A. Robles.- Hay noticias que surten el efecto balsámico de tranquilizarnos a todos. La de los soldados transexuales admitidos en el ejército pacifista de Pedro Morenés es una de ellas. El Gobierno de Zapatero aprobó la orden del Ministerio de la Presidencia que permitió que todos los transexuales carentes de órgano genital masculino pudiesen ingresar en las Fuerzas Armadas en todas las escalas de los Ejércitos de Tierra y del Aire, la Armada, los Cuerpos Comunes de la Defensa y la Guardia Civil. El ministro Morenés ha seguido apoyando los mismos criterios que sus predecesores socialistas. Es decir, que los criterios de los que se nutre el ejército español para seleccionar a su personal no son aquellas antiguallas que exigían a los soldados virilidad, honor, patriotismo, valor y fiereza en el combate.

Lo que prevalece hoy es la sujeción de las reglas castrenses a esta España tan moderna y tan moralizante que nos ha sido dada. Si un general español se declarase públicamente admirador del coronel Alamán, su futuro en el ejército estaría seriamente comprometido. Si en cambio defendiese la discriminación positiva en favor de los soldados homosexuales, sería sin duda glorificado como un ejemplo de liberalidad marcial bien entendida. ¿Qué sabrá el coronel Alamán lo que es un ejército ye-yé?

A algunos, cuando leemos y escuchamos estos casos de modernidad en nuestros acuartelamientos, nos entra la nostalgia. Incapaces de acoplarnos a los nuevos tiempos, tal y como pretende la castuza corrupta y todos sus cuates, sentimos creciente devoción por aquellos soldados españoles que, durante siglos y siglos, habían sido los reyes de las batallas y habían asombrado al mundo con su valor hasta el sacrificio, con su estoicismo ante las adversidades, con su alegría en los momentos más difíciles. Recordamos con escasa lucidez chaconiana a aquellos soldados que lucharon contra lo imposible en Cuba y Filipinas, los que murieron en la interminable guerra de Marruecos, los que defendieron hasta la muerte el castillo de Simancas, los que resistieron en el Alcázar de Toledo…

No somos sin embargo los únicos equivocados. Leo las impresiones de un historiador romano, Trogo Pompeyo, contemporáneo de Estrabón, sobre los pobladores de aquella Hispania de comienzos del imperio y de la era cristiana. “Tienen preparado el cuerpo para la abstinencia y la fatiga, y el ánimo para la muerte: dura y austera sobriedad en todo”. Y añadía: “Prefieren la guerra al descanso, de modo que si les falta enemigo extraño, lo buscan en casa”.

Pedro Morenés se obstina en refutar a Trogo Pompeyo y reitera que la función de un soldado español es resignarse con disciplina al descuartizamiento de la patria y dar la espalda a ese futuro mejor con el que sueñan millones de españoles. Quisiera ¡ay nostálgico de mí! que en el ánimo de los soldados españoles calasen, hoy más que nunca, otros principios y otras ideas distintas de las oficiales. Por ejemplo, que el deber de las Fuerzas Armadas es permanecer siempre vigilantes porque son portadoras de una exigencia que viene de muy atrás y que se basa en el honor por encima de cualquiera de los conceptos vaporosos que defiende la casta parasitaria.

Ese mismo honor, norte y guía de quien viste un uniforme militar, debe orientarles siempre, especialmente en los momentos difíciles, cuando el peligro externo o interno amenace España. Ese honor permitió que de un país de hambrientos y analfabetos a finales de los años 30 surgiera la gran potencia industrial que España, pese a la castuza, aún sigue siendo. Ese mismo honor, superviviente en muchos de nuestros uniformados, es capaz de sobreponerse a los experimentos progresivos y modernos que han sido introducidos en las Fuerzas Armadas con el único fin de esterilizar su compromiso histórico con España.