Una periodista científica se masturba metida en un escáner para comprobar el efecto del éxtasis sexual en el cerebro.
Con un click y un zumbido, me meten dentro del escáner. Me atan la cabeza a la camilla y me tapan con una manta, de manera que pueda tocarme las partes íntimas (mi clítoris, en particular) con un mínimo de recato. No estoy aquí para una exploración médica ni para filmar una película porno. Estoy a punto de estimularme hasta el orgasmo para que un escáner registre cómo la sangre fluye por mi cerebro».
Kayt Sukel, una periodista ‘free lance’ de 37 años, decidió hace unos meses someterse a un experimento más atrevido que peligroso. El profesor Barry Komisaruk, de la Universidad Rutgers de Newark (Nueva Jersey), dirige una investigación para encontrar los mecanismos cerebrales que se ven involucrados en el acto sexual. «Aunque el orgasmo es un fenómeno humano casi universal, no sabemos mucho de él», justifica Kayt en las páginas de la revista ‘New Scientist’. El profesor Komisaruk quería comprobar cómo el éxtasis amatorio afecta a la corteza prefrontal, una parte del cerebro que interviene en los procesos de conciencia y que resulta decisiva en la formación del autoconcepto y de la opinión que uno tiene de otras personas.
Kayt se prestó voluntaria. Metida en la camilla y tapada con una púdica mantita, escuchó las instrucciones del científico: durante los primeros tres minutos, se debía masturbar con el dedo; luego, durante otros tres minutos, simplemente tenía que imaginar que se masturbaba; justo después practicaría los llamados ‘ejercicios de Kagel’ (normalmente destinados a fortalecer los músculos pélvicos); y, finalmente, el profesor Komisaruk le pidió que se estimulara hasta llegar al orgasmo. Cuando alcanzara el clímax, la periodista debía alzar la mano para indicarlo.
Kayt Sukel lo hizo. Punto por punto. «A pesar de la extraña situación, lo logré sin demasiados problemas», confiesa. El experimento arrojó, a bote pronto, una conclusión llamativa: cerca de treinta áreas cerebrales se vieron activadas, desde el inicio de los tocamientos hasta el clímax, incluyendo aquellas zonas que regulan el tacto, la memoria, la sensación de recompensa y el dolor. Pero el análisis detallado de las imágenes radiológicas mostró otra particularidad, quizá aún más sorprendente: la corteza prefrontal mostró una mayor activación cuando la periodista imaginaba que se masturbaba que cuando lo hacía realmente.
Cien dólares por éxtasis
El equipo del doctor Komisaruk presentó los resultados de su estudio en noviembre de 2010, en San Diego, dentro de la conferencia anual de la Sociedad de Neurociencia. Pero Kayt Sukel ha decidido ahora aprovechar su experiencia personal para publicar un reportaje en ‘New Scientist’ y para escribir un libro, que saldrá a la luz en enero. Hasta entonces, Sukel guarda silencio y se remite a sus artículos de prensa.
Pero la gran pregunta, al menos para los profanos en neurología, es… ¿para qué sirve todo esto? Julia Heiman, directora del Kensey Institute de Bloomintong (Indiana), insiste en que las imágenes que obtuvo el profesor Komisaruk resultarán «increíblemente útiles». No sabemos aún si Kayt pasó o no buen rato en aquella camilla del hospital Rutgers, pero su orgasmo televisado permitirá a los científicos «aprender mucho sobre el cerebro, las sensaciones y sobre cómo trabaja el placer». El profesor Komisaruk va más allá: sostiene que esta investigación puede ayudar a luchar contra la anorgasmia femenina (una disfunción que afecta al 15% de las mujeres) y, sobre todo, a pelear contra el dolor. El orgasmo es un analgésico extraordinario, capaz de disminuir la percepción de las molestias físicas en un 50%. Por eso los científicos sospechan que, si se descubren todos los procesos mentales que desencadena el éxtasis sexual, los datos pueden ayudar a controlar cualquier tipo de dolor.
Todavía queda un largo camino por recorrer. Habrá más pruebas y nuevas investigaciones. Más de 200 mujeres han pasado ya por el diván del profesor Komisaruk y han donado sus orgasmos a la ciencia a cambio de 100 dólares. En lugar de hablar de oídas, Kayt ha decidido ponerse en su lugar, meterse en un escáner, masturbarse y contarlo.