La CAJA del lado oscuro
Hay un programa televisivo que se llama “La Caja” que me resulta impresionante, aunque el entorno en el que se realiza esté enmarcado dentro de esos espacios festivos y frívolos del cotilleo televisivo. Debe ser traumático y demostrar enorme valor o ser capaz de desinhibirse de todo posible pudor, para encerrarse entre cuatro paneles sin contacto con el exterior y prestarse a descubrir y comentar en soledad, aunque sabe que le están observando millones de personas, los más importantes e íntimos momentos de su vida. Yo les puedo asegurar que jamás me atrevería a exponer en tan pública y sincera confesión los más oscuros pasajes de mi vida. Y no es que porque si reflexionase sobre mis pasos en la tierra, (imitando al famoso Tenorio), encontrara algún suceso inconfesable, que hoy dudo que pueda considerarse como tal cualquier hecho o circunstancia por muy fuerte que nos parezca, sino porque estimo que hay rincones de nuestra intimidad que no deben airearse. Ese lado oculto que todos tenemos y no somos capaces de compartir con nadie. Me refiero a los episodios que nos han marcado con mayor o menor transcendencia y desearíamos borrar de nuestro subconsciente o al menos mantenerlos dormidos el mayor tiempo posible.
Entrar en ese extraño “confesionario” y lanzar a los cuatro vientos nuestras miserias, errores, lamentaciones y rencores debe ser estresante y en algunos casos, hasta humillante. He visto a hijos renegar de sus padres, manifestar sus odios familiares y hasta sus renuncias a creencias que formaron parte importante de su infancia y adolescencia. Visto desde el exterior, expuesto públicamente, no me parece una buena terapia, aunque algunos de los participantes hayan opinado lo contrario. Creo que habrá un antes y un después tras esa exhibición de nuestros problemas, temores y afectos y en muchos casos se lamentarán de tanta sinceridad.
En mi caso, la entrada en esa Caja más peligrosa aún que la famosa de Pandora, creo que no sería nada positiva. Si la experimentara me sentiría bastante defraudado. He pasado la vida soñando en que llegaría a gozar de un futuro mejor, pensando en ese éxito que de jóvenes todos perseguimos y enamorado de una profesión que no ha correspondido a mis lealtades y esfuerzos y me considero una persona anodina que morirá, cuando Dios lo disponga, con más pena que gloria y la serenidad del que sabe que la muerte es la liberación de una triste y larga pesadilla, salvo cortos y nada frecuentes periodos. Una vida con más desalientos y engaños que estímulos y opciones. ¡No es pesimismo, ni melodrama, sino pura y simple realidad del que recibió cinco denarios y no supo qué hacer con ellos! ¡Cuánto tiempo perdido inútilmente!
Sé y ello me conturba, que sólo seré un recuerdo y no por mucho tiempo de mis más allegados, porque es ley de vida, y espero solamente que alguien en cualquier momento del día o de la noche se acuerde de mi con una sencilla jaculatoria, por si fuera ésta la oración que necesite para encontrarme con Dios al final de tan largo viaje. He de reconocer que yo me he olvidado en varias ocasiones respecto a mis padres y hermanos fallecidos, sin preocuparme si en esa eternidad en la que quiero creer se necesitan ayudas y refuerzos por parte de los que nos quedamos en tierra, Tengo miedo que esto pueda sucederme.
Respecto a mi infancia, no recuerdo nada agradable, ni aún siquiera el día de mi Primera Comunión, que lo pasé recorriéndome las calles gaditanas para que me vieran los familiares y allegados, sufriendo un fuerte dolor al estrenar unos zapatos que se ajustaban demasiado a la medida de mis pies. Ni aún siquiera el desayuno con churros junto a mi madre y hermanos,- auténtico extra en esas fechas-, supuso algo especial en ese día del que aún no tenía muy claro su verdadero significado ante tanto jaleo y visiteo. También recuerdo mis primeros años escolares con las monjas del colegio de la Torre Tavira, en el que fui objetivo en varias ocasiones de los enfados y sacudidas de Sor Bernarda, una monja algo gruesa y de muy poca paciencia, a la que le sobresalían las venas del cuello en sus momentos de iracundia. Nada más me viene a la memoria. Mi recuerdo más grato de aquella época en la que los mayores con su necia y absurda guerra me hicieron desgraciada y penosa, fueron los años de mi etapa escolar en el colegio del Padre Franco de San Fernando. Una escuela privada cuyo propietario era un canónigo de la Iglesia Catedral de Cádiz, de voz recia, alto y fornido, cuyo aspecto causaba miedo entre los chavalines, aunque se tratara de una excelente persona. Y aún con mayor agrado me viene a la memoria, Pepita Barbacid, la joven maestra, dotada de enorme paciencia para soportar a una grey tan díscola como revoltosa, que a pesar de sus pocos años tiraban sus gomas y lápices frente a su mesa y con el pretexto de recogerlos se agachaban y miraban su entrepiernas, ya que entonces el uso de los pantalones era prohibitivo para la mujer. Los mirones no tendrían aún los diez años. Para que luego digan que mi generación estaba idiotizada. Hasta hace poco guardaba en una vieja carpeta, hoy desaparecida, la foto que nos hicimos el día de mi examen de ingreso del Bachiller en el Instituto de Cádiz, que aprobé a la primera recién cumplidos los nueve años. Iba un año adelantado a la edad habitual.
Mi etapa de los siete años del bachillerato, entonces, en el colegio de los Marianistas de Cádiz, tampoco fue un periodo de hermosos y agradables recuerdos. Los colegios religiosos de elite tienen el inconveniente de que si no perteneces a ésta, económicamente hablando, te sientes algo desprotegido y no pocas veces humillado, sin que medie mala voluntad por parte de nadie en especial. Lo sientes en la ropa que llevas y los zapatos que calzas, a pesar de las milagrosas maniobras de tu madre para que luzcas como el mejor, el material escolar que utilizas tan diferente al de tus acomodados compañeros y en las maneras distintas que observas en el trato de los profesores cuando no te apellidas Domecq, Bohorquez, Carranza, Pemán, etc, y no gozas de una posición familiar en consonancia a la de tu nacimiento, que has perdido por avatares de la guerra civil y una serie de circunstancias adversas. No guardo una grata memoria ni mucho menos añoro, esos años escolares con los marianistas y solo puedo agradecerles la educación que me dieron durante las clases y la formación religiosa que más que a ellos, debo a mi madre y a su bendita severidad en este tema. En aquellos años no comprendía y me dolían sus maneras algo espartanas, excesivamente puritanas, de inculcarme la fe y hacerme cumplir las normas y deberes religiosos y hasta me sublevaba contra su rigidez y control. Hoy me doy cuenta de su razón y las causas que la motivaron y me siento agradecido por sus desvelos e intenciones, que me ha hecho no perder la fe a pesar de los muchos avatares y escollos encontrados a lo largo de mi vida. A veces me siento culpable de no haber sabido ser tan convencido y convincente en la educación y formación de mis hijos, por un erróneo concepto de cariño y condescendencia. Dios me perdone si en algo les he fallado, pues no era esa mi intención.
Uno de los protagonistas de la Caja hablaba con rencor de su madre y hasta la llamaba “bestia”, que ya es odiar a la que te dio la vida. Incluso blasonaba de no ser hijo legítimo suyo, sino de una corista de ópera, sin que tuviera pruebas fehacientes o constancia de ello. ¡ Ya es ganas de pregonar una dudosa ilegitimidad!. Ignoro qué diría la madre si estaba oyéndole, al expresarse con tanto rencor de su manera de quererle y educarle. Se esforzó asimismo en dejar mal parados a todos sus hermanos, de los que destacaba sus defectos y callaba sus posibles virtudes. Se vanagloriaba de no mantener relación alguna con ellos. Me causaba tristeza esta persona viéndole pregonar sus miserias, rencores y tribulaciones, sin la menor consideración y pudor. Hasta su ex mujer y su propia hija fueron objeto de sus anatemas y críticas, a las que consideraba únicas culpables de su ruptura y alejamiento. No sé donde estaría la verdad de este turbio asunto, pero opino que en determinados momentos y asuntos una prudente omisión es la postura más indicada. Al menos, yo lo veo así.
Hubo un aspecto de su vida que coincidió con la mía. Se refería a que al morir una hermana menor, sus padres, o madre, no lo recuerdo, se lamentaban de que hubiese muerto una niña tan buena y preciosa en lugar de ese niño, (por él), tan malo y complicado, al que mandaron a un internado de Londres durante siete años y del que no salía ni aún en las vacaciones navideñas. Incluso resaltaba que su madre estuvo dos años sin visitarle y cuando lo hizo, por tardar en presentarse, en lugar de abrazarle después de tanto tiempo, le dio un bofetón. Esto es lo que contaba él. Si era verdad, pienso que es normal le causara un trauma enorme a lo largo de toda su vida. Recuerdo que al nacer yo, hacía escasos meses que había muerto, a los seis años de edad, mi hermana Amalia. Por lo que me contaba mi madre se trataba de una niña preciosa, muy buena y cariñosa, que al morir dejó a mis padres sumidos en una profunda desesperación. Nunca se me ha olvidado que en una de las tardes de confidencias y recuerdos junto a mi madre, me confesó que antes de mi nacimiento habían pensado si no hubiese sido menos traumático que se hubiera salvado ella en mi lugar. Algo similar, aunque el hecho de no haber nacido yo aún y por lo tanto no ser conocido, hacía más comprensible la actitud de mis padres ante la horrible tragedia que acababan de sufrir. No obstante, jamás olvidé esta conversación, Creo que me marcó desde pequeño considerar que mi llegada a este mundo no había sido tan bien recibida. Ni siquiera se celebró la fiesta de mi bautizo, como lo hicieron con todos mis hermanos. Comprendo los motivos que impulsaron a mis padres a pensar de esa forma, pero no me puedo sentir satisfecho y feliz al recordarlo. Nunca este episodio que supe por ella fue motivo de repulsa por mi parte, ni se me pasó por la cabeza echárselo en cara jamás. Posiblemente no se dio cuenta del mal que pudo hacerme, pues de saberlo no lo hubiera hecho. He sido el más problemático y díscolo de los hermanos y el que más quebraderos de cabeza he causado a mi madre, no por causas graves, sino por mi espíritu aventurero y desenfadado. Mi falta de habilidad para disimular u ocultar mis errores y travesuras. Ahora pienso si en este comportamiento algo rebelde pudo haber influido esa revelación sobre mi llegada a este mundo. No obstante, no me identifico con el protagonista de esa Caja en su manera de reaccionar. Pienso que el amor de una madre es lo más hermoso, sincero y abnegado que uno puede experimentar en esta vida, muy por encima de los posibles fallos que uno pueda pensar sobre ella.
Aqui se explica el por qué del tan grande corazón de D. Félix.