Un Estado de farsantes
Ismael Medina/Reproducción de sus mejores artículos en AD.- Nada nuevo que no sepamos. Hace largo tiempo se emiten juicios igual de duros desde centros de estudios internacionales o desde las páginas de los más renombrados periódicos extranjeros. También en España menudean similares críticas desde múltiples espacios, incluso no pocos que le bailaron el agua al gobierno hasta que la recesión amenazó con ahogarles. Pero Rodríguez y sus sicarios siguen colgados de la photo-finish, siempre manipulada, y están atrapados en el inmenso cestón de sus evasivas y mentiras, como el más incurable de los mitómanos. Prisioneros irrescatables del esquizofrénico mundo de Alicio, al que el filósofo Gustavo Bueno dedicó un libro de permanente actualidad.
“La crisis general de España”, título de un debate anunciado por Foro Arbil Barcelona por la Identidad Nacional que promete ser jugoso, define la pavorosa situación a que Rodríguez y su multitud de pesebreros han conducido a España y a los españoles en apenas cinco años de apabullante y quinquicrático desgobierno. Una crisis generalizada que ha quebrantado todos los cimientos del Estado, convertido en arenas movedizas su soporte histórico y reducido la sociedad a masa aborregada e incapaz de redescubrir antiguas raíces de rebeldía.
El traje del Estado está lleno de rotos, costurones, hilachas, remiendos, descosidos, quemaduras y manchurrones, además tener los bolsillos vacíos y agujereados. Pero no así los de quienes lo han destrozado. Componen la nueva y abrumadora clase dominante. La nueva aristocracia de la mediocridad, la corrupción y el despotismo. La de los nuevos ricos sin vergüenza ni códigos morales, capaz de vender una España troceada en los oscuros mercadillos del Monipodio internacional. “¡Todo por una imagen!” cuadraría como lema a Rodríguez y sus pandilleros. Pero aunque vivamos inmersos en un mundo en que las imágenes prefabricadas y multiplicadas puedan más que la aprehensión razonable de los hechos, la realidad es tozuda y asoma su cara hosca sobre la fanfarria carnavalesca del poder.
UN TRIBUNAL CONSTITUCIONAL DOMESTICADO Y SIN CREDITO
Se supone que el Tribunal Constitucional, o su equivalente del Tribunal Supremo en no pocos Estados-Nación, es el más alto órgano de la Justicia, al que corresponde velar por la integridad de las Carta Magna en los desarrollos legales y aplicaciones de su contenido. Y de ahí la necesidad imperiosa de su independencia y del respeto que merece su actividad. Cuando fallan estos dos esenciales supuestos, el Tribunal Constitucional degenera en instrumento sectario del poder político, pierde credibilidad y la parcialidad partidista de sus miembros le hace caer en el descrédito y los centros de presión lo acosan y someten a rudas campañas de chantaje, en la presunción de que condicionarán sus decisiones, sobre todo si cuentan con el concurso del partido en el gobierno, causante del estropicio que el TC debería corregir con rigor. Es nuestro caso, a diferencia de otras naciones de democracia estable en las que, pese a su deriva partitocrática, se respetan las atribuciones de sus órganos institucionales y, cuando menos, se procura guardar las formas. No así en los despotismos tercermundistas o en los que no ocultan su intención de serlo, como el nuestro.
El desarrollo de los cuerpos legales derivados de la Constitución de 1978 nos sitúan ante la evidencia de un artero proceso interpretativo encaminado a una progresiva degradación de los fundamentos de la democracia, a institucionalizar la arbitrariedad, a confirmar la inconsistencia de la llamada Carta Magna y a su violación sistemática. Un proceso que ya se insinuó bajo los gobiernos de Suárez y adquirió términos inquietantes bajo los de González. La rebuscada politización del Tribunal Constitucional derivó en la configuración partitocrática de sus magistrados al vincularla a la aritmética parlamentaria.
La sentencia sobre el expolio de Rumasa, a todas luces ilegal e inconstitucional, gracias al voto de calidad de un presidente, el socialista “histórico” Prats, quien desdijo bajo presiones del gobierno sus anteriores proclamaciones de independencia, acarreó una descrédito del TC del que no ha logrado reponerse. Otro gran boquete que ha contribuido a colocar al TC ante situaciones indeseables para su crédito y la recta gobernanza de España fue la supresión, también bajo el gobierno felipista, del recurso previo de inconstitucionalidad, el cual bloqueaba la posibilidad de que mientras se produjera la sentencia se crearan y prosperasen indeseables situaciones de hecho. Alfonso Guerra, quien como el tero con la puesta de huevos, en una parte pone la acidez crítica y en otra el voto parlamentario, acaba de denunciar el error cometido con el recurso previo de inconstitucionalidad gracias al cual el Estatuto de Cataluña ha generado situaciones perversas que convierten a la taifa catalana en un Estado-Nación parejo al que todavía se dice Estado de España.
La situación que ha llegado el Tribunal Constitucional es esperpéntica. No se renovó en el plazo establecido. Uno de sus miembros, García Calvo, murió repentinamente en extrañas circunstancias, y otro está recusado. María Antonia Casas, llevada al TC por la cuota socialista, accedió a la presidencia gracias a la enemiga del entonces ministro de Justicia del PP, José María Michavila, hacia el candidato de su partido, desde entonces vicepresidente. Y a todas luces se ha demostrado fiel al gobierno socialista, hasta el punto de asumir sumisa la pública reprimenda de la vicepresidente del gobierno, Fernández de la Vega, en la tribuna de un desfile de las Fuerzas Armadas. Su crédito, si es que aún lo conservaba, se vino abajo con estrépito.
El equilibrio de tendencias políticas en el seno del TC ha propiciado que, con el concurso de su presidente, se haya prolongado durante tres años la sentencia sobre los recursos de inconstitucionalidad presentados por el PP y el Defensor del Pueblo contra el Estatuto catalán. Es lo que convenía a Rodríguez, promotor y máximo responsable del desaguisado. No por impericia o improvisación. Fue elevado por mano misteriosa, o no tanto, para llevar adelante la disgregación pseudos confederal de España, la desnacionalización de la conciencia colectiva, el desarraigo del catolicismo y reavivar la hoguera, ya cenizas, de antiguas y fratricidas convulsiones. Y a fe que cumple, incluso en demasía, el mandato recibido.
Ningún Tribunal Constitucional o equivalente de un Estado con solidez institucional habría protagonizado un espectáculo tan humillante como el nuestro. Tampoco el Ejecutivo y el Legislativo habrían permitido sin una reacción inmediata ante las agresiones y facciosos intentos de chantaje como los que se registran en Cataluña ante la presunción de una sentencia adversa a sus descabellados intereses y a las intolerables situaciones de hecho creadas al socaire del retraso de tres años del TC en dictar una sentencia que le llegaba con sello de urgencia. Si a todo ello se añaden unas filtraciones veraces, intencionadas o falaces de lo que se debata en lo que se considera el tramo final de la sentencia, el quehacer del TC se convierte en una suerte de sainete representad en plaza pública.
EL PROCESO DISGRAGADOR HACE SALTAR POR LOS AIRES EL ARTÍCULO 8º DE LA CONSTITUCIÓN
Tal y como están planteadas las cosas los magistrados del TC se encuentran ante la tesitura de cargarse definitivamente la unidad de España y la tan violada Constitución de 1978, o de favorecer un laborioso retorno la reconstrucción del desmantelado Estado de Derecho, con la consiguiente recuperación de las sustanciales parcelas de soberanía cedidas a las taifas para favorecer un predeterminado y vitriólico proceso de disgregación.
Si la sentencia del TC fuera finalmente favorable a las pretensiones catalanistas del Estatuto , o tan meliflua que permitiera la continuidad de las más aberrantes situaciones creadas, una de sus consecuencias sería la liquidación definitiva del Artículo 8º de la Constitución: “Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”.
¿Y por qué definitiva? Creo haberlo explicado en mi anterior crónica. Las células malignas del cáncer que había de descomponer a España ya estaban inoculadas en el el texto constitucional. No sólo en titulo VIII que establecía el Estado de las Autonomías con amplios portillos para el ventajismo de los secesionistas. Y con el adobo envenenado de taifas privilegiadas que fomentarían la presumible exigencia de equiparación de las menos favorecidas. A nadie puede sorprender a estas alturas la carrera en pelo de éstas para tener estatutos equiparable. Ni la exigencia de aquéllas para mantener las diferencias. Pero aún más venenosa fue la introducción del término “nacionalidades”, tomada de las constituciones soviéticas. Quedaba señalado el camino por el que transita, ya sin tapujos, el actual socialismo rodriguezco.
La tesis gramsciana de descomposición conceptual del lenguaje como método de confusión de las conciencias y disfunción política y social, nos ha conducido al actual libreto de la farsa democrática, enristrada de eufemismos. Y vista la reducción de la Milicia a una remedo humano de los pim-pam-pum de feria, de la que el humillante e indigno juego del gobierno es una nauseabunda confirmación, nadie puede dudar ya de que también es puro eufemismo la denominación de Fuerzas Armadas. Lo apropiado sería denominarlas Fuerzas Desarmadas.
EL DOBLE Y SUCCIONADOR JUEGO DEL INDEPENDENTISMO
El teatro de la farsa en torno al Estatuto y la sentencia del TC, tan esperada como plagada de sospechas, propone una pregunta que nadie parece hacerse: ¿Aspiran realmente los partidos nacionalistas (PSC, CiU, ERC, e IU) a una plena independencia de Cataluña? Hay que conocer la Historia para descubrir que, como desde la pérdida de Cuba, cuyo control comercial ejercía el catalanismo, la burguesía catalana, en realidad la barcelonesa y poco más, ahora a pachas con los nuevos ricos de la partitocracia “progresista”, quiere, sí, un Estado propio que manejar a sus anchas. Pero desde el que seguir chupando la sangre económica del resto de España. Su mentalidad es de sanguijuelas necesitadas del cuerpo de España para medrar y engordar. Todos ellos, incluido el siempre alabado Pujol, carecen del famoso “seny” que gratuitamente se les atribuye. Sigue siendo patrimonio del buen payés, también víctima de sus excesos.
¿Cómo explicar, si no, que el referendo de aprobación del Estatuto sólo contara con un ridículo 23%? Les veríamos retractarse y acomodarse si enfrente tuvieran un gobierno fuerte, dispuesto a recuperar las parcelas de soberanía transferidas, a igualarlos en todo con el resto de los españoles y a cercenarles privilegios discriminatorios. O si los españoles en masa, hartos de chantajes y abusos, decidiéramos un día rechazar cualesquiera productos o servicios con marchamo catalán.
España seguirá siendo el “enfermo de Europa” y sujeto del hazmerreír internacional mientras nuestro destino lo dejemos en manos de una subclase política al servicio de la conspiración iluminista del Nuevo Orden Mundial. De un Estado de farsantes de medio pelo.