El monstruo de Noruega
Si hay algo que ha quedado claro estos días tras la tragedia de Noruega, más allá del dolor por las víctimas, de la comprensible confusión, de familias rotas, de sueños que se han truncado por el odio de un fanático, es que hemos vivido otro capítulo más de la consabida oleada del miedo colectivo, de dedos señaladores contra el islamismo radical. Pero, ¿acaso olvidamos que se trata de una mala praxis de una religión que, ciertamente, en nombre de un Dios, una minoría no poco extensa nos ha declarado la guerra frente a una mayoría que apuesta por la civilización? Está claro que esta vez nos hemos equivocado y que hemos quedado en el más oprobioso de los ridículos. No sólo por la acusación gratuita, sino porque los atentados de Oslo han dejado tras de sí a contertulios, columnistas varios y fanáticos del Twitter por doquier denunciando las maldades y el delirio del Islam. Y para muestra el hecho de que aún sin conocer de fuentes oficiales a los autores del atentado, las redes sociales y los periódicos de papel del día siguiente ya apuntaban al terrorismo de corte islamista como responsables.
Reconozco que fue mi primer pensamiento y mi primera opinión, condicionada tal vez por ese miedo patológico para el que no hay medicina, que dice un proverbio escocés, sin percatarme siquiera que no era el modus operandi de Al Qaeda. Lo cual no exime para hacer autocrítica individual y colectiva. Acaso todo esto sea fruto del recelo y el desconcierto que tenemos respecto al Islam y más concretamente hacia el fundamentalismo yihadista. Esta es una realidad irrefutable y que solo los meapilas de la progresía más kumbayá podrán negarla. Motivos sobran. Primero, porque hay una guerra silenciosa contra Occidente. Segundo, porque la mayoría de países islámicos son dictaduras feroces. Tercero, porque las mujeres están sometidas a leyes inhumanas, con el silencio nauseabundo de cierto feminismo de cuota que apoya solicitar a la fiscalía que vigile las palabras que pronuncie el Papa en Madrid mientras calla con lo que ocurre en las culturas islámicas. Cuarto, porque hay imanes en nuestro país que abogan en las mezquitas por implantar la sharia en España. Quinto, porque justificándose en una religión, criaturas inocentes son educadas en el desprecio a los valores democráticos y en la violencia como valores supremos. Y por último, y no por ello menos importante, porque cristianos, homosexuales y judíos –es decir, cualquier signo de herejía diferente de sus principios- son perseguidos hasta la médula en los países de credo musulmán.
Con todo, me sorprende que el atentado no haya producido la patente necesidad de analizar el fenómeno que para la causa de la libertad ha supuesto la sociedad multicultural que nos han querido vender, con las bondades de los extremismos como desencadenante. En cambio, lejos de abrir un debate sereno, plural y rico en matices, nos empeñamos en señalar a la extrema derecha y a la patología mental del presunto terrorista, Anders Behring Breivik, un noruego de 32 años. Antes al contrario, ya se aboga por expulsar del paraíso a quienes no comulguen con los mantras del multiculturalismo, erigido como pecado mayor del reino y motivo más que suficiente para ser conducido a la hoguera pública.
Pese a ello, lo ocurrido nos demuestra que la magnitud de la tragedia puede ocultarnos la verdad de los motivos y que la violencia es un hecho tan difícil de digerir como previsible es el olvido en que quedará de aquí a un tiempo. Pero, además, a nadie le puede caber la menor duda que esta masacre se asemeja en demasía a la ocurrida hace algunos años en Estados Unidos, en la escuela Columbine y que llevó a la gran pantalla el director estadounidense Gus Van Sant con su extraordinaria película Elephant.
¿Cómo podía ser posible que un joven que se complacía con la música clásica, que disfrutaba interpretando al piano piezas de Beethoven, se convirtiera de la noche a la mañana en un monstruo y asesinara, con la ayuda de un compañero, a trece personas de la forma más abominable antes de suicidarse? ¿Dónde acababa la persona y empezaba el monstruo? En cierta medida esta es la gran duda que suscita la matanza de Noruega. Cuando alguien convierte su religión en doctrina destructiva, nace un monstruo. Pero cuando la ideología se sustenta en el terror y en el odio, el monstruo se convierte en un terrorista. Como ejemplo la ETA. Y, por ende, también el monstruo de Noruega.