La España constitucional: ilusión y certeza
Juan José Lucas.- Kierkegaard decía que «si no miramos hacia atrás no podemos comprender, pero si no miramos hacia delante no podemos vivir». Y las pasadas semanas de la historia de España, que se han cerrado con un extraordinario ejercicio de responsabilidad y consenso constitucional por parte de las fuerzas partidarias mayoritarias en las Cortes, han venido a testimoniar hasta qué punto el gran pensador danés estaba en lo cierto. Y, al mismo tiempo, la reconstrucción de ese consenso constitucional, que yo espero verdaderamente que se consolide en el tiempo, en el espíritu, y en la ambición compartida de España, delimita el escenario de la vida política que, estoy convencido, la inmensa mayoría de los ciudadanos deseamos a lo largo de los próximos años.
La reforma constitucional aprobada por las Cortes representa una buena noticia. En sí mismo, que las instituciones del Estado reafirmen su deber de administrar con rigor los recursos públicos, traslada a la sociedad un mensaje procedente en todo tiempo, e imprescindible en este: la exigencia, la seriedad, el sacrificio, y el esfuerzo, son los requisitos ineludibles del progreso, del crecimiento, y de la prosperidad. Pero, sin duda, una ambición de país compartida, un deseo de formar parte de una sociedad más grande, en paz y en libertad, son objetivos por los que merece la pena trabajar, luchar, y vivir.
Y la reforma constitucional ha posibilitado, también, que comience a recuperarse un valor muy difícil de definir, pero cuya desaparición resultaba muy fácilmente constatable: el estilo constitucional. Ese refinado intelectual y hombre de Iglesia que se llamó Pablo VI decía, como Papa, que lo que le importaba, «era el estilo de vida de los creyentes». En la acción política, lo que importa es el estilo. Cuando está distinguida por un afán de concordia y de consenso, guiada por la seriedad y por la dedicación, impregnada de cortesía, presidida por el respeto y por la tolerancia, cuando la vida política, en definitiva, es genuina y saludablemente democrática, los resultados no se hacen esperar.
En España disfrutamos de magníficas evidencias de la contundencia con la que la presencia del verdadero estilo democrático, o su ausencia, se encuentran en el origen de períodos de esplendor o de penuria. Esta España de las libertades ha conocido dos grandes proyectos de articulación institucional que se identifican con dos visiones de país muy diferentes, aunque ambas respondan a un concepto tan polisémico como el de «pacto»: los Pactos de la Moncloa, y el Pacto del Tinell.
En virtud de los Pactos de la Moncloa de 1977, las grandes fuerzas políticas y sociales fueron capaces de explorar los escenarios compartidos, entre demócratas siempre infinitamente más amplios que los territorios de confrontación, para contribuir a la construcción conjunta de una sociedad regida por la igualdad, el mérito y la capacidad; una sociedad libre y de oportunidades, regida por el ideal de justicia; una sociedad denotada por su pluralidad. Los Pactos de la Moncloa fueron el precedente político necesario de ese gigantesco y memorable pacto político que fue y sigue siendo la Constitución de 1978.
El Pacto del Tinell de 2003, en cambio, perseguía la marginación de la vida pública y política, y después expulsión, de la mitad de la sociedad española. Y, con ella, de sus valores, principios y creencias, y su visión del mundo, para proceder a la reinvención de una España vertebrada en torno a un pensamiento único, no dispuesto al diálogo, y excluyente. El Pacto del Tinell es el antecedente de un modo de gobernar que destruyó todos los consensos y, condujo al país a la peor crisis global, política, económica e institucional, de su historia democrática reciente.
Creo que España es y será mucho más libre, más justa, próspera y fuerte, cuanto más se acerque al espíritu de los Pactos de la Moncloa y menos al del Pacto del Tinell. Y, dicho esto, estoy también convencido de que ahora nuestra responsabilidad es mirar hacia adelante. La Historia es como el retrovisor de nuestro coche. No podemos conducir sin mirarlo con regularidad, porque correríamos el riesgo de estrellarnos. Pero, si sólo miramos al retrovisor al conducir, nos estrellaríamos, con toda seguridad, y en la primera curva. Es el momento, más que nunca, de la ilusión y la confianza en esta España constitucional. El histórico proyecto de 1978 acredita ya décadas de logros, que atesora el más prolongado periodo de paz y de estabilidad verdaderamente democráticas de nuestra historia. Es un proyecto de largo y profundo recorrido.
Pero es un proyecto que debe transitar de la ilusión y la confianza a la seguridad y la certeza. Instituciones y servidores públicos deben reafirmar su lealtad al marco constitucional y consolidar el Estado de Derecho. Poderes públicos sólidos, sometidos al imperio de la ley, son la contraparte imprescindible de una sociedad civil más fuerte y más dotada de oportunidades, en donde se potencia el afán de innovación y de emprendimiento. Una sociedad civil que ofreció una magnífica demostración de ciudadanía y de urbanidad en la JMJ, demostrando que el espacio público está siempre abierto a la cívica, serena y jovial manifestación de ideas y creencias plurales, y muy por encima de la intolerancia, del resentimiento y de la mediocridad que denota al extremismo totalitario. Después de la JMJ el espíritu del 15-M ya no volverá nunca a ser el mismo.
El desafío español es, como en las más grandes ocasiones, gigantesco. Singularmente, para quienes creemos en España porque creemos en los españoles, en su creatividad, en su inteligencia, y en su capacidad para conjugar el amor a la libertad con el sentido de la responsabilidad. Para quienes pensamos que, como decía José Bergamín, España es «ni grande, ni pequeña; sin medida» y, por tanto, da la mejor medida de sus posibilidades en los tiempos más difíciles.
*Vicepresidente II del Senado.