El mal que quiere dominar el mundo
La pasada semana, el Papa invitó a comer a un grupo de cardenales a los que quiso hablarles de su durísima tarea y de sus noches oscuras. Primero les dijo “que se sentía seguro en compañía de grandes amigos” y luego les advirtió de: “que el mal se disfraza de bien para destruir los fundamentos morales de la sociedad”.
Los grandes papas del último siglo y medio han sido grandes intelectuales que han sabido enfrentarse a los retos de una modernidad que despreciaba la religión. Todos, en su justa medida, con más aciertos que errores –que los papas también se equivocan- han aportado la luz necesaria a un mundo que minaba sus fundamentos, hasta la destrucción total. Si Pío IX fue contundente –quizá demasiado como para que le comprendieran los que ya nunca querrían comprenderle- contra las consecuencias de esa modernidad racionalista que sólo podía traer muerte y dolor, León XIII revolucionaba la doctrina tradicional de la Iglesia anticipando cosas que se verían más claras en el Vaticano II y enfocaba con enorme capacidad profética los enormes problemas que tendría que vivir la humanidad en el siglo XX; los primeros papas del XX se enfrentaron a la perversidad de los dos totalitarismos ateos, Juan XXIII y Pablo VI abrieron la Iglesia al mundo siendo malinterpretados por todos los intereses ajenos al bien de la Iglesia, Juan Pablo II asentó el Concilio en su verdadero sentido, remató el comunismo y el capitalismo salvaje en sus intrínsecas maldades e introdujo a la Iglesia en un nuevo milenio que como dijo aquél sabio “será religioso o no será” y, Benedicto XVI, hoy retoma el vuelo de la paloma del Amor de dos alas, la Razón y la Fe, que urgen para elevar al mundo que se precipita hacia un abismo sin sentido.
Todos ellos, además, han mantenido la doctrina de siempre, guiando a los católicos por caminos firmes y seguros, a pesar de las incomprensiones y de la agresividad de un soberbio mundo que no proponía nada mejor: pero el mundo evolucionaba y la Iglesia luchaba siempre por ser fiel al mensaje de Cristo, en el complicadísimo equilibrio entre conservar el mensaje eterno de salvación y adaptarse al hombre de cada época, con sus retos, sus problemas, sus miedos, sus errores y su lenguaje.
Así, se ha visto en un rapidísimo párrafo que la modernidad no es más que otra más de las batallas de la Historia, un enfrentamiento entre las fuerzas del mal y del bien, que se produce a todos los niveles: en nuestra vida personal, en nuestras familias, en el trabajo, en nuestras naciones y en el mundo. Por eso, ayer, Benedicto XVI volvía a recordar: “el mal quiere dominar el mundo y es necesario entrar en la lucha contra el mal.” En eso estamos Santidad, y a pesar del terror que produce el hábil enemigo que o se disfraza o que todos niegan que existe, contamos con su sólida enseñanza, que por profética, algunos aún creen de un tiempo distinto, por pasado, cuando es, realmente de un precioso porvenir.