A. Robles.- En la medianoche del 24 de enero de 1977, un comando supuestamente ultraderechista penetró en un despacho de abogados en derecho laboral de Comisiones Obreras (CC OO) y militantes del Partido Comunista de España (PCE), situado en el número 55 de la calle de Atocha, abriendo fuego contra los allí presentes, matando a cinco personas y dejando cuatro heridos.

La conmoción por el múltiple asesinato fue enorme en todo el país. Pronto, la prensa decidió lanzar sus dardos envenenados contra la única formación política española, Fuerza Nueva, que ponía seriamente en cuestión el cúmulo de acontecimientos que estaban conduciendo al proceso de ruptura conocido como Transición.

El notario Blas Piñar, líder de Fuerza Nueva y también el político español más sobresaliente de aquel periodo, fue el principal destinatario de la furia inquisitorial que se desató contra la llamada “ultraderecha” española. Políticos y medios informativos al servicio del pesebre responsabilizaban del asesinato, con desvergonzada impunidad, al notario de origen toledano. No hubo entonces ni nunca el menor indicio que justificara estas atroces acusaciones, pero el sistema aprovechó la causa para generar una oleada popular de simpatía hacia los comunistas y un tsunami de resquemor hacia los representantes políticos de la derecha tradicional, identificados por la oficialidad como el único obstáculo que ponía en serio riesgo el reencuentro de España con Europa, la democracia y el progreso (sic).

Solo unas semanas más tarde del suceso de Atocha, el Partido Comunista de Santiago Carrillo fue legalizado por el Gobierno presidido entonces por Adolfo Suárez, mientras seguían expuestos al escarnio público los colectivos que se oponían a la ruptura con el régimen que había dotado a España del mayor desarrollo social, cultural y económico de toda su historia.

La operación fue un completo éxito para la culminación de los objetivos previstos. El ‘rejón de castigo’ infringido a la derecha tradicional española sería a la postre definitivo. La campaña de linchamiento social y mediático emprendida contra Blas Piñar y otros líderes patrióticos alcanzó cotas escalofriantes. El camino hacia la ruptura quedaba despejado y libre de estadistas que, con su autoridad moral e intelectual a cuesta, pudiesen comprometer el buen éxito de la trama partitocrática que se había puesto en marcha y que finalmente ha conducido al país a su actual deriva tras 37 años de excesos de todo tipo.

Tuvieron que pasar treinta años desde aquel 24 de enero de 1977 para que supiéramos que el atentado de la calle Atocha había sido perpetrado a instancias de los servicios de información de la época, en estrecho consorcio con mandos policiales e incluso aseados dirigentes democráticos. Se trató de un crimen de ‘falsa bandera’ que respondió única y exclusivamente al propósito de crear un clima emocional favorable a la posterior legalización de los comunistas y a dejar en barbecho y fuera del escenario político a la derecha nacional. Se ha sabido que uno de los autores del crimen fue inducido a afiliarse en Fuerza Nueva y a fotografiarse con su líder pocas semanas antes. Todo aquello supuso un aldabonazo contra la figura emergente de Blas Piñar, que fue opacada durante años. “Podían haberle asesinado físicamente, pero optaron por su asesinato político”, señala uno de sus más viejos colaboradores. En cualquier caso, aquel atentado de ‘falsa bandera’, como el perpetrado solo cuatro años antes contra el presidente del Gobierno Carrero Blanco, o como la mascarada del 23 de febrero de 1981, surtieron el efecto que deseaban los muñidores de la ruptura.

He rescatado de mi memoria estos luctuosos sucesos de Atocha conforme se íban agolpando las informaciones sobre el “asalto” a la delegación cultural de la Generalidad en Madrid, curiosamente el mismo día en el que la prensa del mundo ponía sus ojos en la ‘cadena humana’ independentista de Cataluña. Como se sabe, un grupo de supuestos ultraderechistas entró en la citada sede para proferir gritos favorables a la unidad de España y a la españolidad de Cataluña.

Al menos por las imágenes oportunamente recogidas, no se vieron agresiones ni lanzamiento de gases por parte de los vociferantes. La prensa sin embargo ha sido unánime al subrayar la existencia de cuatro heridos, entre ellos una niña y un representante, ¡oh casualidad!, de la embajada norteamericana. La unanimidad en los calificativos y condenas empleados contra los jóvenes que corearon frases tan subversivas y antidemocráticas como “No nos engañan, Cataluña es España” o “Catalanidad es hispanidad”, contrasta con las crónicas de mermelada dedicadas al acto sedicioso de Cataluña.

La rendición de la clase dirigente española se puso de manifiesto al día siguiente, con la firma de un manifiesto de condena suscrito por todos los diputados. Por supuesto que en el manifiesto no figuró reseña alguna a la quema de una bandera española ni de un retrato del rey en el aquelarre separatista de Barcelona. Tampoco ningún diputado se preguntó acerca de la presencia de miembros de las embajadas de Estados Unidos e Irlanda en un acto que respaldaba las exigencias secesionistas de un sector de la población catalana.

Utilizando los mismos métodos de distracción que los empleados en 1977, el “asalto” a la sede de la Generalidad está sirviendo para propiciar ese clima de victimización con el que siempre se han sentido tan a gusto los dirigentes nacionalistas catalanes. Víctimas por supuesto de los intolerantes “fascistas” que se oponen violentamente a la ruptura pacífica de una parte del territorio español. De nuevo el ‘seny’ catalán frente a la intemperancia y la intransigencia casposa de la España anclada en Atapuerca. Por supuesto, la malicia de los que fomentan y promueven este contraste en la psique de la ciudadanía nos ocultarán que ese ejemplar ‘seny’ catalán no ha estado reñido con episodios de tan escasa ejemplaridad como las continuas ofensas a España y a sus símbolos representativos, las restricciones a los castellanoparlantes, la imposición del ideal nacionalista en las escuelas o las agresiones sufridas por catalanes que hacen alarde de su identificación con España.

Me preocupa el tratamiento dispar de la prensa española en base a las preferencias ideológicas de los protagonistas de las agresiones. Me preocupa que se esté abonando el terreno para la rendición y que esta rendición pase ya por la asunción de la inevitabilidad de la independencia de Cataluña por parte de la abducida opinión pública. Me preocupa la traición que puede estar empezando a perpetrarse con el silencio cómplice del rey y el aval de algunas de las organizaciones supranacionales que controlan y tutelan el nuevo orden establecido para Europa. Me preocupa la complicidad de países como Israel y Estados Unidos.  Me preocupa que culmine con éxito la pretensión, hecha pública por los nacionalistas, de dejar fuera de la circulación política a los únicos grupos que vertebran el rechazo frontal de los españoles a cualquier aventura sediciosa. Me preocupa que el odio antiespañol de la izquierda haya encontrado cauce. Me preocupa la pulsión traidora de los dirigentes del PP. Me preocupa este empeño grotesco que se está empleando para desfenestrar a los que se oponen al suicidio de la nación.  Me preocupa que uno de los “asaltantes” a la sede de la Generalidad haya sido vinculado con uno de los altos cargos del CNI. Me preocupa que a los españoles nos vuelvan a disparar por la espalda y que casi nadie esté dispuesto a hacer nada por evitarlo. Me preocupa que el cerco empiece a ser tan grande que tengamos al enemigo hasta en la sopa. Y me preocupa, sobre todo, que lo de la sede de la Generalidad en Madrid no haya sido sino el preludio de otros “asaltos” de falsa bandera que estén por venir.

En cuanto a la tramada violación del artículo 2 de la Constitución, la quema de banderas españolas, la niña agredida por llevar la camiseta de la selección española en Barcelona, los ataques al domicilio vilanovés de Gerard Bellalta, las difamaciones contra España difundidas por la oficialidad catalana, la desaparición de los símbolos españoles de casi todos los edificios institucionales controlados por el nacionalismo, el adoctrinamiento que ejercen los medios catalanes subvencionados con dinero público, los comerciantes multados por poner sus rótulos en español, la utilización del dinero de todos para patrocinar la ruptura de la patria o la subversión disfrazada de derecho cívico, ni la prensa ni los políticos españoles dicen ni pío.