Las luchas sociales en la antigua Roma
Difícilmente se encuentra en la historia universal otro proceso tan interesante y significativo como el desarrollo de la potencia mundial romana. Y este desarrollo es, para el consiguiente conocimiento histórico, de tanto mayor valor por cuanto se ha realizado, en la parte más esencial, a plena luz histórica. Aun sin tomar en consideración los tiempos de la incierta tradición, los cuentos fabulosos acerca de la fundación de Roma, la dominación y caída de los reyes, y queriendo empezar con los hechos y acontecimientos en algún modo probados, no nos faltará un solo eslabón verdaderamente esencial de esa larga evolución, aun cuando, a raíz de investigaciones más recientes, hay que relegar también al mundo de las leyendas algún suceso por mucho tiempo considerado como cierto. El papel histórico mundial de Roma empieza, afortunadamente, sólo después de rebasado el límite entre el mito y la historia.
Todavía en la segunda mitad del siglo IV (a. J. C), Roma se había extendido sólo muy poco más allá de los límites de la ciudad – estado. El centro de la ciudad es el alma del estado, y la campiña circundante constituye la fuente de nutrición para los ciudadanos. Todavía en esta época los conceptos de ciudadano y agricultor coincidían perfectamente. Aunque había ya varias ramas de artesanos, no es el caso de hablar de industria, a no ser que se quiera derrochar grandes palabras para cosas muy pequeñas. También son escasos los contactos con el exterior, no llenando aún ni el comercio, ni la guerra una función esencial. Las viejas tradiciones están, por supuesto, repletas de hechos de armas que habrían ocurrido en los tiempos antiguos, pero no es el caso de dejarse deslumbrar por las palabras grandilocuentes. Trátase, aún en los hechos más importantes, de inevitables litigios fronterizos, los que fueron luego agrandados por la tradición familiar hasta asumir una significación impropia. Sí se considera en qué estrecha extensión vivían, una cerca de la otra, las tribus en lucha entre sí, y qué pequeño número de hombres podía, dado el exiguo grado de cultura de entonces, hallar allí su sustento, se encontrará en seguida la verdadera medida para la apreciación de aquellos relatos. Roma era, hacía la mitad del siglo IV, una ciudad como muchas otras de aquel tiempo en Italia, sin superar el promedio de las mismas ni en poder, ni en cultura; por el contrarío, las ricas ciudades etruscas en el norte y las griegas en el sur de la península dejaban considerablemente tras de sí, en la sombra, a Roma.
Pero hasta en ese modesto aislamiento su fuerza fue acrecentándose y consolidándose cada vez más, y ya en la segunda mitad del siglo IV empieza a agitarse entre el campesinado romano una necesidad de expansión que exige enérgica y tenazmente su satisfacción. En sus comienzos el avance es lento, pero tanto más seguro. Constancia en progresar, prudencia para asegurarse los éxitos, pero ante todo tenacidad en conservar lo conquistado: estas son las características de aquel gran proceso evolutivo que desembocó en la potencia mundial romana. Sin embargo —y esto podrá parecer contradictorio— los romanos alcanzaron el imperio del mundo contra su voluntad. No hubo, absolutamente, ningún plan preconcebido que guiara esa política imperialista, sino únicamente la necesidad o, lo que en el fondo es lo mismo, la avidez que cada conquista iba renovando. Los romanos que al principio del siglo III a. d. J. habían triunfado sobre los samnitas y Pirro , no podían, seguramente, ni siquiera soñar en el dominio sobre Asia y África; a esta atrevida concepción apenas podían llegar los triunfadores de la segunda guerra púnica . Sólo después de la caída de Cartago y Corinto, ocurrida en el mismo año (146), surge la creencia de que el mundo pertenece, por derecho (“de jure”), al pueblo romano, y sólo desde esta época se marcha con toda energía hacia la gran meta. ¡Y se procede con pasos gigantescos! Transcurrido apenas un siglo, Roma no es tan sólo la primera potencia del viejo mundo civilizado, sino la única desde el Atlántico hasta el Bajo Eufrates.
¡De la pequeña comuna rural latina al dominio del mundo! Es fácilmente comprensible que tal desarrollo exterior no pudo efectuarse sin correspondientes acontecimientos y profundas transformaciones económicas y sociales en el interior. ¿Para qué hubiera podido emplear las riquezas de África y Asia el campesino romano que con duro trabajo trataba de arrancar a la tierra su sustento? Surge, pues, involuntariamente esta pregunta: ¿A quién favorecían los éxitos de la política imperialista romana, o en interés de quién tal política fue en general emprendida? En otras palabras: ¿Quién hacía esa política? Y como la política tiene siempre un fondo real —en la antigüedad estaban aún menos dispuestos que hoy a llevar sus huesos al mercado por fantasmas o ideas—, la pregunta no significa más que esto: ¿Quién era el principal usufructuario o, para usar una expresión corriente, el principal accionista del consorcio estatal? ¿Quién poseía el poder de servirse, en beneficio propio, de los demás?
No hay que figurarse como muy distintas las condiciones de entonces de las de hoy. Los antiguos romanos eran hombres de la índole de los demás: cada cual se preocupaba ante todo de sí mismo, deseoso de convertir en propiedad suya particular la mayor parte posible de los bienes de la comunidad, y en tal sentido cada cual adaptaba su participación en la vida política. Dicha inclinación no variaba en nada por el hecho de que se hiciera todo lo posible para ocultar o disimular las verdaderas finalidades e intenciones con una hermosa fraseología, henchida de patriotismo, desinterés, ética o religiosidad. La historia interior de Roma no es menos materialista que la exterior; ella nos muestra las diversas clases sociales enfrentadas en una lucha ininterrumpida por “un puesto en el banquete de la vida”, como se suele decir hoy con una expresión menos bella, pero más apropiada. Esta lucha, en sus varías fases y formas, constituye el aspecto más interesante de la historia romana especialmente para nosotros que estamos como aturdidos por las luchas sociales de la actualidad.
Se puede fácilmente comprender que el problema social debía asumir en Roma formas muy distintas según el estado de evolución de la potencia romana, la que en sus comienzos tenía la estructura especial propia de una comunidad rural, constituida por agricultores económicamente casi iguales. Si por circunstancias especiales — como el exceso de los nacimientos sobre las defunciones, las penurias creadas por las guerras, el fracaso de la cosecha, etc. —, se producían cambios de posesión en proporciones inquietantes, el remedio podía conseguirse por medidas naturalmente más simples que en un imperio mundial, en el cual un proletariado innumerable reclama de una minoría riquísima la satisfacción de sus derechos. Desde este punto de vista, pues, deseamos analizar la historia de la República romana: es decir, delinear la evolución del problema social en este medio ambiente y en este período. Las luchas entre las castas,
que se combatieron en los primeros siglos de la República, no son en realidad más que luchas sociales, estando en esta fase los partidos sociales separados uno del otro por límites legales de casta. Las luchas sociales de nuestros días tienen su prehistoria también en las contiendas contra los privilegios de casta, los que, aunque desde el punto de vista legal se han derrumbado ya hace un siglo, siguen manteniendo aún una buena porción de su vitalidad.
Hay que dar, ante todo, una mirada hacía los fundamentos principales de una evolución estadual y económica: el país en que ella se ha desarrollado y el pueblo que en la misma fue factor. A menudo se dijo ya —y se debe admitir, sin ambages, la exactitud de esa afirmación, que el curso de la historia de Italia está marcado por su posición geográfica, la que traza a sus habitantes la línea directiva de la mejor política que ellos tienen que seguir. Sí se compara a Italia con la cercana península oriental, Grecia, cualquiera advierte en seguida e involuntariamente estas dos características: unidad itálica y fraccionamiento helénico. Frente a la rica configuración de Grecia, con sus numerosas pero cortas cadenas de montañas, entre las cuales se advierten de inmediato los fértiles valles como centros naturales de cultura; frente a las muchísimas bahías con sus puertos muy bien protegidos, los que, empero, empujan hacia el camino peligroso de una política marítima expansionista; frente, en fin, a un mundo insular que agranda y prolonga. a Grecia en dos direcciones, Italia, por el contrario, ofrece la impresión de una unidad cerrada.
Unitaria es la configuración geográfica del país, cruzado, casi como por un eje central, por los Apeninos, en cadenas paralelas entre sí. En el este esa cordillera llega a tocar, casi en todos los puntos, el mar Adriático, quedando sólo la región de Apulia, por su configuración llana (tablero de las Pullas), apta para la evolución cultural. Mas su posición excéntrica constituye un obstáculo, entonces insuperable, para la expansión económica y política en toda la península. El oeste se encuentra derrochando sus exuberantes energías en alcanzar éxitos parciales, para ir más tarde al derrumbe completo por la falta de un estado nacional vasto y poderoso, los romanos ni siquiera se habían atrevido a extender sus brazos bacía las islas cercanas del mar Tirreno, antes de que se sintieran del todo seguros en su península. Sólo la unidad nacional puede preservar a Italia de la dominación extranjera: esto lo demuestra la historia moderna no menos que la antigua.
El hecho de que fuera escogida la comunidad agrícola romana para este proceso de unificación, se debe a razones de varía naturaleza. De conformidad con las consideraciones acerca de la situación geográfica, resulta evidente que la potencia predominante no podía desarrollarse sino en una de las dos planicies occidentales: en el Lacio o en la Campania. Los pueblos montañeses, dedicados principalmente al pastoreo, son los menos aptos para una tarea tan trascendental.
Solamente en conjunción con el cultivo de los campos puede desenvolverse un bienestar colectivo, que es la base indispensable para el desarrollo de una gran potencia política. Sí la Campania, más al sur, más extensa, más feraz y más dotada de puertos naturales que el Lacio, tuvo que ceder frente a Roma, esto se explica únicamente por razones históricas. La Campania era en su mayor parte una colonia griega y sus costas estaban completamente en manos griegas. Pero los griegos nunca pensaron emprender una política itálica, como nunca hubieran admitido una unidad política con los “bárbaros” itálicos. Su mirada se volvía hacia la madre patria y las otras colonias griegas, diseminadas en los cercanos y lejanos mares.
Por otra parte, la gran empresa de unificar a Italia no se concillaba con el espíritu helénico. Este sabía entusiasmarse por una alta y gran finalidad, intentando alcanzarla con el empleo de toda su energía y soportando cualquier sacrificio, pero abandonaba todo intento para conseguirla al fallar el primer golpe o asalto. El trabajo lento y tenaz que Roma empleaba para realizar sus fines, era inconciliable con el temperamento griego; la política una situación más favorable. Aquí los Apeninos dejan dos regiones aptas para cultivo: el Lacio, o sea la llanura cruzada por el Tíber, y la Campania, atravesada por el Volturno, cuya ciudad más poderosa era Capua, actualmente cabecera de provincia casi insignificante. En aquella época el Lacio y la Campania eran rivales, y a tal punto, que aún dos siglos más tarde, cuando la victoria de Roma era ya un hecho histórico, no se había olvidado el miedo a la metrópoli campana. Cicerón aconsejaba no emprender ninguna medida tendiente a mejorar la situación de Capua, para así evitar que algún día Roma tuviera que ceder su supremacía a la ciudad rival, más favorecida por la naturaleza.
También la costa occidental de la península apenina se queda muy atrás frente a la configuración marítima de Grecia. En efecto, en lugar de las bahías y puertos bien protegidos de las costas helénicas, la parte de Italia bañada por el Tirreno presenta un conjunto casi uniforme, con pocos y malos puertos. De tal situación derivan dos desventajas, muy evidentes: esa costa ni ofrece un punto inicial para una política de ultramar, ni tampoco asegura protección suficiente contra agresiones o invasiones enemigas. Por estas razones, Roma no pudo pensar en una política conquistadora fuera de Italia, sino después de haber garantizado la incolumidad del Lacio mediante la unificación de Italia bajo su dirección. Los astutos romanos sabían perfectamente qué hacían al tratar a los pueblos itálicos vencidos con una benignidad extraordinaria para aquellos tiempos. A los pueblos itálicos, aun a aquellos de raza completamente distinta, había que tratarlos bien, a fin de que en ocasión de invasiones extranjeras vieran en la seguridad de Roma la seguridad para sus propios intereses: más aún, un daño mayor para ellos que para la metrópoli en la eventualidad de una derrota. Y esto no obstante haber constituido siempre el vínculo federal una disfrazada sumisión a la ciudad del Tíber. Los acontecimientos dieron plena razón a esa política. Mientras los fenicios y los griegos cruzaban todos los mares a la búsqueda de colonias.
Grecia carecía de una línea de acción consecuente, no sabía contenerse sabiamente a tiempo y descuidaba los pequeños detalles. Además, las colonias griegas estaban profundamente divididas por mutuos celos y rivalidades, y todos padecían, más o menos, pruritos de grandeza, siendo así que mientras se extenuaban y consumían en luchas desiguales y estériles, Roma, con su método pausado y tranquilo, iba ganando cada día más terreno.
Sería erróneo pensar que Roma fue en la planicie latina la única pretendiente a la función histórica de unificar y dirigir a Italia. En el Lacio había varías otras comunidades rurales, que desde épocas lejanas gozaban, al lado de Roma, de iguales derechos e importancia. Hay más; antiguas necrópolis revelan que en un período anterior el papel directivo en la región perteneció a una ciudad de los montes Albanos, Alba Longa. Empero, Roma poseía condiciones de existencia y desarrollo más favorables que sus rivales, lo que hizo posible una aplicación más amplía e intensa de sus energías.
A unos 25 Kilómetros del mar y en inmediata proximidad del río Tber, se extiende una corona de colinas, utilizadas, al par de muchas otras en aquella llanura, por los campesinos para la construcción sobre las mismas de sus viviendas, mientras los campos de cultivo se extendían alrededor de las pequeñas alturas. Tales comunas, una cerca de la otra, no podían vivir y prosperar por largo tiempo sin mantener mutuas relaciones. Contactos amistosos u hostiles debieron ser la consecuencia lógica e inevitable de esa situación, llegándose por fin, después de muchos rozamientos y malas experiencias, 3 reconocer que la solución ventajosa para todos no podía ser más que la unión de todos los villorrios en una sola comunidad. Fue de esta unión de dónde surgió un estado potente y superior a las demás comunas latinas, frente a las cuales aquél gozaba también de condiciones de vida más favorables, como ser la inmediata proximidad del más grande río de la campiña latina. No habiendo desde Roma a] mar, a lo largo del Tíber, otros lugares habitables, era muy natural que la nueva ciudad – estado extendiera su poder e influencia hasta la costa marítima. De esta manera, Roma llegó a ser el emporio comercial de los pueblos de los Apeninos con el mundo exterior. La fundación de una escala marítima, la colonia de Ostia, pertenece ya a los primeros tiempos de Roma, atribuyéndola la tradición al cuarto de los reyes legendarios, Anco Marcio. Aun cuando no hay que exagerar la importancia comercial de Roma, es un hecho indiscutible que su posición geográfica le aseguraba gran ventaja sobre las demás comunas latinas. Tampoco las poblaciones radicadas en la costa del mar podían representar un factor de peligrosa competencia, por faltarles la arteria comercial del río y estar expuestas a las frecuentes invasiones y depredaciones de los piratas.
Otra circunstancia, aparentemente baladí, ha sido considerada como factor importante de la superioridad de Roma. A lo largo de la costa de Ostia se extendían las salinas, cuya explotación constituía una fuente de ganancias casi gratuita. Mientras las demás comunas latinas, especialmente las de las montanas, debían hacer grandes economías para poder adquirir los objetos metálicos, las herramientas de labranza y las armas necesarias, todo lo cual era suministrado principalmente por los etruscos, especializados en la explotación de minas, Roma estaba en condición de llevar a los mercados un artículo que podía vender a precio muy superior a. su costo de producción. Esto constituía realmente un elemento muy apreciable de superioridad. Los habitantes de la cercana Vejí contemplaban con envidia las salinas romanas, y trataron de arrebatarlas a sus propietarios en combates violentos, pero estériles. Cuan intenso debe haber sido el comercio de este mineral, lo indica el nombre que los romanos dieron al camino que desde Roma conducía al país de los sabinos y los picentos en dirección al nordeste, uno de los más antiguos de Italia y que aun hoy conserva su vieja denominación de “Vía Salaria” (Camino de la sal).
Pequeñas causas suelen producir grandes efectos, especialmente si, como fue el caso de Roma, ellas son explotadas de modo consecuente, eliminando la posibilidad de que la preponderancia, una vez alcanzada, pueda ser disputada por otras comunidades vecinas. La diferencia potencial que separaba a la ciudad del Tíber de sus rivales latinas, fue acrecentándose cada vez más, hasta que aquélla se volvió al fin la más poderosa, logrando, naturalmente no sin luchas sangrientas, ser reconocida por todas las comunidades como centro y guía de la región. Una tras otra fueron aplastadas por la poderosa rival, y las más cercanas reputaron muy conveniente perder no sólo su independencia política, sino también la económica, fusionándose completamente con Roma. Se conservan aún los nombres de numerosos castillos que un tiempo se levantaban en la campiña romana, pero que desaparecieron ya antes de la entrada en la época histórica. Según Plinio el Viejo, escritor del primer siglo después de Cristo, el número de las comunas desaparecidas sin dejar rastro se elevaría a cincuenta y tres.
Que, al lado de esas condiciones naturales y económicas, hubieran influido en la evolución de Roma también factores personales, etnográficos, es decir, que los habitantes de los castillos romanos habrían sido realmente hombres de tipo selecto, muy superiores en valor a los demás latinos e itálicos, eso ha constituido a menudo un artículo de fe para los romanos, pero difícilmente es un hecho demostrable o demostrado. Sin embargo, se puede afirmar con mucha razón que, entre todos los pueblos establecidos en Italia, ¡os itálicos estaban predestinados al dominio sobre toda la península. Y esto por los motivos que ya hemos expuesto y que iremos exponiendo. Si la estructura geográfica de Italia presenta aspecto unitario, no por eso tiene el mismo carácter su población. Bajo el nombre de “itálicos” no hay que entender la población primitiva de la península. “Itálicos” es la denominación convencional de una rama del tronco indo – europeo, que en época muy remota, pero no precisable exactamente, viniendo desde el norte, cruzó los Alpes y se estableció en la llanura padana. De aquí fueron desalojados —en una época también imprecisable por los etruscos, debiendo, por lo tanto, refugiarse en la parte central y meridional de la península. La población que aquí encontraron los itálicos era muy probablemente también una rama del tronco indo – europeo, y precisamente los yapigios y mesapios, pertenecientes a la misma raza que había poblado la península balcánica en la época prehelénica y cuyos descendientes son los actuales albaneses. En la época histórica encontramos los restos de esos pueblos, los yapigios – mesapios, en la punta meridional de Apulia, donde se acogieron en su mayor parte a la cultura superior de las colonias griegas, mientras en las otras partes del país fueron desapareciendo más bien por asimilación que por extirpación o expulsión. La inmigración de los yapigios – mesapios está completamente envuelta en tinieblas; sin embargo, parece que llegaron a Italia por mar, a través del canal de Otranto, y a consecuencia de la penetración griega en la península balcánica. La población encontrada en Italia por los yapigios – mesapios, y por ellos desalojada, pertenecía, como se admite generalmente, a los Iígures, raza no indo – europea y quizás la más atrasada entre los pueblos de la península apenina, y tal vez de Europa. Los Iígures vivían, aún en los tiempos de Augusto, en un estado semisalvaje en los Alpes marítimos, constituyendo un constante peligro para sus vecinos civilizados.
Es evidente que no podían ser ni los yapígios, desprovistos de cultura independiente, ni los Iígures, incapaces de cualquier desarrollo, los llamados a una misión histórica mundial. Pero tampoco los etruscos, quienes, penetrados en Italia desde el nordeste, habían ejercido por largo tiempo papel prominente en el Mediterráneo occidental, estaban en situación de asumir el papel directívo en la península. Eran, es verdad, muy superiores en cultura a los yapigíos y los lígures, pero demasiado superficiales para estar a la altura de aquella tamaña tarea. Los numerosos monumentos de su cultura revelan claramente que los etruscos tenían la mejor intención de hacer algo atrayente según modelos extranjeros, especialmente griegos, pero no llegan nunca a penetrar el espíritu de la cultura importada, quedando por eso pegados a la forma, para acabar por cristalizarse en el materialismo más vulgar. ‘Esto se nota especialmente por la deformación que de las obras de arte griegas hicieron los etruscos ; sin darse cuenta siquiera del objeto representado, imitaban con sus manos inhábiles los origínales, desfigurándolos insensatamente hasta lo irreconocible. Añádase que, muy probablemente hacía el fin del siglo VII (a. J. C. ) el esplendor político de los etruscos tuvo un derrumbe prematuro. La invasión de los celtas o galos en el valle del Po partió en dos la compacta masa etrusca: una parte, los retos, fue empujada violentamente hacia los Alpes, mientras la otra tomó posesión de los Apeninos septentrionales . A consecuencia del régimen de gobierno estrictamente aristocrático, la casta dirigente fue entregándose a una vida de lujuria cada vez más podrida. “Gordos y sacios”, decían los romanos refiriéndose a los etruscos, aunque en los primeros tiempos tuvieron que temblar bastante frente a ellos: sentencia que se ajusta perfectamente a las figuras toscas y gordas de los monumentos sepulcrales etruscos.
Ninguno de esos pueblos podía, pues, medirse con los itálicos en cuanto a cualidades y prendas naturales. Y aunque las tribus gálicas, que ocupaban desde el fin del siglo VII la llanura padana, quizás reunían en sí dotes naturales análogas a las de los itálicos, su estado cultural no estaba, sin embargo, tan desarrollado como para que pudieran ponerse a la cabeza de todos los pueblos de la península.
Los itálicos habitaban el valle padano desde tiempos antiquísimos. Las moradas, muy numerosas, descubiertas en esa región, no pertenecen a ninguno de los pueblos que anteriormente o después se establecieron en Italia. Construidas sobre terreno firme o en agua, esas viviendas se asemejan mucho a las suizas, edificadas también sobre palos o estacas. Los residuos, amontonados -alrededor de esas construcciones, ofrecen un testimonio elocuente del nivel cultural de los itálicos. Si es verdad que “el hombre es lo que” come”, tenemos motivos justificados para poner a ese pueblo entre los civilizados. La masa principal de aquellos restos la constituyen desperdicios o residuos de cocina, que se acostumbraba tirar más allá del borde de las viviendas. De esos residuos se desprende cómo el medio primitivo de alimentación, el de la caza y pesca, estaba entre los itálicos ya superado. En más de cien aldeas de madera se halló un solo espinazo de pescado, que puede haber llegado a esos yacimientos por puro acaso. Pero aun cuando dada la abundancia de pescado en los varios ríos de la región, aquella escasez de restos se quiera considerarla como pura casualidad, puede observarse, por otra parte, que en general la alimentación ofrecida por la naturaleza ocupaba un lugar muy secundario frente a la que se había desarrollado por los progresos de la cultura. Los restos de jabalíes y ciervos casi desaparecen frente a los productos de la ganadería racional. La carne vacuna y porcina debió, a juzgarse por los restos, consumirse en gran cantidad, mientras son muy escasos los huesos de lanares.
Al lado de la ganadería vino practicándose intensamente el cultivo de los campos, como lo demuestra el fruto que requiere mayor desarrollo técnico: el trigo. Los itálicos de entonces todavía no cocían pan, sino que reducían los granos triturados a una especie de papilla.
Se cultivaba también la vid, pero no habiéndose conservado ningún resto de recipientes, es de suponer que el arte de prensar la uva era aún desconocido y que los granos se consumían como fruta solamente. También se han encontrado, en mayores cantidades, manzanas, ciruelas, cerezas, nueces y pistachos, pero de tan pobre calidad, que se puede casi descartar que hubiera habido una fruticultura, siendo, en cambio, muy probable que aquellos frutos fueran de origen selvático. Las excavaciones practicadas demuestran que el arte de fundir bronce era ya conocido, aunque no habían sido todavía abandonados los utensilios de piedra. Y que los objetos de bronce no eran importados del exterior, lo demuestran algunos moldes de fundición (de arcilla pulida), encontrados en el lugar. La relativa escasez de objetos metálicos hallados se explica por el hecho de que los utensilios de piedra o arcilla, una vez inutilizables, eran simplemente tirados, mientras que los de bronce conservaban siempre su valor material y podían refundirse. Naturalmente, tanto los objetos de bronce como los de piedra y arcilla eran labrados en forma muy primitiva: de una gran industria o arte no es el caso de hablar, habiéndose tratado sólo de procurarse los medios e instrumentos para la satisfacción de las más indispensables necesidades de la vida, y no pudiéndose, por lo tanto, pensar en exportaciones de ninguna especie.
Este era el nivel de cultura en que se encontraban aquellos itálicos que debieron emigrar del valle del Pó, a raíz de la invasión etrusca, y se establecieron por fin en el Lacio. Aquí la industria de la arcilla y del bronce no progresó ni en extensión ni en perfección, y en la agricultura se observa más bien una regresión. El trigo aparece reemplazado por la espelta, de menor provecho. Es posible que durante las largas peregrinaciones la técnica, más difícil, del cultivo triguero se haya perdido o que la naturaleza de la campiña latina fuera menos favorable que la llanura padana para el cultivo de aquel cereal: el hecho es que transcurrieron varios siglos hasta que el trigo pudo desplazar la espelta de la agricultura romana. Lo cierto es que los latinos más antiguos se presentan como el mismo pueblo que habitó el valle padano, los itálicos: como éstos, se nutren de los productos de la agricultura y la ganadería, mientras que el comercio y la industria carecen todavía de toda importancia.
Las condiciones sociales de este pueblo de campesinos eran las mismas que se advierten en casi todos los pueblos de cultura primitiva. La tierra, en cuanto servía para el cultivo y el pastoreo, no había pasado aún a ser propiedad privada, buscando, en cambio, los miembros de las tribus arrancar a la tierra, por el trabajo en común, los productos necesarios para la vida. Una reminiscencia de tales condiciones se ha conservado en la vieja tradición, según la cual Rómulo, el legendario fundador de Roma, había asignado a cada ciudadano la posesión privada de medía hectárea de tierra. También en tiempos históricos, por ejemplo en la fundación de colonias, la propiedad asignada a sus componentes importaba muchas veces media hectárea para cada uno: un lote de esa extensión se llamaba comúnmente “heredium” (la parte de la herencia), y fue en el transcurso del tiempo hasta adoptado como unidad de medición.
Naturalmente, no se trataba, en ese “heredium”, de campos para el cultivo de cereales. Con media hectárea de tierra —en la cual posiblemente debía incluirse el terreno para la habitación, para los implementos y los animales de labranza, no puede vivir ningún hombre, ni siquiera disponiendo de nuestros medios de cultura intensiva, y tanto menos con la técnica agraria, poco desarrollada, de entonces. En esa media hectárea débese más bien comprender la vivienda y la huerta, de las que salió la propiedad privada, mientras los campos de cultivo y pastoreo seguían siendo propiedad común de la tribu. La vivienda y la huerta constituyeron, la primer condición para el desarrollo de la familia que iba desligándose del conjunto de la tribu; no obstante esa separación, la labranza de la tierra y el pastoreo podían efectuarse aún en común por un mayor número de familias.
Esta actividad económica en común ofrece poco fundamento para diferenciaciones sociales, cuyos primeros gérmenes han surgido, en todo caso, de la distribución o división del ganado, que en la época más antigua era también propiedad de la tribu o del conjunto de familias. El ganado es el primer artículo de comercio dentro de la tribu, y de ello proviene que en época posterior la palabra “pecus” (ganado) diera origen a los vocablos “pecunia” (dinero) y “peculium” (propiedad particular de los miembros y siervos de familia). Empero, aun cuando por circunstancias diversas las existencias de ganado entre los componentes de la tribu podían variar muy sensiblemente, ello no podía provocar crisis sociales serias dentro de la comunidad. En la comarca común había siempre garantía suficiente contra la falta de alimentos, hasta para el criador de ganado menos afortunado.
Los itálicos no eran, empero, los únicos pobladores de la región. En la toma de posesión de un país surge siempre esta importante cuestión: ¿Qué debe hacerse con los anteriores propietarios vencidos? Ellos tienen que abandonar sus tierras y buscar en otras partes nuevos campos y praderas, o quedarse en el país a discreción del vencedor. Este, a su vez, puede, según su voluntad, degollarlos, esclavizarlos o tolerarlos cerca de sí hasta con cierta consideración. Los itálicos, al tomar posesión del Lacio, parecen haber elegido el último camino. En realidad, al lado de los ciudadanos que gozaban de plenos derechos, encontramos en los tiempos más antiguos a una clase de hombres, bien tratados, pero sin derecho alguno, en la que hay, indudablemente, que reconocer los restos de la población preitálica. Es significativo que se les llamara “los obedientes” (“clientes”). Aunque no gozaban de los derechos civiles, y, ante todo, de la participación en la propiedad colectiva, participaban no obstante en la labranza común de la tierra, siendo compensados por su trabajo con el suministro de los víveres necesarios. Esta reglamentación de las relaciones entre los dos pueblos indica, incontestablemente, una mentalidad pacífica y práctica, propia de agricultores, que aquí ha encontrado, con clara perspicacia, el camino más provechoso para salir de las dificultades.
No hay que olvidar que los romanos necesitaron muy largo tiempo para volverse ese pueblo belicoso y conquistador que todos conocemos. Durante casi mil años han labrado pacífica y modestamente sus tierras, antes de iniciar, con la unificación del Lacio, bajo su dirección, su política mundial. Cierta historiografía antigua y moderna ha tratado, a menudo, de suprimir esa comprobación, trocando, con exageraciones deslumbrantes, las inevitables peleas fronterizas en grandes batallas acompañadas de hazañas inauditas. La antigua población campesina era profundamente pacífica. Ciudadanos y súbditos dividían entre sí, naturalmente en proporciones distintas, los productos del trabajo común, conviviendo juntos en buena armonía por todo el tiempo en que esas relaciones pudieron mantenerse en su primera sencillez. Esto está confirmado también por el ulterior desarrollo de la “clientela”.
Un cambio en esta próspera situación tenía que ocurrir cuando las ventajas de la colonización romana empezaron a manifestarse también en las relaciones con las comunidades vecinas. Roma crecía, debido a sus mejores condiciones de vida, más intensamente que las pocas comunas vecinas, menos favorecidas. El número de la población aumentaba constantemente, de manera que la comarca ya no bastaba para nutrir a todos, tanto más cuanto que el estado floreciente de Roma ejercía cierta atracción sobre los componentes de otras tribus, que se veían inducidos a abandonar su viejo nexo estadual. Cualquier desarrollo externo de esta naturaleza determina cambios en el interior, siendo imposible extender a todos los miembros de la comunidad las ventajas de los nuevos éxitos. Quien interviene primero y con mano más firme, adquiere frente a sus compañeros una ventaja difícil de alcanzar, y el viejo refrán, según el cual “el que más tiene, recibe más y más pronto, y el que menos tiene, pierde fácilmente hasta lo poco que posee”, habría demostrado su justeza ya en aquella época.
En esta fase del proceso evolutivo, la tierra en propiedad común tenía que ser forzosamente un obstáculo para el progreso ulterior. El trabajo más provechoso quedaba sustraído, por ese “comunismo” primitivo y exotérico, al libre juego de las fuerzas. Cuanto más aumentaba el valor del individuo, tanto más crecía el impulso de romper esa cadena . Y, como en todos los lugares, también en la comunidad romana el crecimiento de la cultura estaba ligado, en aquellos tiempos, a ¡a propiedad privada, esto es, a la división de las tierras. Mas un cambio semejante no puede efectuarse de un día a otro, sino paulatinamente, en múltiples gradaciones. Así la primera distribución de tierras no se hizo a favor de los individuos, sino de las familias . Y esto se desprende del hecho de que la más antigua división geográfica del país se hacía según ¡os conjuntos de familias, las llamadas “curias”, como asimismo en épocas posteriores los más antiguos distritos de la comuna (las “tribus”) se denominaban según las familias establecidas en ellos.
Esta distribución de las tierras entre las familias que tenían una ascendencia común más o menos lejana, debía conducir a importantes desplazamientos económicos. Aunque en los primeros tiempos los lotes de tierra eran repartidos equitativamente según su extensión y calidad, atenuándose, como ocurría en otras regiones, por cambios periódicos las incipientes desigualdades, es cierto que en el transcurso de los años el número de los miembros de esos conjuntos, la mayor inteligencia y energía en uno u otro, debieron hacerse sentir también en la diversidad del rendimiento del trabajo. Y por pequeñas que hayan sido en los comienzos esas diferencias, habrán dado seguramente a una parte de los componentes de la tribu una posición de privilegio, la que, explotada conscientemente, se volvía cada vez más sensible, hasta crear dentro de la comunidad un abismo insuperable entre ricos y pobres.
Para los subyugados, los clientes, esa evolución no tuvo al principio mucha importancia. Si antes su existencia se basaba en su relación con la comunidad, ahora entraban en una análoga dependencia frente a las familias. Semejante dependencia era, por su misma índole, más estrecha que la anterior. Por una parte, era más pesada a raíz de la mayor proximidad de los patronos y por el inmediato contacto con los mismos; por otra, tenía también sus ventajas. Las relaciones se volvieron más estrechas, más personales, y en caso de necesidad el cliente podía contar de parte de sus protectores con una ayuda mayor que la ofrecida antes por la comunidad.
Los mismos fenómenos, y en proporciones mayores, debían presentarse cuando en su ulterior desarrollo también la economía familiar se volvió insostenible y tuvo que ceder el puesto a la economía privada. También en eso hubo varias fases de evolución. En los comienzos, el trabajo era tarea común de todos los componentes de la familia o clan, mientras que el producto se dividía entre ellos y los clientes. Más tarde se distribuyó la tierra entre ellos, dejando a cada uno lo que podía sacar de su lote. Tratábase de una especie de arrendamiento, por el cual toda la familia seguía figurando como propietaria frente a cada miembro arrendatario. El arriendo se hizo al fin hereditario, y poco a poco fue desapareciendo la conciencia de la condición de arrendatario. Este cambio económico repercutió también en las condiciones sociales. El vínculo que ligaba entre sí a los miembros de la tribu, fue relajándose, mientras el lazo familiar iba estrechándose cada vez más sólidamente, tanto que ya al principio de la época histórica se advierte que casi todas las funciones, anteriormente ejercidas por miembros de la tribu, están ahora concentradas en manos del padre de familia. El antiguo poder de la tribu lo recuerda sólo la disposición por la cual en algunas circunstancias —exposición de un hijo, casamiento de una hija, enajenación de inmuebles—, el “pater familia; ” (padre de familia) tenía que acudir al consejo de cierto número de compañeros de la tribu; más tarde, esos consejeros descendieron al papel de simples testigos del acto.
A la familia pertenecen, en adelante, también los clientes, quienes entran con su protector (patronus) en la tan exaltada relación de “piedad” (píetas). Entre el patrono y el cliente no se admite ninguna interposición jurídica, como tampoco entre el hombre y su mujer, o entre el padre y el hijo. La relación era hereditaria y fue perdiendo cada vez más el carácter precario que en alto grado había tenido en los comienzos. Con el transcurso del tiempo, y como efecto de la estrecha convivencia de vencedores y vencidos, se había borrado toda diferencia racial, habiéndose asimilado los clientes a sus patronos de tal manera que ya no quedaba ningún signo notable de su antigua raza o estirpe. La clientela se convirtió, con el tiempo, en una relación puramente privada, de carácter económico, entre el fuerte y el débil, y al fin no era raro el caso de que ciudadanos más pobres, de indudable descendencia romana, entraran con un ciudadano rico en la relación de clientes, para asegurarse así la existencia.
Mientras la diferencia racial entre ciudadanos y clientes no llevaba en sí los gérmenes de mayores contrastes, el cambio ocurrido en las relaciones económicas tenía, por el contrarío, que provocar entre los romanos un antagonismo destinado a llevar la comunidad a crisis muy peligrosas. Las diferencias de posesión se hicieron en el transcurso del tiempo cada vez mayores, estando demasiado radicada en la índole de los más ricos y los más pudientes la inclinación a explotar en toda forma su superioridad para la obtención constante de nuevas ventajas. La comunidad acabó así por transformarse ‘en sus manos en un medio para reducir a la condición de tributarios a los ciudadanos menos acaudalados, haciéndoles trabajar para ellos: vale decir, intentaron por todos los medios a su disposición convertir su superioridad ocasional, pero real, en duradera y legítima.
Esta aspiración de los mayores terratenientes al poder político está reflejada claramente en la constitución del Estado. La monarquía tuvo en la Roma antigua la forma con la cual se había desarrollado, en tedas partes, del seno de la república primitiva, es decir, la forma de monarquía patriarcal. Se nombraba al más anciano o a otro en quien se confiaba encontrar un juez justo, un general valiente y un pío sacerdote, sin necesidad, por la exigua extensión del territorio, de un pesado aparato gubernamental, ni de un gran cuerpo de funcionarios. Él rey y la Comuna, es decir, la totalidad de los ciudadanos libres, han sido por largo espacio de tiempo los primeros y únicos poderes, y esto ofrecía la garantía de un régimen democrático, abierto a todas las pretensiones justificadas. La situación, empero, debía cambiar con el aumento del territorio estatal. El rey no podía ahora ejercer por sí solo todas sus obligaciones y funciones; por otra parte, si para cada decisión se hubiese querido reunir a toda la comunidad, el trabajo en los campos se hubiera resentido mucho, dado el gran número de asambleas que habría requerido la multiplicidad de los asuntos. Fue, por lo tanto, menester aliviar al rey, agregándole fuerzas auxiliares, y establecer al lado de la Asamblea popular, a la que quedaban reservadas las cuestiones más importantes, una especie de comisión o Consejo para el despacho de los asuntos corrientes.
En esta innovación institucional reside la raíz de. ulteriores diferencias sociales. El rey, a pesar de su posición excepcional, de sus prerrogativas y compensaciones (lista civil), ya no podía tener influencia preponderante en la división de los bienes entre los miembros de la comunidad. Desde ahora en adelante, la decisión sobre la mayor parte de los asuntos comunes estaba en manos de una minoría, cuantitativamente no tan insignificante, la que, por supuesto, empleaba todo su poder en su provecho. Es indiferente saber cuál ha sido en la época más antigua la relación jurídico – estatal entre esos poderes, es decir, si el rey era nombrado, como en los últimos tiempos de la monarquía, por el Consejo de los ancianos —Senado—, y sí los miembros de ese Consejo, al igual que los funcionarios, eran hechura del rey u un cuerpo elegido por el pueblo: de todo esto se sabe muy poco. Comprobamos solamente el resultado inevitable de tales instituciones también en Roma: la división del pueblo en dos clases bien distintas.
Así surgió en la ciudad del Tíber la misma antítesis entre gobernantes y gobernados que se había desarrollado sobre idénticas bases en los lugares más diversos y en las más diversas épocas: la separación entre nobleza y pueblo o, como en Roma se usó llamar a esas clases, entre patricios y plebeyos. “Patricias” se denominaban las familias nobles, las de los ancianos de la comunidad (“patres”), mientras la palabra “plebeyos” derivó de “plebs”, la multitud. Así debemos representarnos, en sus grandes líneas, el desarrollo de las relaciones sociales en Roma, antes de que la plebe, perjudicada en sus intereses y derechos, llegara a darse cuenta de su subordinación a una casta señorial, numéricamente mucho más débil.
LEÓN BLOCH
gracias estaba muy interesante este articulo me sirvió de gran ayuda
no esta lo que yo quiero
por que no les sirvió? ami si
que mentira tan lacra
Muy interesante artículo.
a mi también me sirvió!
estamos en lo cierto!