El ocaso de la Real Prensa de Su Majestad
Juan Manuel Blanco.- Una de las anomalías más llamativas desde la transición política ha sido la autocensura, la falta de rigor y la ausencia de sentido crítico que ha venido mostrando la prensa española en el tratamiento informativo de la Monarquía. Muchos pasajes de nuestras hemerotecas encontrarían más sintonía con la antigua retórica soviética, glosando los discursos de sus líderes, que con el tono imperante en los países democráticos con libertad de prensa. Así, la crítica a la Corona y su análisis objetivo han constituido hasta ahora un tabú, un veto creado y alimentado por intereses ajenos a la ciudadanía.
Lo que probablemente comenzó como un ejercicio de mal entendida responsabilidad, en un determinado momento histórico, acabaría desembocando en una obligación a medida que la prensa iba perdiendo su independencia del poder político. Debido a la dificultad para subsistir con los pagos de los lectores, los medios de comunicación privados fueron tejiendo una malsana red de relaciones clientelares con el poder político, que se plasmó en subvenciones, ingresos por publicidad institucional o concesiones, a cambio de una información favorable a los intereses de partidos o gobiernos. El pacto tácito parece haber incluido a la Corona, garantizando para ella una ausencia total de crítica y un silencio absoluto en torno a determinados aspectos. Como era de esperar, este acuerdo redundó a la larga en una importante merma de prestigio de todas las partes involucradas.
La prensa podía haber prestado un buen servicio a la Monarquía con una crítica constructiva y una información veraz en lugar de entregarse a la adulación más indigna y la autocensura más extravagante. Dado que la monarquía no está sujeta al sufragio ni a un proceso de selección por méritos, necesariamente debe someterse al escrutinio de la opinión pública para garantizar las dos cualidades que le pueden otorgar alguna justificación: la sensatez y la ejemplaridad. Sin embargo, salvo honrosas excepciones, la mayor parte de los medios pareció confundir el respeto debido con la sumisión vergonzante, sin comprender que la ausencia de crítica y de control acaba corrompiendo todas las instituciones. Incumpliendo su deber, la prensa no sólo perdió buena parte de su credibilidad sino que prestó un flaco servicio a la Corona.
Por suerte, la situación parece haber cambiado en los últimos tiempos. Y no sólo porque la crisis económica haya conducido a una visión menos conformista y a un creciente hartazgo de muchas falacias, simplezas y lugares comunes repetidos hasta la saturación por la prensa convencional. También se ha hecho notar la irrupción de los periódicos digitales, con un coste de funcionamiento mucho menor y una mayor independencia del poder. Estos diarios, entre los que destaca ahora Vozpopuli, han contribuido a abrir brecha tratando la información y la opinión como corresponde a una sociedad abierta: sin tabúes y con respeto a los lectores.
Pero queda todavía un sector de la prensa dispuesto a continuar por esa anacrónica senda de la fácil lisonja y el discurso panegírico. Sólo así puede explicarse el largo aplauso de ciertos columnistas a don Juan Carlos, tan sólo por señalar en su mensaje de Navidad que “la justicia es igual para todos”. Olvidaron recordar al Monarca que existen en España ciertas fuerzas capaces de frenar o azuzar a sectores del poder judicial, según convenga a oscuros intereses, hasta casi convertir algunos procesos en una obra teatral, donde el público suele sospechar el desenlace. O que, por citar dos ejemplos muy cercanos a la familia real, los tribunales no dispensaron el mismo trato a los llamados Albertos que a Mario Conde. Mientras que los famosos primos merecieron una nueva doctrina sobre la prescripción, con un traje a medida de su talle, en el proceso a Conde, aún con una condena probablemente ajustada a derecho, la justicia sorprendió por una eficacia y una premura absolutamente insólitas en la España contemporánea para este tipo de delitos. Aunque Urdangarin haya sido imputado, todavía no sabemos si el director de escena repartirá a los actores el guión de “Cinco horas con Mario” o, por el contrario, el libreto de “La importancia de llamarse Alberto”. Ni tampoco lo que señalará el apuntador para la augusta esposa del Duque de Palma, copropietaria de alguna de las empresas implicadas en la trama, si bien aquí sería bastante más sencillo apostar sobre seguro.
También resulta un tanto anacrónico alabar, tras más de treinta años de oscuridad, la presentación de unas cifras más cercanas a las cuentas del Gran Capitán que al presupuesto de una institución moderna y en las que se adivina un elevado nivel de discrecionalidad en la asignación de los dineros públicos. Bien señalaba la Constitución de 1812, la famosa Pepa, que “la nación española es libre e independiente y no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. Difícilmente podían haber sospechado los valientes legisladores de Cádiz que, dos siglos después, continuaríamos dando vueltas a tan importantes conceptos. Especialmente a todo lo relativo al patrimonio.