Apuntaciones sobre la Guerra de Sucesión
Confieso que yo tengo la sensación de que la Historia de España se me ha enseñado muy mal, que algo por el estilo les ha pasado a mis hijos y que lo mismo les está pasando a mis nietos. Eso me hace pensar que el mal es colectivo y abarca en la práctica a todos los españoles que, cada cual a su tiempo, estudiamos algo y a cuantos lo están haciendo ahora. Y de ahí paso a pensar que el mal es mucho mayor desde hace unos años -desde la tra(ns)ición famosa- y se agrava cada día, pues basta con ver unos pocos programas científicos o lúdicos de la televisión privada o pública para darse cuenta de que con ellos se procura envenenar ideológicamente a los espectadores en vez de fortalecer su conciencia colectiva.
El problema reside en la intención que guia a los productores responsables de tantas cintas y de los incontables libros y reportajes periodísticos que en otro plano se ocupan del mismo tema. Tal intención es la de verter tanta carga ideológica sobre la esencia nacional como sea necesaria para hacer que esta quede oculta y sea sustituída por la que convenga al partido político que orienta y facilita el medio de divulgación que difunde el reportaje, el libro o la cinta engañosa.
Un ejemplo de todo ello lo encuentro en cuanto se refiere a la bautizada como nuestra Guerra de Sucesión. Mi antiguo y creciente republicanismo se ha incrementado estos días al profundizar algo sobre la llegada de los Borbones a España. Sabido es que dicho advenimiento no se produjo por reclamo o proclamación popular, sino por una confusa interpretación jurídica y política de cuál era la mejor o más adecuada manera de entender la sucesión de Carlos II, el último rey de la casa de Austria, muerto sin hijos al acabar el siglo XVII… El problema, sin embargo, no puede entenderse si se le ve como un simple conflicto hereditario. Lo que produjo la Guerra de Sucesión no fué tan sólo ni muy especialmente un enfrentamiento dinástico, sino lo que para España significaba -en su interior como unidad de convivencia de distintos pueblos, y en el exterior como unidad de acción histórica- el estar regida por un monarca de la familia Borbón o uno de la familia Austria.
Lo que se produjo entonces fue un enfrentamiento entre dos modos de mandar o gobernar, de hacer política (si planteamos las cosas de acuerdo con el lenguaje ahora vigente), o entre dos modelos de Estado: uno, el francés, y otro, el español. Los Borbones habían instaurado en Francia un sistema de gobierno basado en una concepción del Rey como supremo mandamás del pueblo por ser de naturaleza casi divina, lo que le concedía derecho a exigir de todos sus súbditos una obediencia casi sagrada. Esta manera de entender al Rey y la Monarquía se implantó en España con el triunfo de Felipe V, y aún se encuentra instalada en el corazón y el cerebro de muchos de nuestros monárquicos, que conciben el Estado como una construcción jerárquica vital e históricamente vinculada a una familia escogida por Dios para gobernar eternamente a un pueblo. Los Borbones gobernaban Francia como si esta fuera una finca de su propiedad, y Felipe V utilizó ese procedimiento en España por ser el que le habían enseñado, el que desde niño había vivido en la Corte de su abuelo…
Carlos III, el representante de la dinastía austriaca, protagonizaba un modelo de gobernación del reino -construído en España por sus abuelos y otros ascendientes- que era en cierto modo parlamentarista y desde luego mucho más demócrata y popular que el francés borbónico. Antes y después de Isabel y Fernando, las leyes o mandatos regios debían contrastarse y armonizarse con los fueros o constituciones de Castilla, Aragón, León, Navarra, Cataluña, Valencia, etc., en las Cortes del Reino convocadas para ello.
Los monárquicos borbónicos han defendido y propagado que gracias a haber ganado Felipe V la Guerra de Sucesión se convirtió España en un Estado moderno. Decir que el absolutismo franco-español supuso la modernidad de España me parece algo exagerado, igual que atribuir a los monarcas, a este o aquel rey, la transformación de la realidad socioeconómica de sus reinos se me antoja demasiado ingenuo. Yo considero más verdadero y cierto que tales hechos los impulsan las fuerzas sociales existentes con arraigo en cada pueblo, en diálogo constante con las nuevas emergentes al compás de los tiempos, y por ello me parece que el sistema hispano-austríaco mantenía organismos políticos y sociales que daban voz y voto a las citadas fuerzas sociales, algo que no sucedía ni sucedió en la Francia borbónica ni en la España organizada a imagen y semejanza de la monarquía absolutista del Rey Sol. Había más fluidez social y política en la España de los siglos XVI y XVII que luego hubo en la España del siglo XVIII.