No se meta en política, joven
Anxel Vence.- Cuenta cierta leyenda que el general Franco solía dar siempre el mismo consejo a los ministros que iba incorporando a su gabinete: “Joven, haga como yo y no se meta en política”. Puede que los manifestantes que estos días se congregan en la Puerta del Sol de Madrid y otras plazas de España para clamar contra los partidos estén adoptando sin saberlo aquella vieja recomendación del Caudillo al que tanta alergia le causaba la partitocracia. O puede que no.
Unos dicen que la inspiración de esta movida es el manifiesto “Indignaos” del nonagenario Stéphane Hessel, quien –dicho sea de paso– apoyaba hasta ahora al jefe del FMI, Dominique Strauss–Kahn, como candidato a la presidencia de la República Francesa. Otros sugieren que las revueltas árabes han cruzado el Estrecho para instalarse en España. Y no falta siquiera quien vea en el movimiento español del 15 de mayo una imitación de las protestas por el pago de la deuda que tanto éxito tuvieron en Islandia.
Todo es bastante confuso, incluido el manifiesto “Democracia real, ya” en el que los manifestantes abogan vagamente por “cauces directos” de participación política al margen de los partidos. No es seguro –ni aun probable– que estén apostando por una democracia asamblearia como la que Franco practicaba a menudo en la Plaza de Oriente, desde luego.
Incómodo ha de resultar, inevitablemente, que la actual democracia española sea de clase B, tirando a C desde sus mismos orígenes. No sólo se trata de que a los candidatos los elijan los caciques de los partidos –y no el pueblo– en listas electorales a las que se accede bajo el principio de la obediencia. Con ser eso grave, lo es más aún el hecho de que no se pueda elegir a la más alta magistratura del Estado que desempeña vitaliciamente un rey designado por el Caudillo.
La herencia de Franco es demoledora: y no sólo en los dos aspectos anteriormente citados. Lo peor tal vez sea el franquismo sociológico que tan a fondo inculcó la virtud de la obediencia en la cabeza de los españoles. Acostumbrados a hacer lo que diga el que manda a cambio de un pisito y un Seat 600, los vecinos de este país no supieron cambiar el chip con la llegada de la democracia. Simplemente, cambiaron de casa y de modelo de coche; pero en modo alguno de hábitos.
Lejos de instruir a la ciudadanía en los valores de la libertad y la autonomía personal, los partidos no tardaron en descubrir las ventajas que esa herencia del franquismo podría reportarles. Pronto cayeron en la cuenta de que los españoles son gente disciplinada y con una irrefrenable tendencia a dar por bueno lo que les digan sus gobernantes: tanto da si se les propone entrar o salir de la OTAN, bajarles el sueldo o subirles los impuestos. Los que cortan el bacalao saben ya por experiencia que la única respuesta será el silencio lanar de los corderos.
Convertido en tierra de Sancho Panza el que un día fue país de Don Quijote, podría esperarse que el actual movimiento de oposición a todos los partidos fuese un soplo de aire fresco en la España machadiana de cerrado y sacristía. Pero ni siquiera eso es seguro. Nadie sabe aún si estos módicos insurgentes se inspiran en Egipto, en Islandia o en el indignado manifiesto de un abuelo francés. De momento, sólo se intuye que a los manifestantes no les gustan los partidos: y de eso, francamente, hay mucha tradición por aquí.