La preocupación no tiene límites
El mes de agosto es el mes más popular para tomarse vacaciones. Hace ahora un año escribí el artículo “Cómo desconectar del trabajo y descansar” enfocado al problema que supone no poder desconectar, porque siempre hay algo que hacer y porque solemos tener demasiados frentes laborales abiertos a la vez. Me sorprende que durante todo el año ese artículo haya permanecido arriba en la columna automática del blog que ordena lo más leído. También me sorprende al mirar las estadísticas que la frase mas habitual a buscar sea precisamente “Como desconectar del trabajo” (con sus leves variantes). Esto me hace pensar que en este momento la desconexión que se busca está más relacionada con los problemas y las preocupaciones que con el trabajo en sí, aunque sea el trabajo el causante de las mismas, en esa situación tal vez ayude más un artículo que escribí hace casi dos años titulado “¿Acabarán conmigo las preocupaciones de mi empresa?”.
En cualquier caso la mayor parte de las veces para atajar la preocupación o para desconectar es suficiente con ajustar nuestros planteamientos de presente y expectativas de futuro, y como agosto para muchos es un mes de descanso, este mes les voy a pedir que reflexionen sobre una experiencia laboral que presencié por primera vez a los 24 años. Después la he visto repetirse en la vida de muchas personas… demasiadas. Es una historia tan repetida en la sociedad laboral que lo consideramos normal e incluso la fomentamos adjudicando valores absolutos de importancia y seguridad a cosas que no lo tienen tanto, y nos generamos complejos y perjuicios sociales y familiares por ello. Dice el refrán que nada es verdad ni es mentira, que todo es según el color del cristal con que se mira, algo que además de aplicarse en ideologías y decisiones políticas, puede aplicarse en la historia siguiente:
A los 20 años decidí dejar mi Madrid natal y marcharme a vivir a Málaga, motivos laborales me devolvieron a Madrid a los 24 para comenzar al poco a trabajar para una empresa perteneciente a un grupo empresarial de los más importantes de Cataluña, me incorporé en Madrid a una de sus sociedades destinada al mundo de la relojería, en una de sus marcas de medio nivel. El grupo con sus empresas relojeras había comenzado en el sector hacía décadas, sus anuncios inundaban la televisión cuando en España únicamente teníamos un canal que era TVE. Después la empresa creció aprovechando sus sinergias y cerrando acuerdos de distribución de marcas internacionales que aterrizaban en España para después empezar a aumentar sus marcas propias que podía comercializar en la inmensa red de relojerías que en toda España ya vendían sus otras marcas distribuidas. Para iniciar una de sus nuevas marcas contrató a un joven despierto de Barcelona que le inspiró confianza. Ese joven fue el que años más tarde, cuando ya no eran tan joven, me contrató a mí y a mis impulsivos 24 años. Se trataba del máximo director de la marca y fue el que un día siendo joven recibió el encargo de iniciar los trámites para una marca registrada bajo la que se fabricarían los relojes. Se encargó de gestionar la fabricación eligiendo los modelos y máquinas con todas sus variantes, amplió las divisiones de negocio de la marca hasta contar con relojes de pared, antesala, pulsera, despertadores, etc.
La marca se vendía por miles de unidades mensuales y llegó a patrocinar a un piloto de motociclismo, se llegó a publicitar en anuncios en los que aparecía el piloto con un reloj de aquella marca, podíamos decir que aquel joven había llevado la marca desde un papel el registro de la propiedad mercantil hasta ser una marca popular en esa época.
Todos los meses de enero el director recibía un presupuesto de lo que costaría su división para ese año, el número con los beneficios del año anterior sobre el que se basaba una subida salarial porcentual para toda la división y el 5% para utilizar en marketing y publicidad, pudiendo invertir el mismo según su criterio. Todos sabíamos nuestra parcela exacta y la trabajábamos ofreciendo aquellos resultados que nos permitiesen nuevas subidas de ingresos.
Una mañana nuestro director de marca tomó el puente aéreo Barcelona-Madrid para reunirnos en las instalaciones que la empresa tenía en la Gran Vía de Madrid y nos contó que le despedían, ¿por qué? preguntamos todos, porque tengo 58 años contestó. No lo entendíamos y por supuesto no lo compartíamos, éramos un equipo estable que había logrado vender más cada año, de hecho el equipo cada año crecía con algún miembro más debido al aumento de puntos de venta, pero el presidente del grupo le dijo que su formación era obsoleta, puedo asegurar que su capacidad de gestionar y dirigir era esplendida y los resultados lo demostraban. Su formación era la normal para ese puesto treinta años atrás, posiblemente lo que logró se debió más a la experiencia acumulada que a lo que aprendió cuando se formó. La empresa lo sustituyó por una persona joven que se había licenciado en diversos campos, había completado su formación con un Master en Marketing cursado en Nueva York.
La argumentación de la empresa era que aunque el viejo director daba beneficios medios del 25% anual, el nuevo con su formación de última generación los llevaría al 35% o más. El nuevo director todavía no había conocido personalmente a todo su equipo y ya había remitido una circular bajando el sueldo a todos un 30% y recortando las comisiones cinco puntos. La primera y única vez que me acompañó para ser presentado a nuestros clientes les advertía que si sus compras no mejoraban un 10% dejaría de suministrarles la marca y se la ofrecería a la competencia. Los clientes reaccionaban con un amplio abanico de gestos que iban desde la incredulidad hasta la indignación. Al equipo de ventas le sustituyó los objetivos que ya eran altos pero viables por unos objetivos cercanos a la utopía. El estrés por llegar al objetivo a costa de todo y las preocupaciones por el miedo a ser despedido si no se alcanzaba la producción me estaba matando poco a poco y me estaban haciendo vivir en la situación de angustia que, supuestamente, debería no existir al tener trabajo. Úlceras, dolores de cabeza, insomnio, estado de mal humor e irritabilidad permanente era mi nueva nómina.
Una de esas noches de ansiedad e insomnio vino a mi mente la imagen del antiguo director quien tras entregar lo mejor de su vida a un trabajo que le mantenía tres de cada cuatro semanas a cientos de kilómetros de su familia vio como su vida se desmoronaba a los 58, en una sociedad que le consideraba obsoleto y con unos hijos que habían crecido sin apenas verle. Aquel hombre conocía mejor a sus vendedores que a sus hijos. Entonces entendí que lo que debía aprender no era a estar en pie, sino a saber levantarme cada vez que me cayese. Debía aprender a volver a empezar de cero cada día si era necesario. Debía aprender a saber vivir y a saber perder porque eso también te enseña a ganar. Pero también aprendí que debía prepararme y formarme constantemente para desarrollar mi trabajo de forma eficaz, de forma que lo aprendido entre en sinergia con la actividad que esté desarrollando en ese momento y la actividad que desarrolle me obligue a ampliar mis conocimientos formativos y sobre todo aprendí que, al igual que el dinero no da la felicidad pero ayuda a vivir mejor, la formación no me aseguraría un trabajo pero me ayudaría a sentirme seguro y a no depender de las decisiones de terceros en entrevistas de trabajo para salir adelante.
Unos años después me encontré a mi antiguo director en una feria del sector en Ifema con un stand de su propia marca y me contó que tras meses de malos tratos a su autoestima por parte de diversas empresas que, o bien le querían contratar para que hiciese milagros en un año repitiendo lo que en su anterior empresa se llevó 30, o bien ignoraban su experiencia en pro de titulaciones que ni siquiera existían cuando él estudió. En una de esas entrevistas la persona con la que estaba reunido llevaba un reloj de su antigua marca, un modelo que al verlo despertó en él el espíritu de volver a empezar y al salir, se fue al registro de la propiedad mercantil a registrar su propia marca para volver a empezar. La marca irrumpió con fuerza y se posicionó bien, mientras que la de nuestra antigua empresa estaba prácticamente desaparecida y relegada de joyerías a bazares.
Todos hemos visto este tipo de historias laborales alguna vez y seguro que alguna vez hemos estado en el papel de alguno de sus personajes, bien sea como jefe o como empleado. No permita que conseguir dinero le robe las cosas que el dinero no podrá volver a comprar, lo mejor de la vida casi siempre es gratis, aunque tal vez nos lo deberían cobrar para que aprendamos a apreciarlo. No espero que coincida conmigo, solo espero que este artículo le sirva de detonante para reflexionar sobre hasta dónde preocuparse, porque la preocupación no tiene límites propios.
” lo mejor de la vida casi siempre es gratis”
Llevo tiempo pensandolo y aplicandolo.