Ese día de septiembre
Todo el mundo recuerda lo que hacía ese día. Y todo el mundo recuerda que fue un día de horror, salpicado por el asesinato brutal de miles de personas, cuya sangre se derramó en nombre de una de las ideologías totalitarias más temibles de la historia. Como si Hitler hubiera vuelto a teñir de sangre las entrañas del mundo. Como si el horror de Stalin hubiera resucitado. De golpe aquellas difusas amenazas que nos llegaban al comedor de casa en forma de noticias despistadas se convertían en algo cercano. Nos atacaban a nosotros, como si los múltiples atentados anteriores no hubieran sido avisos suficientes.
Habían matado en Buenos Aires, en Kenia, en Turquía, en las montañas de Chechenia, en los bosques de Filipinas, en los autobuses de Jerusalén, pero todo eso era ajeno y lejano. Además, como buenos occidentales con permanente mala conciencia, todo lo achacábamos a nuestras propias maldades, y si mataban aquí o acullá debía ser por la culpa de alguna democracia perversa. Por supuesto, los atentados en los restaurantes, las bodas y las calles de Israel tenían una explicación biempensante, no en vano los judíos han sido los culpables históricos de todos los males. No se nos ocurría pensar que una cosa es defender una causa y otra llenar de metralla el cuerpo de un joven y enviarlo al asesinato masivo. ¿No había algo en esa ideología de inmolación que fuera malvado, perverso, fascista? Y si los atentados se producían más allá, no hacíamos caso porque las causas lejanas ni nos interesan, ni nos incumben. Nunca quisimos ver que todo estaba conectado. Nunca… hasta que llegó el 11-S.
De golpe unos tipos tomaban unos aviones de pasajeros, los empotraban en unos rascacielos y la muerte masiva caía del cielo. Su tecnología, sus maneras, su vestir eran del siglo XXI, pero la ideología de muerte que los animaba conectaba sus almas con el siglo VIII y fue así, de esa inhóspita forma, como nos dimos de bruces con el mal. Lo tenía todo del nihilismo más mortífero, el amor a la muerte, el desprecio a toda forma de vida, el rechazo a la libertad… Pero al mismo tiempo se conectaba con Dios, y la mezcla de nihilismo y teocracia convertía esa nueva ideología en una auténtica máquina de matar. Fue así como empezó el siglo XXI, emulando las amenazas totalitarias del siglo XX.
Diez años después no estamos mejor. Por supuesto la lucha contra el terrorismo islamista ha mejorado, pero los retos han aumentado, el fanatismo ha crecido, nadie ha parado su financiación y en las jóvenes revoluciones árabes triunfan los islamistas. Quizás matan menos, pero hoy hay más militantes radicales que ayer, muchos de ellos en el corazón mismo de Occidente. Diez años después sólo nos queda decir que venceremos. Porque, como dijo Camus, toda la historia de la humanidad se reduce a la lucha por la libertad. Y de eso hablamos, de defender la libertad.