Oriente Medio: ¿Democracia o fundamentalismo?
Hay matices frente a los cuales cada país, con sus características particulares, deberá encontrar sus propias soluciones. Uno de los pecados capitales de muchos analistas internacionales es la inclinación a leer los acontecimientos a partir de sus experiencias personales y sus preferencias ideológicas.
Algo de eso está pasando con parte de los juicios provenientes de Europa y EE.UU. sobre el terremoto político que está sacudiendo Oriente Medio. La imaginación de muchos políticos y académicos permanece atrapada por las poderosas imágenes de aquel noviembre de 1989, cuando el muro que separaba las democracias occidentales de los regímenes comunistas colapsó y millones de personas recuperaron la libertad. Con semejante narrativa gravitando sobre la mentalidad colectiva de gobernantes e intelectuales, la tentación de ver las movilizaciones de los países árabes como una marcha imparable hacia la democracia resulta irresistible. Pero ni todos los gobiernos de la región son iguales, ni el desenlace de esta oleada revolucionaria tiene que ser necesariamente el nacimiento de sociedades más libres en Oriente Medio.
Desde luego, hay elementos comunes en la cadena de rebeliones populares que ya ha provocado la caída de dos gobiernos – Túnez y Egipto -, colocado a otros tres contra las cuerdas -Yemen, Siria y Bahréin-, hundido un país en la violencia – Libia – y puesto al resto de los líderes de la región a la defensiva. Se trata de la agonía de un statu quo político que se prolongó durante más de medio siglo y cuyo nacimiento se puede situar el 22 de julio de 1952, cuando un joven coronel llamado Gamal Abdel Nasser tomó el poder en Egipto. La que sería conocida como la revolución egipcia significó el punto de partida de un proyecto nacionalista, laico y populista que prometía una sociedad más moderna e igualitaria. Esta idea se extendería a toda la región con la llegada al poder de gobiernos con planteamientos semejantes en Túnez, Argelia, Libia, Siria o Iraq. Pero incluso en aquellos países que mantuvieron monarquías tradicionales -Jordania, Arabia Saudí, etc. – el mensaje nacionalista fue asumido por las viejas elites, al menos parcialmente.
Con algunas variaciones, el escenario político cristalizado en los años 60 y 70 se ha prolongado hasta hoy. Basta con mirar la tendencia de los gobiernos a perpetuarse. Los derrocados Ben Ali de Túnez y Mubarak de Egipto permanecieron en el poder 24 y 21 años respectivamente. Nada sorprendente si se considere que Gadafi ha gobernado Libia durante 42 años y Saleh Yemen por otros 33. La lista de gobiernos longevos debe extenderse a regímenes tradicionales como la dinastía de los Saud, que ha manejado Arabia Saudí desde la fundación del Estado en 1932, y la familia Khalifah, que ha hecho lo mismo con Bahrain desde 1783. Eso sin olvidar el caso de Siria, donde la presidencia de la república se ha convertido en una institución hereditaria que fue ocupada por Hafez Al Assad en 1970 y transferida a su hijo Bashar, que la ocupa desde el año 2000.
Esta sorprendente capacidad para perpetuarse en el poder estuvo asociada a un profundo desbalance político entre aparatos estatales todopoderosos y sociedades civiles raquíticas. Como ha planteado el historiador Bernard Lewis, la modernización de los estados árabes desembocó en una enorme concentración de poder en manos de sus dirigentes. Los gobiernos desarrollaron extensos aparatos de propaganda y construyeron omnipresentes aparatos de inteligencia interna destinados a suprimir cualquier disidencia. Por si fuera poco, la agenda nacionalista incluyo una extensa intervención estatal en la economía que frecuentemente derivó en la nacionalización de las principales fuentes de riqueza. Este es el estado de cosas que empezó a saltar en pedazos a finales del año pasado.
Las razones del derrumbe tienen que ver con las propias contradicciones de sociedades cuya rápida transformación chocó con la esclerosis de sus elites políticas. En las pasadas décadas, el Mundo Árabe experimentó un vertiginoso crecimiento demográfico que condujo el promedio de edad de la población en Yemen a 17 años, en Jordania a 21,8 y en a Egipto a 24. Gestionar las demandas sociales y económicas de semejante masa de jóvenes sería un reto en cualquier país desarrollado. En estados burocratizados con economías ineficientes, resultó sencillamente imposible. Millones de jóvenes se enfrentaron a un futuro sin empleo en una sociedad donde las posiciones de privilegio se alcanzaban merced a las conexiones políticas o la corrupción. El resultado fue una frustración social imposible de canalizar por unos sistemas políticos que negaban el derecho al disenso y bloqueaban cualquier renovación. Solo faltaba que el aparato de control político y propaganda de los gobiernos árabes mostrase señas de debilidad y los descontentos pudiesen construir una red de movilización. En algunos países, eso fue posible gracias las nuevas tecnologías. Tal fue el caso en Bahréin o Túnez, con una penetración de Internet en sus sociedades de un 57,9 por ciento y el 27,1 por ciento respectivamente. En otras ocasiones, las viejas solidaridades tribales y locales reemplazaron a Facebook y Twitter como mecanismos para articular la rebelión. Solo así resulta explicable que la protesta prendiese en países como Yemen, con un raquítico 1,6 por ciento de población usuaria de la red, o Libia, donde la cifra apenas alcanza al 5,1 por ciento.
En cualquier caso, estos regímenes prometen tener agonías muy distintas. Mientras Túnez o Egipto dieron ejemplo de transiciones rápidas y poco violentas, Yemen y Siria han protagonizado una espiral de violencia de desenlace incierto y Libia parece abocada a una larga guerra civil. Semejantes diferencias en los desenlaces tienen que ver con varios factores. Para empezar, está la distinta naturaleza del régimen enfrentado. Por mucho que se pueda decir de la naturaleza autoritaria y el grado de corrupción alcanzado por Ben Ali en Túnez o Mubarak en Egipto, sus crímenes palidecen ante la trayectoria del régimen sirio, que en una sola arremetida masacró a 10.000 personas durante la revuelta de la ciudad de Hama en 1982, o el historial de Gadafi, que no tuvo reparo en asesinar a 1.200 prisioneros en respuesta a una protesta en la cárcel de Abu Salim en 1996.
En este sentido, parece pertinente recordar la vieja distinción de la académica y diplomática estadounidense, Jeanne Kirkpatrick, entre regímenes totalitarios incapaces de democratizarse y gobiernos autoritarios que pueden ser reformados paulatinamente. Oriente Medio tiene de los dos. Países como Egipto avanzan por el camino de una reforma con altibajos y riesgos, pero que promete ser esencialmente pacífica. En el otro extremo, la naturaleza represiva del régimen sirio hace inevitable una espiral de violencia. De igual forma, aunque no pertenezca al Mundo Árabe, Irán también se puede añadir a la lista de los sistemas totalitarios de Oriente Medio. Sin embargo, en este caso, los ayatollahs pueden confiar en la fortaleza de su aparato represivo y el respaldo de una fracción de los sectores populares para resistir la oleada democratizadora que está barriendo la región.
El segundo factor clave para explicar el distinto comportamiento de los países de Oriente Medio en medio de la oleada de protestas es la solidez de las instituciones en cada país. En realidad, ese es el factor clave que permitió una relativamente rápida transferencia de poder en Egipto. Tras la salida de Mubarak, un nuevo gobierno pudo asumir el control de la burocracia estatal, hacer funcionar las instituciones y gestionar la transición. Justo en el otro extremo, el descenso hacia el caos de Libia es el fruto del colapso generalizado de un sistema de gobierno que dependía en todo de la voluntad de Gadafi. Algo parecido puede pasar en Yemen, donde la burocracia estatal es un frágil cascarón que trata de mantener unido un país fracturado por diferencias políticas, étnicas y religiosas.
Finalmente, resulta clave considerar las diferencias entre los regímenes de origen revolucionario como Libia y los que mantienen una legitimidad tradicional, como el reino de Arabia Saudí. Los primeros parecen estar resultando más vulnerables a la presión popular debido a dos motivos: por un lado, las monarquías no solo gozan de mayor tradición sino que se presentan como regímenes con una fuerte legitimidad religiosa. Por otra parte, los gobiernos de ideología nacionalista se están enfrentando con un abrumador desprestigio, fruto de la enorme brecha entre lo que prometieron a sus opiniones públicas y lo que finalmente entregaron: tiranía en reemplazo de democracia popular y subdesarrollo en lugar de igualdad. Así las cosas, resulta claro que gobiernos como el sirio se enfrenten a una situación particularmente difícil. Sin embargo, Arabia Saudí y los emiratos del Golfo podrían estar en mejores condiciones para manejar las protestas entre su población.
Frente a procesos tan distintos, lo único seguro es que su punto de llegada es incierto y el reemplazo de las viejas autocracias por gobiernos democráticos es un desenlace que dista de estar garantizado. De hecho, dos grandes amenazas ponen en cuestión esta posibilidad. En primer lugar, está el problema de las fracturas étnicas y religiosas que dividen a muchos países de la región. Siria es gobernada por una minoría alauita, equivalente a un 13 por ciento de la población, bajo la que se extiende un mosaico étnico y religioso que incluye un 74 por ciento de sunitas y minorías drusa, kurda y cristiana. La población saudí incluye más de un 10 por ciento de chiitas que habitan en las zonas petroleras del reino. Los mosaicos étnico-religiosos de Líbano e Iraq son aún más complejos e inestables. De este modo, no hay ninguna garantía de que el desmoronamiento de los actuales sistemas políticos en algunos países no cree las condiciones para una cadena de conflictos de minorías.
El otro riesgo tiene que ver con el fundamentalismo. En una buena parte de los países de la región, los islamistas han sido la principal fuerza de oposición a los regímenes que agonizan y reclaman un papel protagonista en el nuevo escenario político. El caso paradigmático es Egipto. Allí, los Hermanos Musulmanes escogieron no colocarse al frente de las protestas; pero jugaron un papel clave en la organización de las mismas y las negociaciones que condujeron a la caída de Mubarak. Por su parte, en Jordania, los fundamentalistas agrupados en el Frente de Acción islámica se han convertido en la punta de la lanza de las protestas contra la monarquía.
Se han argumentado que el temor a los fundamentalistas es exagerado puesto que la mayoría de ellos han optado por rechazar la violencia y asumir las reglas de juego democráticas. Sin embargo, hay razones para pensar que el barniz moderado de algunos sectores integristas es una mera táctica para reducir los temores que suscitan. Como muestra de cuáles pueden sus intenciones, vale la pena recordar como uno de los líderes de los Hermanos Musulmanes egipcios, el jeque Yusuf Qaradawi, dijo que Hitler “consiguió poner (a los judíos) en su sitio” y se refirió al Holocausto como “un castigo divino para ellos”. Frente a semejantes planteamientos hay quienes todavía sostienen que la manera de ‘domesticar’ a los islamistas sería dejarles gobernar. El problema es que existe la posibilidad de que utilicen los votos para llegar al poder y luego destruir el sistema desde el gobierno. De hecho, la revolución iraní de 1979 siguió ese guión. Inicialmente, se unieron liberales, izquierda y fundamentalistas para derrocar al Shah. Posteriormente, los ayatollahs se apoderaron del Estado, proscribieron a sus antiguos aliados e instauraron un sistema de partido único.
Las cosas se hacen más complicadas por el impacto que podría tener, para la estabilidad de la región en general y las relaciones con Israel en particular, el ascenso de los fundamentalistas en algunos países. Egipto ha sido un país clave en los esfuerzos para estabilizar Oriente Medio y avanzar hacia una solución del conflicto árabe-israelí. De igual forma, Jordania ha mantenido unas relaciones frías con su vecino israelí; pero siempre presididas por el principio de que la convivencia era inevitable. El ascenso de los fundamentalistas en cualquier de estos dos países lo cambiaría todo. La posición estratégica de Jerusalén retrocedería de un solo golpe a comienzos de los años 70, cuando el Estado judío era una fortaleza asediada.
Entonces, ¿los países árabes están condenados a enfrentar un dilema imposible entre la dictadura laica o el islamismo radical? No necesariamente. En un artículo en el Washington Post, el ganador del Premio Pulitzer, Charles Krauthammer, señalaba que EE.UU. y Occidente podían jugar un papel clave en la construcción de un Oriente Medio democrático si promovían la construcción de sociedades abiertas en la región, al tiempo que respaldaban a los sectores laicos de las sociedades árabes en sus esfuerzos para prevenir que los fundamentalistas tomen el poder. La pregunta es si la administración Obama, que ha demostrado repetidas veces una peligrosa combinación de despreocupación y candidez en los asuntos internacionales, tiene la visión para asumir este reto histórico.