfuerzos?”.
Toda una tierna declaración de buenas intenciones que no sirve de mucho porque, en cuanto se liquida el asunto, él y la viuda, junto al resto de los miembros de la flota, se lanzan de nuevo a matar, a saquear y a violar doncellas que luego venden provechosamente en Macao.
El negocio de la viuda continúa siendo de lo más floreciente durante un largo año más, justo hasta que el emperador le envía como regalo a un nuevo almirante, Tsuen-Mon-Sun, que la somete a una tenaz y porfiada cruzada que la deja exhausta y la humilla con la derrota. Dicen las crónicas que su gente se defendió con bravura, se cuenta el caso de una mujer pirata que, armada de un machete en cada mano, les rebanó el cuello a un buen montón de soldados imperiales antes de caer abatida en la cala.
A pesar de todo, la viuda Ching consigue rearmarse y continúa con sus fechorías, gobernando escuadras cada vez más fortalecidas, devastando aldeas y sembrando el terror allá donde pisa o navega, como un ángel de la muerte.
Pekín le envía a un caudillo guerrero de los más temibles: el almirante Ting Kvei, y la señora está a punto de hincarse de hinojos, derrotada, nada más ver la puesta en escena del sujeto. El almirante irrumpe en el mar con una flota inconmensurable armada de astrólogos y máquinas de guerra.
Borges lo contó diciendo que “la viuda se afligía y pensaba. Cuando la luna se llenó en el cielo y en el agua rojiza, la historia pareció tocar a su fin. Nadie podía predecir si un ilimitado perdón o si un ilimitado castigo se abatirían sobre la zorra, pero el inevitable fin se acercaba. La viuda comprendió. Arrojó sus dos espadas al río, se arrodilló en un bote y ordenó que la condujeran hasta la nave del comando imperial. Era el atardecer; el cielo estaba lleno de dragones, esta vez amarillos. La viuda murmuraba unas frases: ‘La zorra busca el ala del dragón’, dijo al subir a bordo”.
Además de las maravillosas invenciones narrativas de Borges, los anales –como siempre– dan dos versiones bien distintas del fin de la viuda Ching, igual que las dieron sobre el de su marido. Para unos, llegó a un acuerdo con el Gobierno y terminó dirigiendo una empresa de contrabando de opio. De nuevo jefa emprendedora donde las hubiese, y antes muerta que modesta, se hizo llamar Esplendor de la Verdadera Instrucción, y quizá se sintió satisfecha por una vez en su vida.
La otra versión cuenta que se retiró de las industrias del mundo y se casó con un gobernador. De ser así, no se sabe a ciencia cierta si volvió a enviudar o si, por el contrario, dejó viudo un día a ese santo varón que tuvo los arrestos suficientes para volver a desposarla.