El cáncer nacionalista
Si algo bueno tiene el nacionalismo para los que vivimos en Cataluña, máxime para aquellos que ya hemos generado anticuerpos contra semejante lacra, es que ya nada nos puede sorprender -y mucho menos que nos engañen-. En realidad, el mayor peligro de falsificar la realidad a los demás está en que uno, como hacen los nacionalistas, acaba inevitablemente creyéndose sus propias mentiras. Lo más execrable es que de este engaño son conscientes pocos ciudadanos. Tal vez porque muchos están más cómodos en la telebasura, auténtico sumidero venerado por el poder para controlar las mentes de la masa.
Como resultado, muchos ignoran lo lesivo que está siendo para Cataluña este cáncer que desde hace años oprime a la otrora avanzadilla cultural, social y económica de España. No sólo en materia económica, sino una asfixia insoportable en materia de derechos individuales, culturales y sociales.
Hace algunos meses, el prestigioso científico catalán Eduard Punset durante la ceremonia de entrega de la Creu de Sant Jordi- o séase la condecoración a aquellos miembros de la sociedad civil catalana que se han mostrado fieles a la religión oficiosa del establishment y por tanto han sido bautizados como catalanes ejemplares- osaba criticar en público a la Cataluña virtual afirmando que cuando un pueblo con una identidad muy fuerte se encierra en sí mismo, se niega a recibir las interacciones de otras culturas y de otros países, se va asfixiando, fabrica cada vez menos neuronas y acaba muriéndose en las manos de otro. No pudo estar más lúcido el maestro Punset. Menuda grosería, pensarían algunos devotos de la causa. No obstante, sorprende que no se oyeran voces suspirando que le quitaran semejante honor, bajo acusación de traición a la patria –léase la catalana-. Raro fue que no se escuchara en boca de las hordas allí congregadas lo de botifler, ese mote borbónico ascendido sui géneris a mantra oficioso. Aunque claro está, sería un feo imperdonable para la causa de la nación. Por eso de que la imagen es lo que cuenta. Sobre todo para que venga Woody Allen a hacernos películas, amén de que ciertos empresarios trotskistas-marxistas, afines a la causa, se hagan multimillonarios.
Este detalle no puede pasar por alto para quien se aventure a denunciar el engendro intervencionista, sectario y manirroto que han generado tres décadas de nacionalismo opresivo y fanático. Desde el Pujolismo y sus desfalcos, pasando por el funesto tripartito, sus editoriales conjuntos y sus fantasmagóricas embajadas, hasta el arturismo, que ya empieza a mostrar de lo que es capaz, comisarios lingüísticos y subvenciones a medios de la cuerda mediante.
Muchos no hemos olvidado aquella entrevista en la televisión pública catalana –supuestamente la de todos- en la que Montserrat Caballé explicaba como el entonces gobierno del Molt Honorable Jordi Pujol, padre del nacionalismo postmoderno, vetó un proyecto de escuela musical de prestigio que la soprano catalana – y universal por excelencia- quería llevar a cabo en Cataluña. Uno en su inocencia cromática podría pensar que la negativa podría haber sido de índole económica, pese a lo cual tampoco hubiera sido comprensible debido a la carencia absoluta de escuelas musicales para impedir la fuga de nuestros talentos. Pero no. La razón que esgrimió el gobierno nacionalista desde la típica mirada cerrada y acomplejada, es que los profesionales elegidos por Caballé o no eran catalanes o no eran afines al creo nacionalista. Por ende, era más importante el signo identitario que la aptitud. Obviamente la soprano ante el consejo de elegir a otros profesionales, rechazó llevar a cabo el proyecto. ¡Qué desagradecida! -diría el padre convergente. Años más tarde, tampoco le perdonarían que osara firmar un manifiesto por la lengua común. Aquello ya era el súmmum de la insolencia.
Por desgracia, no es el único ejemplo antonomástico de la locura. Otro caso sonado fue la dimisión del magnífico actor y director Josep Maria Flotats como director del Teatre Nacional de Catalunya, hastiado de que le obligaran a programar la temporada con criterios patrióticos y políticos en lugar de la calidad del texto o los actores. Silencio informativo incluido. O la pitada monumental a Mayte Martín en los actos de la Diada y cuyo delito fue cantar en castellano. O Paco Mir, miembro de Tricicle, ahora en Madrid, harto de que el nacionalismo se negara a ver la realidad y apreciara más la lengua que el proyecto.
Casos como estos no son los únicos. Por desgracia, se producen diariamente en la vida de muchos ciudadanos. Y, a la sazón, nos revelan la verdadera faz de esta doctrina, enemiga de la libertad, el mayor paradigma de la patochada, la exaltación de los sentimentalismos más catetos, la mediocridad elevada a la máxima potencia y la asfixia de una sociedad ahogada por tanto bobo de la bobería. Sin embargo, esto parece importarle muy poco al respetable. Mientras haya gente que acepte como normal que un diputado de Solidaritat per la Independència (SI) en el Parlamento catalán, Alfons López Tena, exprese públicamente la voluntad de presentarse a las elecciones generales y de conseguir representación para reventar España desde dentro, defender los intereses de los catalanes y hacer daño a los intereses españoles, poco habrá que hacer.
Mientras haya gente que les ría las gracias a personajes como Joan Tardà, que idolatra a personajes como Otegui, condenado a diez años por pertenecer a banda armada, al mismo tiempo que silencia a las víctimas del terrorismo -porque claro, son españolas- será una batalla perdida. Y será una batalla perdida no sólo porque este nacionalismo se ha encargado de forjar el pensamiento único orwelliano, creando los mensajes de que España oprime a Cataluña, que nos esquilma económicamente, que odian nuestra lengua y nuestra cultura. Mentiras que se convierten en una verdad. Puro Goebbels. Sino que, además, ha sido tan inteligente que se ha mostrado como la víctima en lugar del tirano. Y esta es quizás su actitud más sutil. Porque si se hubiera comportado como una verdadera tiranía, como ha sucedido en tantos regímenes comunistas y fascistas, hubiera generado anticuerpos y rebelión entre los ciudadanos. Sin embargo, se ha mostrado como el oprimido, como la víctima perfecta. Y así con el pueblo idiotizado, indiferente ante el hecho de que el establishment lleve a sus hijos a buenos colegios privados con el castellano como lengua vehicular e imponiendo la inmersión al resto, todo resulta más fácil.
Ya sabemos de la necesidad del pueblo de tener siempre un becerro al que adorar. Esta es, en definitiva, la realidad del cáncer nacionalista que padecemos muchos de los que vivimos en Cataluña. No es un fin. Es una ideología dañina a la que Albert Einstein se refería como una enfermedad infantil. Me temo que el científico judío se quedó muy corto.
Excelente articulo,totalmente de acuerdo. No es de extrañar que artistas e intelectuales se largen de Cataluña. Y muy sorpendente lo de Montserrat Caballé,no conocia ese dato.