Apuntaciones en torno de la monarquía
Para bastantes monárquicos -Ansón es uno de ellos, el más beligerante de todos- la monarquía es el mejor sistema de gobierno posible y deseable -sobre todo en España- y en nuestro país no hay ni puede haber otra monarquía distinta a la encarnada por la familia Borbón, que vive entre nosotros desde que traspasó los Pirineos a comienzos del siglo XVIII y aquí se quedó tras resultar vencedora en la guerra civil que conocemos como “guerra de sucesión a Carlos II”.
Yo, que me tengo por republicano convicto, confeso, y misionero, estoy de acuerdo con Ansón en preferir el gobierno de uno al de varios, excuso decir al de muchos, y no digo nada al de todos, pues la composición y el efecto de esta última variante ha quedado de sobra puesto en claro con el ejemplo del sarpullido y proliferación de la epidemia asambleística en las plazas más significativas de las ciudades españolas y el modo con que la han tratado los doctores Rodríguez y Pérez, más conocidos por sus otros apellidos -respectivamente Zapatero y Rubalcaba- mientras no logren convencernos de que ellos prefieren ser llamados Josele y Alfredo, vete a saber por qué…
Soy un republicano monárquico, si se me permite aclarar mi posición. No creo en la conocida distinción entre monarquía, oligarquía y democracia como formas de gobierno si esa distinción se basa en que tan difícil y responsable tarea la asuma una persona perteneciente a determinada familia, se encomiende a una minoría de privilegiados o recaiga sobre la totalidad de los ciudadanos mayores de edad… Yo creo que conviene más unificar o sintetizar esas tres formas de gobierno en una sola, que sea a la vez monárquica, aristocrática y democrática. Para ello basta tan sólo con que los ciudadanos deban elegir por mayoría de votos cada un corto periodo de tiempo -de cuatro a siete años-, con una sola posibilidad de reelección, a la persona que estimen reúne en esos momentos las mejores cualidades exigidas por las circunstancias políticas, económicas y sociales que conformen la vida de la comunidad… Esa persona debe poder elegir por sí sólo la minoría de ayudantes que estime necesite tener a su lado para afrontar día a día las tareas de gobierno. Tales ayudantes han de acreditar los méritos que reúnen para desempeñar las funciones que se les encomienden, no siendo suficientes la amistad, el compañerismo o la afiidad política con quien les elige y nombra.
Por último, tanto el Jefe del Estado y del Gobierno como sus ministros o ayudantes deben estar bajo el control o la vigilancia del Parlamento y de los Tribunales de Justicia todo el tiempo que dure su mandato y después de este. El Parlamento debe ser elegido directamente por el pueblo cada cuatro o cinco años, siendo reelegibles sus componentes por uno o dos periodos más, pero sin poder serlo nunca de modo vitalicio o duradero para evitar que se conviertan en profesionales de un modo de hacer política. Los tribunales, por su parte, al contrario, deben estar compuestos desde el más sencillo al más alto única y exclusivamente -salvo casos excepcionales- por personas (jueces) de carrera, que acrediten al ingresar en ella y a lo largo de la misma tanto sus conocimientos jurídicos y políticos como su calidad ética y humana.
Dejo claro, por tanto, que mi república monárquica está mucho más cerca de la que rige los Estados Unidos de Norteamérica que de la monarquía española, por muy democrática y parlamentaria que ésta pretenda ser… Y ante la pretensión de quienes defienden la existencia de una monarquía dinástica -concretamente la borbónica- por ser según ellos consustancial con España, debo puntualizarles algunas cosas.
La primera ha de ser el recordarnos que en España han existido, según nos enseña la historia, diversos tipos o formas de monarquía, desde la que conocemos con el nombre de visigótica hasta la borbónica actual, heredera de la que a comienzos del siglo XVIII sustituyó a la que rigió nuestro país desde finales del siglo XV. La monarquía actual ya tiene, pues, 300 años de vida, y a lo largo de ellos ha cambiado su modo de presentarse y de ser conforme se lo iban pidiendo las circunstancias, ateniéndose en cada momento al lema fundamental y básico de la familia, que desde su aparición en la historia francesa siempre ha sido el de que París, es decir el Poder, bien vale una misa…
La monarquía de España estaba constituída en los siglos XVI y XVII por una pluralidad de reinos. El rey gobernaba apoyado en un entramado de Consejos y Cortes más o menos representativo. El proceso de unificación realizado a base de matrimonios y guerras fronterizas había culminado con el descubrimiento y progresiva civilación de América en la constitución fáctica de las Españas. En el conjunto de Europa existía, frente a esa plural unidad de poder, un excesivo número de unidades políticas más o menos independientes, lo que produjo un proceso de concentración de poder que llevó al cumplimiento del lema “Ex pluribus pauci” mediante acciones drásticas destinadas a limitar el número de tales unidades.
Los monarcas europeos aplicaron progresivamente su autoridad hasta hacer efectiva la idea de que la Nación no era una realidad histórica producto del querer convivir juntos diferentes familias y pueblos, sino el conjunto de aquellos pueblos y territorios sometidos a la ley que dicta su Soberano. Este sustancial cambio de perspectiva y política se produjo en España cuando Felipe V importó de Francia lo que su familia había hecho y con ello logrado su ascendente poder interno e internacional. Por ello el primero de nuestros Borbones decidió “reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, …, gobernándose todos por las leyes de Castilla, tan loables y plausibles en todo el Universo.”
Fueron los Borbones quienes introdujeron el concepto de gobierno del Reino de España y de las Indias por medio de unos secretarios de Estado operantes como instancias centralizadoras. Esto es: fueron ellos, y no los Austrias, quienes implantaron aquí la idea y la práctica de que el mejor modo de gobernar las Españas era el de implantar y practicar una “monarquía absoluta”, lo que significó un cambio sustancial en la acción política, en el sentido de la unificación legislativa y de la inmediata sustitución de la consulta en Consejos por el procedimiento de la vía reservada. Es cierto que no desapareció del todo la organización anterior ni el vocabulario o la apariencia correspondiente.
A lo largo del siglo XVIII siguió hablándose aquí y allá de los distintos reinos, y la uniformidad encontró como excepción la persistencia de algunos pocos regímenes forales, pero la orientación y el resultado del conjunto de gobiernívoca y responde al proceso de definición de un espacio político tendencialmente unitario sobre el que se intentó edificar un EstadoNación adecuado a las exigencias de los siglos XIX y XX.
Que ese intento no se logró sino de modo imperfecto lo demuestra cuanto España ha sufrido desde la guerra de la Independencia hasta hoy. En el momento actual están en tela de juicio, rasgadas y ensuciadas, las más fundamentales estructuras y las representaciones propias del EstadoNación porque desde los nacionalismos periféricos y por los pseudointelectuales y los audaces impolíticos se está a punto de imponer un irreversible pluralismo de origen, que haría simplemente de España lo que desde las Cortes de Cádiz -cuya famosa Constitución vamos solemnemente a celebrar el próximo año- se ha intentado sin éxito sobreponer en sucesivas fechas –la última en 1978- a la sustancial realidad hispánica: la existencia de una España compuesta por diversas Españas, integradas por diversidad de sujetos constructores desde la Edad Media del progresivo desarrollo peninsular, europeo, americano y africano… Bien es cierto que esa realidad histórica, esa monarquía integrante y unificadora, desapareció con la llegada de los Borbones, que primero perdieron los hispánicos reinos de Italia, luego los de América, más tarde nuestras provincias de África, y ahora están a punto de perder los de Cataluña, Vasconia y Navarra….