La trémula carne de Goya
La noche del domingo -noche de Goyas- caminaba, extraviado de magna urbe, alimentando mi gélido cuerpo del efímero calor que las heladas farolas dejaban escapar de sus nidos de luz a través de sus almas cristalinas. Madrid, todo Madrid, con su intenso frío de febrero es demasiado para un solo cuerpo, aunque el mismo se halle en fase onírica. Miré a lo largo de la calle en busca de un lugar donde poder resguardarme. Entre los recovecos de los copos de nieve que caían, me pareció visualizar un portal que parecía abierto y puse pies y esperanza hacia el mismo.
Una vez alcanzado el objetivo, empujé la pesada puerta de madera que daba entrada al viejo edificio que antaño, sin duda, departía con los Serenos de, y esta se fue, con idéntica pauta que los chirridos que salían de sus oxidados goznes, abriendo. Una vez me asome al umbral me di cuenta de que no estaba solo.
-¿Puedo pasar?- pregunté.
Aferrado a su sombra, el desconocido inquilino levantó su mirada y con voz fúnebre me dijo:
-Pase, pase usted, que siendo este portal tan grande, sin duda, dos abrigan más que uno solo, calores y esperanzas.
– Una vez dentro, cerré el portón y dirigí la mirada hacia la fisonomía de mi compañero de portal.-Hola, vaya frío, eh- le dije tratando de romper el hielo, nunca mejor dicho de aquel gélido encuentro.
Él no dijo nada, simplemente se movió, un paso apenas, desde su lóbrega situación inicial, fue suficiente para que la tenue luz que entraba sórdida por el resquicio de la puerta me mostrara su esqueleto. Su impávido esqueleto presente y su sombra casi ausente. Un difunto. Un difunto era quien me acompañaba, se movía y hablaba.
Después de pasado el inicial asombro, pues no puedo decir que pasara miedo, los sueños tienen estas cosas. Le pregunté, por preguntar algo:
-¿Qué hace un difunto en un portal de Madrid?
-Pues verá usted- me dijo- como vengo haciendo muchos años ha por estas fechas, me echo encima mis huesos y otras quimeras de resurrección y parto desde los muertos por un tiempo, apenas un soplo de ausencia, hacia la tierra de los vivos, como usted puede ver, con todo esqueleto y nada de carne.
-¿Y quién es usted si se puede saber?, pregunté.
-Yo soy Francisco José de Goya y Lucientes…
-Nada más evocar su nombre halagó en todo mi ser el aroma de su Universal Arte. Y no dudé lo más mínimo, aunque no viese su carne, de que me encontraba ante el insigne esqueleto de Francisco José de Goya y Lucientes. Es por eso por lo cual pregunté de nuevo:
-Si usted, ya de muerto, esta terrible noche de frío padece, es que merecer, bien debe, su presencia en cuestión.
-Así es- me respondió – mi presencia obedece a mi desdicha: pues desdicha para mi es que un grupo de bufones y bufonas de poca monta, tomen, sin mi consentimiento, mi apellido, cual trofeo con el que gratificar el morbo de las caras guapas, y otros penes y perneras, glúteos y pechos hartos de siliconas.
-Ah, le dije, una vez hube conocido el motivo de su presencia, además de conocer a los usuarios de su digno nombre, usted, maestro, se refiere a los actualmente conocidos como titiriteros, saltimbanquis, pollos y pollitas con denominación de actores y actrices, de los cuales se nutre el cine español, bajo excepciones, que viven como dios a cuenta de muchos borregos, que incapaces de pensar por sí mismos precisan del mayor morbo carnal para sentirse vivos.
-Efectivamente, así es. Yo que siempre- continuó -me incliné ante el Arte aborreciendo toda carne que no fuera la necesaria, he de desenterrar año tras año por estas fechas mi paz entera de henchido difunto en un vano intento por dignificar mi apellido.
-Ya, lo que no entiendo, perdóneme, es cómo sabe usted lo que sucede en la vida estando usted muerto, le pregunte.
-Pues verá, respondió, al igual que los vivos, los muertos también padecen insidias ya sean propias o ajenas. Y aunque yo, ya muerto no exhale pizca alguna de carnal vida no por eso dejo de percibir, en este caso, sus ofensas.-
-Pues si que le están dado “tumba mala” estos titiriteros, exclame… Ahora bien – proseguí- , ante su esquelética afirmación gestual de lo anteriormente dicho, yo dejaría el asunto, para “mejor vida”. Pues difícil quimera sin duda es que estos titiriteros entiendan sus licitas peticiones y aún mucho menos que sientan las desdichas que a usted le embargan, ya que usted, lleno está de huera carne, y ellos, de carne plenos, con la carne mercadean.-
-Razón tiene usted, pero es tanta la indignación que siento… Es tanta la ira que me embarga que babas de la quijada me caen, como puede ver usted.
-En verdad, su baba era cierta, pues era…, era, todo escupitajo, el mentón de su calavera. Sentí pena, que no asco, pues para pena era lo visto y dicho, es por eso que insistí en que volviera a su hogar y dejará que los vivos a él llegaran con la cruz merecida en vida y hueros de carne. Después de un mártir y lánguido beneplácito facial, que en su calavera se suponía, me dijo:
-A veces, al igual que los vivos, los muertos no podemos olvidar las injusticias por mucho que intentemos olvidarlas – Le entiendo maestro, le entiendo, respondí, a la perfección. Pero como bien sabe usted que vivo anduvo, los humanos tratados cuales divos, carecen del más mínimo sentido de reflexión. Se creen estrellas, oro entre el barro, carnes bellas entre las heces, dioses entre hombres cuando en realidad. No son otra cosa que fango terrenal. No hacen otra cosa que morir a cada instante. Y no producen más arte que la fetidez precisa para vivir, al igual que toda la raza. Pues bien esto mismo ocurre, bajo excepciones, con las “estrellas” actuales, divos-as que tienen por oficio interpretar para el hoy cine malo. Cine donde resulta que supinas bobadas vanas de la viva realidad que únicamente engendran violencia, toda clase de violencia, sexual, cultural, social, y ya no le digo verbal, son bautizadas como obras de arte.
-A un servidor- me respondió- no le interesa tanto el contenido del cine actual. Lo que en verdad me interesa a la vez que me ofende es que tomen de mí, Francisco José de Goya y Lucientes, apellido como epígrafe para su más preciado evento cinéfilo. Y no sólo es por mi -continuó- también es por que usando mi apellido mancillan de alguna manera la memoria de los por antonomasia actores. Me estoy refiriendo a los actores de antaño, viejos trotamundos que iban de pueblo en pueblo, de teatro en teatro, regalando pasiones, risas y emociones sin otros medios que sus manos y sus gestos. Sin más “banda sonora” que un simple organillo y un trozo de tela pintada de fondo por toda pantalla.
Aquellos artistas, artistas de vida, recibían cual mayor galardón unas pocas docenas de aplausos y algunas monedas para que pudieran comer en la rancia taberna del pueblo y cebar a las mulas, en muchas ocasiones, que tiraban de la carreta hastiada de bártulos y telas teatrales.
Aquellos en verdad eran actores. Actores que trasmitían a los demás gozos, lágrimas, miedos, ilusiones y añoranzas sin usar otra cosa que todo su saber hecho Arte.
-No me queda duda maestro -respondí, entre otras cosas para que él no colmase de palabras todo el contenido de este narrado pasaje que ahora enseguida concluyo- , pero en la actualidad los actores y actrices, bajo excepciones, son unos guaperas que venden sus barnizadas carnes a la vorágine del consumismo. Sin duda, hay películas que son autenticas obras de arte, pero por lo general películas hechas en los años dorados del cine.
En la actualidad, ilustre maestro -continué- para “crear arte” que revierta beneficios se precisa extirpar a la mujer de toda su más íntima decencia y al hombre de toda su viril potencia y añadirlo todo a un guión que excrete sangre y sexo además de una sarta de blasfemias orales que ofenden al mismísimo…
En definitiva, se trata de airear en las pantallas las mugrientas estupideces sociales y demás fanatismos ególatras reflejo de algunos, y envidia de otros, de una buena parte de la sociedad.-
-¡Bien! -exclamó- veo en su opinión que usted también hace de mi ofensa su caso -me dijo.
-Pues sí- respondí- así es, pienso idénticamente como usted.-
Verá – continuó, entre cavilaciones óseas- si Dios me diera nada más que el justo pescuezo de carne para que mi voz se oyera, les diría, a quienes lo usan, que dejen de difamar mi apellido. Pues nada de lo que ellos hacen se asemeja a las insignes obras de mis aragonesas manos, pero como usted ve no tengo pescuezo, ni maja desnuda, ni lienzo, ni atrezzo. Por no tener, no tengo, un simple pincel untado de negro tuerto-gris, ni un mínimo pedazo de trémula carne, para poder sentir si existo muerto.- Concluyó Don Francisco, sensatamente malhumorado. Su pena inmensa me llegó plena – ¿quién dice que los muertos no sufren?- como plena fue la promesa que en sueño le juré defender despierto.
-No se preocupe, maestro, que yo escribiré palabra por palabra todo lo dicho por usted. Sin embargo, le advierto que yo no soy otra cosa para ellos que un analfabeto vivo y usted un maestro muerto que no puede levantar voz, aunque la cabeza tenga bien alta.
-Gracias, amigo, sé que lo harás.- me respondió con toda la certeza llena de nítidas lágrimas que yo percibí de su recio e insigne pudor cadavérico. Luego, desapareció en el mismo momento en que yo desperté del sueño a la vida de los titiriteros de Goya.
Y SIGUES JOSE LUIS SOS DURO NADIE TE LEE NI NADIE COMENTA TUS ARTICULOS DEDICATE A TRABAJAR EN LAS 8 HORAS O NO TIENES OTRO OFICIO MIS SALUDOS.
La buena literatura en su estado más puro.