Aborto, ¿culmen del progreso?
Llevo un tiempo reflexionando acerca de una cuestión que para muchos sería poco más que una nimiedad pero que, en mi opinión, es un asunto que debería formar parte del debate social y ser considerado como uno de los mayores fracasos colectivos. Me refiero a la refinada hipocresía que subyace en un asunto que tiene mucho de verdad incómoda como es el aborto, máxime cuando se cumple el primer aniversario de la ley del aborto libre, disfrazado bajo el eufemismo de ley de la salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo. Una ley que la sociedad nos vende como la cúspide del progreso cuando, en realidad, no es más que una banalización imperiosa de la vida del nasciturus durante los tres primeros meses del embarazo y que nos ha conducido, a la sazón, a un incremento del número de abortos.
Seguramente será cierto aquello de que una verdad incómoda es una razón bien sustentada que se tiende a esconder para pertenecer cómodamente al rebaño. Y para ello nada como esa arcaica argucia humana de hurgar en las emociones y eliminar todo aquello que molesta a nuestro subconsciente. No hay duda. Resulta más sencillo nadar a favor de corriente y pertenecer al género ovejuno que reflexionar sobre los principios. Los principios salen demasiado caros.
Sin embargo, lejos de caer en el pesimismo imperante, nunca me había alegrado tanto de ver una noticia en un rincón tan inaccesible y a una sola columna en un periódico de tirada nacional. Como si no tuviera importancia, como si las cosas importantes no fueran amigas de la estridencia y el escándalo, como si fuese tratado como un asunto de sociedad que interesa a un público minoritario y exaltado. Me refiero a los centenares de indignados en favor de la vida que han acampado en la madrileña Puerta del Sol. Acaso con la inequívoca intención de evitar que el olvido llegue al corazón como a los ojos el sueño, parafraseando al clásico. Jóvenes de todas las edades, ataviados con camisetas y gorras rojas, asfixiados por el sofocante calor, con altavoz en mano y una pequeña tienda de campaña como base de operaciones pero colmados de una vitalidad envidiable, aún a sabiendas que son miembros del pensamiento incorrecto y candidatos al ostracismo más siniestro. Jóvenes, al fin y al cabo, cuyo coraje les ha llevado al epicentro de la rebautizada plaza de las ideas para que nadie olvide que desde que existen registros oficiales ha habido más de un millón de abortos en España, un dato que a simple vista a uno debería estremecerle.
Algunos podrían pensar que una posición en contra del aborto en boca de un agnóstico, resulta cuando menos extraño a la par que extraordinario, mayormente para la mayoría de la turba que considera el aborto el súmmum del progreso. Tal vez sea esta la razón por la cual si te posicionas en contra del aborto, aunque no profeses religión alguna como en mi caso, cargarás sobre tus espaldas el estigma de ser tildado de ultracatólico por los estamentos oficiales y la acusación de ir en contra del progreso que para no pocos significa que cada vez se mata más y mejor, que diría el filósofo Albiac. Son los mismos que olvidan que las grandes batallas ideológicas y por los derechos civiles siempre se han librado a contracorriente.
Con todo, me parece deleznable que aquellos que han acampado por la vida no hayan corrido la misma fortuna que los indignados oficiosos, mimados por tutti quanti con un paternalismo de doble filo. Si somos ecuánimes, es incuestionable que la ley dicta que ninguna de las dos acampadas se ajusta a la legalidad. Pero, ¿por qué el trato recibido varía en función de quién sea el que se queje? Aunque ya sabemos qué ocurre con aquellos que se apartan de la piara y molestan hasta la médula. Y como los acampados por la vida no gozan del cariño de P. –oséase Rubalcaba- y demás miembros de la cosa ministerial, han intentado por todos los medios entorpecerles la entrada a Sol al mismo tiempo que agasajaban con un cariño desatado a los jóvenes que ocupan la Puerta del Sol. Y todo por nadar contra corriente, contra la dictadura del pensamiento correcto divulgada a través de un sistema de medios de comunicación, que actúan en la mayoría de los casos como correa de transmisión al más puro estilo orwelliano, diciéndonos cómo debemos pensar y certificando así la agonía de un pueblo sumiso que vive en la ilusión de ser libre.
Y así vivimos. Vanagloriándonos de vivir en un mundo que se encuentra a gusto bendiciendo el aborto como un derecho, cautivos de un miedo atroz que nos lleva a aceptar temerosamente y con beneplácito las falsas ideas de que las mujeres tienen derecho a decidir qué hacer con sus cuerpos, respirando su hedor siniestro sin sentir arcadas, aparentando que nos preocupa mientras somos cómplices con nuestro silencio o nuestra indiferencia de semejante despropósito.
Pese a todo, y aún a riesgo de molestar a los meapilas oficiales, estoy convencido que algún día el hombre se avergonzará del aborto, como se avergonzó del holocausto judío, del maltrato a los animales, de la ablación del clítoris, de la tortura y hostigamiento de los homosexuales o de la esclavitud de los negros. Por fortuna, hoy me siento orgulloso de que haya tantos jóvenes que en un verano caluroso y casi sin medios se atrevan a levantar la voz contra la dictadura de lo políticamente correcto y a favor de la vida. Eso significa que hoy muchos siguen creyendo que hay utopías que todavía son posibles.