Chorizos cesantes
Hace alrededor de un siglo, y tras cada elección, los cargos de la función pública, desde un conserje a un jefe de negociado, se cubrían con recomendados de un diputado, un gobernador civil o un ministro, al que después había que agasajar llevándole pollos, jamones y chorizos. “Ay, desleal Bertoméu, sé que su suegra mató un cerdo y no me ha traído usted un jamón y unos chorizos”. “Sí, señor, se los traeré”. Seguramente de aquél subsecretario quedó para la historia lo de casar chorizos y políticos.
En la calle vagaban los funcionarios despedidos que habían servido a la administración derrotada. Mendigaban cargados de hijos y de hipotecas en aquella España pobre y triste, casi como ahora.
Del periodismo del siglo XIX y principios del XX quedan desoladoras historias de antiguos altos burócratas que recorrían las oficinas de los vencedores, solicitándoles una portería vecinal.
España cambió con el tiempo. Se establecieron los funcionarios de carrera. Perfeccionaron su estatuto durante la dictadura de Primo de Rivera, cuando se organizaron oposiciones ante tribunales imparciales.
Pero el hábito se desdeñó frecuentemente: ya en los 1980 los partidos políticos embutieron con tripas choriceras, como funcionarios de carrera, a sus fieles militantes, aunque fueran analfabetos.
Cuando no había plazas para todos inventaban empresas públicas para enquistar a los conmilitones. Ahora, y según el PP, sólo en Castilla-La Mancha, hay 3.000 embutidos así.
Volvemos con el doliente espectáculo de los cesantes por toda España. Dentro de cuatro años quizás los chorizos deambulantes sean los ahora triunfadores.
Esta España, en lugar de regenerarse, ha degenerado. Vuelve a la situación de hace un siglo triplicando la burocracia: las administraciones públicas, las de chorizos infiltrados, y las creadas para los embutidos.