La inquisición islamista contra la libertad de expresión
José Jaume.- Al tiempo que un incendio colosal asuela Europa sin que ninguno de sus líderes emerja con la entidad y potencia suficiente para atajarlo (inepta Merkel, patético Sarkozy), otras llamas, también dotadas de un potencial altamente devastador, acechan a una de las libertades más sagradas: la de expresión, resultado de la de conciencia, basamento del acervo que ha permitido hacer de la Unión Europea lo que ha sido hasta hoy, aunque la incertidumbre se adueñe al asomarse al mañana.
La redacción del semanario satírico francés “Charlie Hebdo” ha sido calcinada, al arrojarle dos cócteles molotov. El atentado ha sido obra, por supuesto, del terrorismo estrechamente vinculado al integrismo islamista. ¿Cuáles han sido las razones que les ha llevado a protagonizar su desquiciado auto de fe? Publicar en su portada una caricatura de Mahoma, al informar del triunfo de los islamistas (supuestamente moderados) en Túnez.
Otra vez, por si no hubiera quedado perfectamente aclarado, los inquisidores del islam dejan constancia de que la libertad de expresión no tiene cabida, no hay campo de actuación para ella, cuando se quiebra uno de sus sacrosantos preceptos, entre los que se cuenta el de no reproducir la imagen del Profeta. Los preceptos del islam son los que son y en la Unión Europea, al igual que donde rige la Ley Islámica, la “sharía”, no pueden ser vulnerados, bajo pena de exponerse a recibir el correspondiente castigo.
Han transcurrido muchos decenios desde que el cristianismo, sus iglesias, dejaron de poder amenazar con castigos, más allá de los estrictamente espirituales, que evidentemente siguen teniendo el derecho a aplicarlos, a quienes ironizaban sobre sus dogmas o disentían abiertamente de ellos. En España, al concluir la dictadura franquista, la blasfemia dejó de ser delito contemplado en el Código Penal. Europa ha consagrado la libertad de expresión incluso para los que la utilizan perversamente. En Europa, se puede escarnecer la cruz, el símbolo más sagrado del cristianismo, porque precisamente en eso consiste: aceptar lo que nos repele, ya que es el derecho del otro.
Por lo mismo, lo que Europa no puede consentir es que quienes, procedentes de las tierras del islam, se han asentado en ella, quieran que sus normas imperen entre nosotros. Esta es la frontera que, de cruzarse, nos conduce a renunciar a quienes somos, a lo que se ha construido a lo largo de más de medio siglo sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, la penúltima (después, en la década de los noventa, vino la de los Balcanes) de las guerras civiles padecidas por Europa.
Otra vez, quienes desde la ironía e incluso, si se quiere, la irreverencia, analizan lo que está ocurriendo en las revoluciones árabes, el inquietante sesgo islamista que están tomando, son víctimas de los métodos terroristas con los que se responde a los supuestos ataques al islam: la bomba, el terror, contra la palabra. Es inaceptable; ha de serlo también para todas las comunidades musulmanas existentes en Europa. Seguramente oiremos de ellas condenas, pero, al mismo tiempo, y ahí está el gran peligro, lo miserable, irán acompañas de admoniciones al estilo de que también se ha de guardar el debido respeto a sus creencias. Es esta deriva la que se ha de atajar de inmediato: la libertad de expresión no está condicionada a que al mismo tiempo se tiene que salvaguardar no sé qué.
Los tribunales de justicia, si se quiere, ya dirán lo que consideren oportuno, pero una persona, un medio de comunicación, tiene, en el ámbito de la Unión Europea, la posibilidad de ironizar, también hacer befa, de cualquier religión, no importa si es el cristianismo o el islam. Es su derecho. Los musulmanes de Europa deben admitir que la suya es una religión que aquí está sometida a las mismas leyes que las demás. Las iglesias cristianas, incluida la católica, a la que le ha costado Dios y mucha ayuda, lo han asumido; quienes se proclaman pertenecientes al islam no tienen otra senda.
Seguro que, en Francia, todos los poderes serán tajantes: el laicismo, garante de las libertades, no tolera esos ataques. Lo que está por ver es si las organizaciones islamistas francesas, además de condenar, que lo harán, también proclaman su respeto a la libertad de expresión sin añadir las citadas coletillas, que desvirtúan tanto la condena como el respeto al derecho fundamental a decir y publicar lo que se quiera. Una fe en la libertad de expresión que igualmente debería ser enunciada por los líderes islamistas que insistentemente airean que democracia e islamismo son perfectamente conciliables. Algo puede decir el primer ministro turco, el islamista Erdogan, o las nuevas autoridades libias, las mismas que aseguran que ningún cuerpo legal podrá entrar en conflicto con la para ellos más fundamental de las leyes: la “sharía”. La “alianza de civilizaciones”, la que solo espera que el presidente Zapatero abandone la Moncloa para ser desguazada, tal vez pueda rendir algún fruto: permitir que quien la alumbró junto al premier español, el mismo Erdogan, confirme que nació, entre otras cosas, para apuntalar la libertad de expresión donde es amenazada de una u otra forma.