En el Orient Express
Rafael de la Fuente.- Hace un mes justo estaba un servidor de ustedes contemplando la habitación 411 del renovado Pera Palace en Estambul. El Pera Palas Oteli, como dicen los turcos. Era la que había ocupado Agatha Christie y donde había escrito uno de los libros más leídos de la historia: Asesinato en el Orient Express. Acabo de leer de nuevo la ya legendaria novela. Y por lo tanto tengo frescas en mi mente las peripecias de aquella singular galería de personajes, atrapados en aquel tren que una tormenta de nieve había aprisionado en un desolado paraje de los Balcanes.
Recordé el lunes pasado a la ilustre escritora y a su no menos ilustre creación, el detective belga Hercule Poirot. Fue a mitad de camino a través de la liturgia desplegada en el Congreso de los Diputados para la investidura del sexto presidente de esta nueva etapa de la democracia española.
Fue fulminante esa asociación de ideas cuando doña Rosa Díez, portavoz de UPyD se dirigió al candidato, don Mariano Rajoy, enarbolando sin complejos la bandera de la lucha contra la corrupción en las instituciones públicas. Según ella, la corrupción «afecta a la credibilidad del estamento político, genera desapego y desconfianza entre los ciudadanos y afecta negativamente a la democracia». Durante unos segundos me sentí transportado a latitudes más septentrionales y por supuesto más severas. Sonaba aquello a un debate parlamentario en el Storting de Oslo o el Riksdag de Estocolmo. Incluso en el Westminster de los mejores tiempos. Como reconoce algún medio de comunicación, a don Mariano no le gustó aquello. Y no lo disimuló.
Confieso de entrada que don Mariano Rajoy siempre me ha caído muy bien. Me encantó poder saludarle en mi pueblo, Marbella, en un acto de su partido, al que amablemente me habían invitado.
Recuerdo que él llevaba una recia chaqueta verdosa de «tweed» escocés. Lo noté al darle un abrazo. Después se produjo una simpática anécdota que recuerdo con afecto. Pero el contarla ocuparía un tiempo y un espacio excesivos. Nos presentó un buen amigo de su partido al que me unía el haber trabajado juntos en aquellos años complicados para Marbella. En los que les aporté mi modestísimo granito de arena para intentar liberar a nuestro pueblo de aquel horror que fue el gilismo.
Es curioso pero por unos instantes en mi imaginación doña Rosa Díez se transfiguró en la escritora Agatha Christie y en su «alter ego», el detective Hercule Poirot. Y don Mariano Rajoy, a punto de ser presidente del Gobierno, se convirtió en uno de los pasajeros del Orient Express de la novela. Un honesto aunque algo desconcertante viajero de aquel mítico tren, aislado y bloqueado en un remoto lugar de los Balcanes.
Desde mis tiempos en la Convención Europea del Paisaje del Consejo de Europa me sigue preocupando un fenómeno recurrente.
Parece que en España no nos damos cuenta del peligro que representa para una gran nación como es la nuestra el drama de una corrupción que eclosiona con demasiada frecuencia en el ámbito político y en el institucional. Durante una década y media he vivido muy de cerca la pesadilla del gilismo y su patología social. Aquella situación de aparente impunidad duró quince años. También he observado las repercusiones fuera de nuestras fronteras de las andanzas de aquel curioso caudillo y sus numerosos y aventajados discípulos, repartidos a lo largo y a lo ancho de la geografía española. El ignorar, minimizar o trivializar el problema es el peor de los remedios. Ya lo saben ustedes. Es muy raro que una empresa seria invierta en la mitad meridional de Italia o en lugares asimilables a ese modelo.