Muerte sin dignidad
La ley se va a llamar, en palabras de Leire Pajín, “Anteproyecto Regulador de los Derechos de las Personas ante el Proceso Final de la Vida”. El título del proyecto, que haría las delicias de Orwell, tiene otro nombre más coloquial: La Ley de la Muerte Digna.
No voy a entrar en el debate de la eutanasia, pero sí quiero llamar la atención sobre la ruina social que se deriva de que sea el Estado quien se encargue de establecer los parámetros que definen ciertos conceptos morales, como la dignidad.
Es ya una especie de fijación lo que tiene la progresía por emplear calificativos que adornen a sus postulados y los sitúen en situación de superioridad respecto a los de los demás. Y es efectivo, porque si el primer referente de los conceptos son las palabras que los designan, la titulación favorable de ciertos dogmas les otorga de partida una supremacía, una especie de trinchera previa que resulta imprescindible asaltar para poder llegar a debatir sobre el fondo.
Calificando a una porción de las convicciones e incluso de las personas de forma tan pomposamente favorable se cae en la descalificación del resto. No pasa de ser una treta propagandística, totalitaria ciertamente, pero más bien orientada a la obtención de beneficios electorales. El problema real está en que esa vocación publicitaria es tan sólo el primer movimiento de una serie que va mucho más lejos y cuyas evidentes metas están en la transformación misma de la sociedad y su conciencia.
Que los certificados de moralidad sean extendidos en el BOE no es un síntoma, es la evidencia de que una sociedad enferma, entregada y fláccida está tolerando ser dirigida y aleccionada en su forma de pensar, en su libertad de conciencia…en su dignidad.
Desde el mismo momento en que permitamos que el Estado establezca los cánones de lo bueno y lo malo, habremos entregado nuestra tan humana capacidad de tener una moral propia. Nos habremos convertido en ceros a nuestra propia izquierda, incapaces de juzgar por nosotros mismos algo tan elemental como lo que está bien o mal.
Volveremos a escuchar que “la sociedad española está madura para aceptar esta Ley”, y lo que estarán diciendo en realidad es que la transformación social, dirigida desde arriba, ha alcanzado el punto en el cual se le puede dar una nueva vuelta de tuerca al establecimiento de un código moral impuesto y ajeno a la persona. Unos nuevos mandamientos cuya transgresión de palabra, obra u omisión trae como consecuencia la inclusión de los infractores en ciertos cordones sanitarios, no ya sólo para su escarnio público, sino para su reeducación.
Es la instrucción que venimos aceptando desde la infancia, en los colegios, que soportamos durante la adolescencia y madurez, con mensajes bien explícitos desde los miles de terminales que reman a favor del Gran Hermano, y que habremos de resignarnos a que nos persiga hasta el día en que nos vayamos, evento cuya dignidad o indignidad, que otros se han encargado de establecer, ya no podremos elegir. Fundamentalmente porque estaremos incapacitados para distinguir la esencia de un montón de conceptos cuya definición hemos entregado.
Y lo más chocante de todo esto es que el vaciamiento mental y la anulación de la propia conciencia se venden bajo el título de “derechos”, los que no podremos ejercer cuando quienes ansían controlarlo todo consigan finalmente que se los compremos y hasta roguemos por el cerrojazo a nuestra Libertad; la misma que hemos ido entregando a plazos, en cada inocente frase, a los que conocen la vida secreta de las palabras.
No es cuestión de oportunismo, no es sólo electoralismo: es agenda, la de quienes no tienen más intención que la de derrumbar todos los pilares de un edificio que nunca controlaron y rehacerlo desde los cimientos, para poder al tiempo ser conserje, jardinero y presidente de la comunidad de vecinos. Se irán por mor de la alternancia, pasaremos cuatro u ocho años de inacción por parte de quienes podrían apuntalar la ruina y los nuevos arquitectos volverán para seguir su obra exactamente en el punto que la dejaron.
Y matarán al hombre, de la manera más indigna.