Morfina contra ETA
No puedo evitar sentir un profundo desasosiego cada vez que pienso que Bildu está en las instituciones. Tal vez sea porque esta noticia bate el récord de los horrores de este año. Y mira que si habláramos de horrores, podríamos escribir una antología, máxime por la ruina económica que se nos avecina. Con todo, hay una gran diferencia. Mientras la ruina económica dispone de mecanismos para controlar la supuración de una tragedia que se anuncia por capítulos y que tiene solución a largo plazo, la ruina moral de la marca blanca de ETA, deja unas heridas que difícilmente pueden cicatrizar sin dejar secuelas, amén de un dolor que nadie podrá mitigar. Sobre todo, aquellos que por una argucia del destino han padecido el zarpazo del terrorismo y ahora se sienten derrotados, como afirmó hace tan sólo algunos días Francisco José Alcaraz, presidente de Voces contra el Terrorismo.
Alguno con un paternalismo enfermizo pensó que si se permitía la entrada de Bildu en la vida pública, se normalizaría el sempiterno conflicto del País Vasco. Otros se escandalizaban entre sollozos varios y argumentario oficioso, alegando que su no presencia impediría dar voz a millares de personas. E incluso, algún otro llegó a afirmar que si no se permitía su entrada en las instituciones, sería un atentado contra la libertad de expresión y contra la democracia. Y ahora todo el mundo se sonroja y se lleva las manos a la cabeza porque le han visto las orejas al monstruo, el mismo al que muchos han alimentado. Pero, ¿alguien fue tan ingenuo como para creer que los incondicionales de los terroristas iban a amoldarse a las reglas del Estado de derecho? ¿Hay alguien tan torpe como para haber puesto en tela de juicio lo que iba a ocurrir cuando muchos, entre una miscelánea de amenazas e injurias, señalamos que el gobierno se estaba arrastrando, cual babosa, ante ETA?
Pese a todo, soy de los que piensan que esta derrota colectiva no es sólo fruto de un gobierno indigente que ha vendido su alma como un mal aprendiz del Fausto de Goethe y que ha propiciado que ETA esté en las instituciones, con la inestimable ayuda de un Tribunal Constitucional prostituido hasta el tuétano. Esta sumisión ante ETA es, de igual forma, una derrota de la sociedad civil que no puede obviar su parte de responsabilidad, además de ser un fracaso en lo individual. Y digo individual, porque es muy fácil usar ese mantra repetitivo y cansino de creer que las manos de los terroristas no son como las nuestras, blancas e inmaculadas. Que no son más que seres ignominiosos de la condición humana. Que su odio patológico a los que no piensan como ellos no forma parte de nuestros genes, que sus crímenes son algo que jamás perpetraríamos nosotros. Es muy fácil, por tanto, esbozar una línea que separe las emociones y las conductas entre el monstruo batasuno y nosotros, ciudadanos que aspiramos a ser iguales y libres. Resulta tan sencillo pensar que jamás colaboraríamos con ellos mientras aceptamos religiosamente, como si nada hubiera ocurrido, los casi novecientos muertos y los millares de exiliados. Siempre echamos la culpa a los demás, sin pararnos a pensar cómo podría yo haber contribuido a detener semejante infamia.
Yo también lo hago. De hecho, mientras suenan en mi ordenador los nocturnos de Chopin, quizás en el mismo instante en que escribo este artículo, los mismos que se jactan del dolor de las víctimas estén maquinando nuevas extorsiones o un atentado. Y esa es la desgracia. Que mientras nos rodeamos de telebasura, de conversaciones vacías, de vidas que se asemejan por pertenecer al mismo rebaño, utilizamos todos estos elementos como morfina de la realidad. Y seguimos con nuestra vida, oímos música para confundirnos, para aislarnos del dolor. Hacemos un uso desmedido del lenguaje para que no llegue a nuestros oídos el taciturno llanto de las víctimas. O nos inventemos mundos paralelos para huir del ensordecedor ruido al que entre todos hemos condenado al mundo real, del que todos somos partícipes. ¿No será, pues, mi pasión y mi borrachera musical con Chopin mi particular mundo virtual?
Y es que, ¿a quién le importa que la presencia de Bildu sea un asunto crucial para los terroristas gracias a los casi diez millones de euros que van a gestionar si tenemos el festival erótico-futbolero a todas horas? ¿A quién le importa que nuestros datos fiscales estén de nuevo en sus manos si para no pensar tenemos Teledeporte a un golpe de mando y un silencio informativo de la televisión progubernamental para contribuir a ello? ¿Quién se avergonzará envuelto en la telebasura patria de que Martín Garitano haya tomado posesión como diputado general de Guipúzcoa insultando a las víctimas del terrorismo y agasajando orgásmicamente a Otegi? Y mientras pensamos en nuestras merecidas vacaciones de verano, ¿olvidamos que no pocos vascos volverán a sentir el miedo en sus carnes, temiendo que de nuevo vengan los tiempos más funestos, los tiempos del silencio, de las amenazas, de la violencia verbal y física y de las cabezas gachas?
Tal vez en el mismo instante en el que escribo estas líneas, mientras los terroristas y quienes les apoyan, celebran la victoria y sienten el sabor dulce del arrodillamiento del Estado de derecho frente a su totalitarismo, sus víctimas tiemblen de miedo, vomiten sangre, sientan un vacío inmenso y sigan reclamando memoria, dignidad y justicia, si aún les queden ganas. Y muchos nos preguntamos, ¿de qué ha servido tener a ETA al borde del abismo, asfixiarles económicamente, ahogarles policialmente, ilegalizar su brazo político, si permitimos que quienes no condenan sus crímenes, sus cachorros y sus protegidos, vuelvan a las instituciones y pongan como modelo de heroicidad a los terroristas encarcelados, mientras escupen en la memoria de las víctimas? ¿Ha merecido la pena tanto sufrimiento?
Pero yo sigo aquí, sentado frente a mi ordenador escuchando y bebiéndome la música de Chopin, como mi propia morfina contra el dolor, contra el dolor de tantas víctimas que claman justicia, mientras en la vorágine de esta canícula veraniega olvidamos las tragedias colectivas con el disfrute individual y playero, quienes aún puedan y sobrelleven en la mochila la ruina cósmica. Lo siento, aunque sólo tenga como armas la palabra y la belleza de la música de Chopin, yo no me resigno.
No se trata de avergonzarnos de nuestra condición de seres imperfectos y víctimas del sistema. Acaso la solución consista en rebelarnos contra el poder establecido, contra la infamia del chivatazo del bar Faisán, contra la rendición ante la ETA. Tal vez la solución sea recordar a cada minuto el dolor de tanta víctima y sobre todo, pensar en el sufrimiento de todos aquellos que, a partir de ahora, volverán a mirar a su espalda por carecer de escolta cada vez que caminen por la calle. Tal vez la solución radique en indignarnos- ahora que está tan de moda semejante vocablo- y pensemos a quién votamos la próxima vez. Quizás sea el momento de no comulgar con las ruedas de molino oficiales. Aunque ya sea un poco tarde.
Yo no me resigno. Y no tengo porqué pedir perdón por ello. Me niego a formar parte de una sociedad en la que, parafraseando a Camus, las víctimas son torturadas, vejadas y humilladas mientras los asesinos abandonan sus prisiones y sus lacayos ocupan los asientos que, por dignidad, nunca deberían haber ocupado.