Monsieur Nadal
No sé por dónde empezar, qué escribir, cómo aportar más elogios sin repetir los mismos mantras que se han dicho estos días en torno a Rafael Nadal. Ya no existen palabras para expresar su pertinaz constancia, su excepcional sacrificio, su intensa alma de combatiente. Las palabras se disipan y se resignan ante los hechos. Sobre la tierra, el sol, el viento, las nubes que oscurecen el cielo de París y la lluvia por fugaces momentos. Todo ello entremezclándose como una conjuración de los dioses.
Sobre la otra tierra, el jardín íntimo de Nadal, un baile endemoniado, una lucha sin cuartel, magia pura, la clase y el talento contra la fuerza. La fe y el sacrificio contra la estética. Todo un vergel de emociones que saben a poco. Así, con estos mimbres, gozamos otra tarde de primavera más, como si fuera la primera vez, con el corazón en un puño. Embelesados con las más de tres horas de intenso sentimiento. Con el coraje de Nadal arrastrándose por los recovecos de nuestra vida, recordándonos el día en que, como ya es habitual en él, sufrimos intensamente; aquel instante en que creíamos que ya nada tendría sentido, o tal vez cuando nos levantamos tras estar hundidos a pesar de que todos nos daban por muertos. Todas las notas de esa raqueta que en sus manos es el más afinado de los violines, la más armónica de las sinfonías. Una mezcla inusitada y concentrada en ese mallorquín tímido y humilde que el viernes cumplió su vigésimo quinto aniversario y que parece que lleva toda la vida con nosotros.
Ese hombre que redecora nuestra vida con cada hazaña suya, es ya un ejemplo para la sociedad española de hoy y para la historia de este país del mañana. Y no sólo por su palmarés, brillante donde los haya, sino porque su juego, su afinación, su fuerza, su temple y los valores de esfuerzo, humildad y brillantez que lo acercan al Olimpo, son un meritorio ejemplo para la juventud de nuestro país, siempre al acecho de referentes. Porque Nadal nos demuestra que, por muy hundida que se sienta una persona, en cualquier embate que se proponga, siempre se pueden sacar fuerzas de donde no las hay y vencer con autoridad. Pero si, pese a todo, no se vence no pasa nada. A él siempre le quedará París.
Sin embargo, en estos casos, siempre recuerdo la extraordinaria película de Billy Wilder, Sunset Boulevard y su alegato acerca del paso del tiempo y del desesperado intento de recuperar el esplendor perdido. Y entonces me pregunto si cuidamos a nuestros grandes genios como se merecen, como puede ser Nadal. Está claro que siempre planteamos el debate en los mismos términos y bajo las mismas premisas. Es decir, cuando ocurre alguna tragedia con ellos, una lesión, bajo la mirada de un premio, como ahora en Roland Garros, o una ausencia definitiva. Pero también ocurre con paradojas más ladinas. ¿Olvidamos ya la campaña mediática sobre la psicosis de Nadal que la prensa se ha empeñado en alimentar o la lesión que le hizo estar un año sin ganar un título?
Es evidente que no era un problema de tenis, aunque innegablemente sus golpes se vieran afectados por la dualidad a la que se refería Descartes entre mente y cuerpo. Y eso no era baladí tratándose de un jugador cuyos mejores golpes siguen siendo el corazón y la cabeza. Y así de la noche a la mañana, tras el síncope de la autoflagelación freudiana, del atavismo enraizado en su mente, los fantasmas se desvanecieron por completo y Nadal silenció al respetable. Y eso nos demuestra que nuestra antropológica personalidad es lesiva para el raciocinio y nos recuerda que somos un país que sobredimensiona el enaltecimiento de igual modo que festeja el ocaso de los dioses. ¿Somos tal vez un país cuya máxima radica en auspiciar a nuestros mitos al Nirvana para luego destruirlos y pisotearlos? Nadal no se ha quedado al margen. Y justamente, envuelto en su enorme personalidad, ajeno a tanto desatino y tanta esquela anticipada, no ha cesado de decir que cuanto más difícil es, más bella es la victoria. Es cierto aquello que asegura un proverbio japonés, que el ser humano no muere sólo cuando deja de respirar, sino cuando pierde el deseo de seguir aprendiendo. Tal vez el sabio nipón se estaba imaginando a Rafael Nadal.