Mentira de estado
Pocas cosas han puesto de manifiesto con tanta evidencia la indignidad y la miseria moral de nuestra casta política y judicial -y de una buena parte del conjunto de la sociedad que en no pocas ocasiones se comporta como un rebaño-, como los atentados del 11 de marzo de 2004. Siete años llenos de mentiras oficiales y oficiosas. Siete años de un alarmante e infecto silencio en el mejor de los casos o, en contraste, una obstrucción obsesiva por evitar que se conozca, de una vez, que pasó realmente aquella funesta mañana de invierno en Madrid.
Confieso que yo mismo fui uno de los muchos que creyeron en un principio en la versión gubernamental y hasta en los terroristas suicidas que, según cierto periodista, vagaron por los trenes, sin que hasta la fecha conozcamos cuales fueron las fuentes oficiales que informaron de semejante falacia. Fui uno de los muchos que salió a la calle enervado por la duda de quién había sido y pidiendo responsabilidades al gobierno de turno. Pensaba, tal vez más con el estómago que con la cabeza, que los atentados eran obra de un grupo islámico como venganza por la participación de España en la guerra de Iraq y que los autores materiales eran, al hilo de lo que la versión oficial filtraba a la prensa, los islamistas que supuestamente se suicidarían pocas semanas después en el famoso piso de Leganés. Pero como la verdad manipulada es tan frágil como la línea que divide la moral de la indecencia y la lucha encarnizada por el poder, fue así como empezó a orquestarse la gran mentira de estado.
Las primeras investigaciones se centraron, en tratar de averiguar quién estaba detrás de esos autores materiales, por tanto, en averiguar quiénes eran los auténticos cerebros intelectuales de la masacre. Todo parecía evidente hasta que la oficialidad se empezó a tambalear y la filtración a los medios de los primeros tomos del sumario instruido por el juez Del Olmo nos permitió reparar que había una multitud de detalles de la versión oficial que sencillamente no se ajustaban a la realidad. Se originó, entonces, lo que algunos insistieron en calificar como la teoría de la conspiración y los conspiranoicos. Había, sin embargo, algo evidente. El número cuantioso de incoherencias que se estaban descubriendo en torno a las pruebas era de tal calibre, que se empezó a sospechar que las pruebas del caso podían haber sido manipuladas y que podría existir una presunta trama policial. Bien para colocar pruebas falsas o bien para manipular lo encontrado. Y ahí tenemos el caso de la famosa mochila de Vallecas, del explosivo encontrado en la Renault Kangoo, el Skoda Fabia para transportar a los terroristas o tal vez los falsos terroristas suicidas, que nunca existieron.
Fue, a la sazón, cuando el químico perito Antonio Iglesias, uno de los peritos independientes designados por la Asociación de Ayuda a las Víctimas del 11-M, publicó el libro Titadyn y se empezó a vislumbrar la mayor de las mentiras: la de que en los trenes estalló Goma-2 ECO, cuando en realidad lo que estalló fue Titadyn. Esto cambió completamente el rumbo de los acontecimientos, porque, ¿cómo se puede cerrar un caso si no conocemos el arma homicida, si no sabemos quién colocó las bombas ni tenemos la certitud de dónde se situaron exactamente? Pero es que, además, los tribunales no han reconocido siquiera identificar a los presuntos autores intelectuales de la matanza. Si fue un atentado de Al Qaeda, ¿por qué el Partido Socialista quería relegar el 11-M al cajón del olvido? ¿Por qué Rubalcaba obstruye la investigación hasta el punto de haber retrasado un año la entrega de algo tan simple como la lista de los Tedax que intervinieron en la recogida y traslado de las muestras? Y si fue un atentado de ETA, ¿por qué el Partido Popular tampoco se atreve a hablar del 11-M? Demasiadas preguntas cuya respuesta empieza a vislumbrarse cuando menos como nauseabunda.
Como muestra, Juan Jesús Sánchez Manzano, el que fuera jefe de los Tedax, y presuntamente el adalid de la trama, interrogado hace algunos días como imputado por una querella de la Asociación de Ayuda a Víctimas del 11-M, que le acusa de ocultación de pruebas, falso testimonio y denegación de auxilio a la Justicia por la destrucción de casi todos los restos de los explosivos y su negligencia a la hora de identificar el tipo de dinamita utilizada por los terroristas. La sospecha recae en el hecho de que Sánchez Manzano ha pedido por escrito a la juez de Madrid ser investigado por terrorismo. ¿Qué está ocultando o a quién está protegiendo? Pero es más. ¿A alguien le puede caber la menor duda de que el hecho de que la juez haya llamado a declarar a todos los componentes de los Tedax para saber que ocurrió con las muestras de los trenes es una prueba más que evidente de que la historia judicial del 11-M dista mucho de haber concluido como muchos pretenden por activa y por pasiva?
¿Alguien puede dudar que quizás estemos ante un atentado del que no sólo no tenemos ninguna certeza, sino que del que sólo hemos escuchado una sarta de mentiras? Unos para acallar cómo llegaron al poder y otros para no hacer ruido y heredar el poder sin sufrimientos. Tal vez esto sea lo peor, la enfermiza obsesión por recubrir desvergonzadamente todo aquello que tenga que ver con el 11-M, como si a nuestra casta política le produjese una urticaria de difícil curación.
Lo único cierto, a fecha de hoy, es que las víctimas del 11-M siguen pugnando por saber la verdad de la masacre. El mejor homenaje a las víctimas no es un monolito de piedra –cosa que les encanta a nuestros políticos- para tapar las vergüenzas de tanta mentira repetida y tanta miseria escondida. El mejor homenaje es hacer justicia a las víctimas. Ojalá que ahora que han pasado siete años, como en las plagas bíblicas, se empiece a conocer la verdad. Por suerte, nunca es tarde para hacer justicia.