Ensayo teológico sobre el limbo
Este ensayo consta de cuatro apartados o títulos que aspiran a ser una reflexión teológica sobre el tema tan discutible como lo es el del Limbo, que no solo hoy por hoy no es un dogma de fe, sino que se entiende incluso que no existe.
La verdad es que la existencia del Limbo no es una verdad que haya sido explícitamente revelada por lo que se han hecho posibles con respecto al mismo posiciones no solo distintas sino contradictorias de las que seguidamente doy cuenta.
El ocuparme de una cuestión tan debatida en el campo teológico, y sobre la cual no hay una posición del Magisterio, no impide que un seglar, que no es teólogo, se atreva frívolamente a internarse en tierra extraña. Estimo que no es necesario un pasaporte especial ni una frontera que impida esa entrada. Es más; un seglar católico puede considerarse obligado a aportar su punto de vista, es decir, su opinión, y hacer aquellas aportaciones que considera acertadas, y puedan contribuir a solucionar los graves problemas que surgen sobre el más allá de los niños que mueren con el pecado original.
Quien lea atentamente lo que escribo, observará que la doctrina que se mantiene, se apoya en argumentos, bíblicos o no, a los que acudo como fundamento y apoyo de mis puntos de vista, y que en varias ocasiones se repiten para documentar lo que en cada apartado va escrito, ya que en ellos se contemplan los aspectos diferentes que el Limbo representa.
Confieso, con toda sinceridad, que este trabajo, para mi no ha sido fácil, y sea además, conociendo el ambiente eclesiológico en el que nos movemos, bastante comprometido.
¿Existe el Limbo?
Esta pregunta, que muchos nos hacemos, exige, sin duda, una respuesta, más necesaria cuando, como ocurre ahora, son millones los niños, concebidos y no nacidos, que mueren victimados por el aborto, tanto del producido por causas naturales, como por la llamada interrupción voluntaria del embarazo. A estos hay que añadir los niños ya nacidos, no llegados al uso de razón, que mueren con pecado original, así como los dementes adultos fallecidos que no fueron bautizados.
Al bautizo de los “nasciturus” en el seno materno ya aludía, aunque solo a los abortados naturalmente, el canon 746 del Código de Derecho Canónico, que decía así: “A nadie debe bautizársele dentro del claustro materno, mientras haya esperanza fundada de que puede ser bautizado una vez que haya sido dado a luz normalmente”.
Esta referencia pone de relieve que el tema de que nos vamos a ocupar ya preocupaba en el año 1.917, en el que Benedicto XV lo promulgó.
La doctrina del Limbo, escribe el P. Victorino Rodríguez O.P., “es difícil de entender y difícil de definición teológica, cuya existencia no está garantizada en la fuentes de la fe”[i], hasta el punto de que alguien la ha calificado de absurda.
El P. Emilio Sauras O.P. agrega que el tema del Limbo es “un asunto de lo más angustiosos que tiene planteados la Teología”[ii] y que “se halla en estado de difícil definición teológica”[iii].
Por todo ello, hoy “se discute sobre la existencia del Limbo”, afirma Karl Rahner[iv], y hay quien opina que “en el sistema rahneriano el Limbo no tiene pie puesto ni sentido”[v]
Desde otro punto de vista Antonio Royo Marín O.P., enseña que la existencia del Limbo, que no es un lugar, sino un estado, es una doctrina completamente cierta en Teología”[vi], opinión que comparten Ángel Santos Hernández S.J. al escribir que “La existencia del Limbo hay que aceptarla en la doctrina sana teológica”[vii] y Michael Schmaus, que asegura que “nada nos ha sido revelado sobre la suerte de los niños muertos sin el bautismo, siendo necesario responder a esta cuestión teniendo en cuenta la voluntad salvífica de Dios, que nos asegura que nadie se condena a no ser por su culpa”[viii]
Nicolás López Martínez, por su parte, escribe que “la doctrina del Limbo, no puede ponerse en tela de juicio sin enfrentarse temerariamente con el sentir de las escuelas teológicas del magisterio y del pueblo cristiano”[ix]
En tanto no se pronuncie definitivamente el Magisterio de la Iglesia, el debate teológico ha conducido a posturas antagónicas y a defender que no hay Limbo, porque el pecado original se borra por medios extra sacramentales y, por consiguiente, sin el sacramento del Bautismo, ya que la voluntad salvífica de Dios (Tim. 2,4), no puede limitarla el propio Dios con la existencia del Bautismo.
A esta opinión se responde con otras “desprovistas de fundamentos sólidos”, como los califica Ángel Santos Hernández[x], y entre ellas una iluminación providencial antes de morir, el ofrecimiento de la propia muerte, un acto personal consciente, o natural inconsciente, que pone de relieve el poder de excelencia de Cristo, que rebasa a los sacramentos, y encuentra apoyo en el voto real, o más bien el destino de las cosas, como es el del niño que recibe la gracia no habiéndole sido posible recibir el Bautismo.[xi]
La tesis que defiende la inexistencia del Limbo se apoya fundamentalmente en los “Novísimos”, que, en frase de P. Sauras, constituye “una parte importante del depósito revelado”[xii] y la alusión concreta al juicio universal y al cielo y al infierno omitiendo la del Limbo.
San Mateo habla tan solo del suplicio sin fin y de la vida eterna (en el Paraíso), es decir, del infierno y del cielo, poniendo Jesús las ovejas a su derecha para tomar posesión del reino (y diciendo) a los cabritos que estaban a su izquierda: “id al fuego eterno destinado para el diablo y sus ángeles”.
Este argumento no es válido, porque así como la existencia del Purgatorio es verdad revelada, la omisión del Limbo no quiere negar su existencia, ya que se pueden aportar razones que prueban lo contrario; y una de ellas, la de que tanto el Limbo como el Purgatorio no se enmarcan, como hemos afirmado, dentro de los “Novísimos” y porque tanto éste como aquel, habrán dejado de existir al celebrarse con la Parusía el Juicio Universal.
A favor de este punto de vista se puede añadir que la historia de la salvación abarca un antes y un después de la de Cristo y que si en ese antes hubo un Seno de Abraham para los patriarcas y los que murieron esperando el “descendit ad infernos” del Redentor. El plural infiernos en este caso se refiere al mencionado Seno, para que aplicándoles los méritos del Mesías se les borrara dicho pecado y pudieran gozar de la visión beatífica. Siendo esto así, parece lógico que a quienes mueran (como tantos niños en el mundo) con solo dicho pecado, del que no son responsables, se les borre también en el “Limbus puerorum”, cuando ya esos méritos redentores de Cristo y la gracia del Espíritu Santo se han hecho eficaces hasta límites insospechados a partir de la jornada de Pentecostés.
Conviene señalar, en evitación de confusiones, que de igual forma que la palabra infierno tiene un alcance plural, lo mismo sucede con la palabra cielo, puesto que hay varios cielos. Aparte del cielo como firmamento, al menos que sepamos, existe un tercer cielo, al que subió San Pablo (II Cor. 12,21) y siete coros de ángeles que, con plena capacidad, según al que pertenecen, gozan de la felicidad eterna. ¡Qué bien habló Santa Teresa de Jesús de las moradas en la Jerusalén celestial!
Santo Tomás de Aquino, refiriéndose al Seno de Abrahan, escribió con frase que entiendo es válida para el Limbo, que “a éste se le llama precisamente Limbo por lo que tiene de bueno e infierno por su deficiencia”[xiii]. Además entiendo que hay que añadir que Dios es infinitamente justo, lo que es compatible con que también lo sea en su misericordia. La religión cristiana es, ciertamente, la Religión del perdón, pero no es la Religión de la impunidad. De aquí que, conjugando misericordia y justicia, el comportamiento de Dios con respecto al pecado original y a los pecados personales, sea por completo distinto. A ese comportamiento hago luego referencia, como lo haré al hablar de temas tangenciales y colaterales como de Libertad, Gracia y Pecado.
Subrayo que aun no habiendo doctrina oficial de la Iglesia sobre el Limbo, el vacío legal no es absoluto, pues hay algunos documentos orientadores.
En este sentido destacan el discurso a las comadronas italianas, de Pio XII, de 29 de Octubre de 1.951, y la Declaración de Abril de 2.007, de la Comisión Internacional, nombrada por Juan Pablo II en Octubre del año 2.004, y que presidía el entonces cardenal Ratzinger, en la que se dice:
“No siendo la existencia del Limbo una verdad dogmática, si es una hipótesis teológica, y por tanto, no quita la esperanza de encontrar una solución que permita creer, como verdad definitiva la salvación de los niños que mueren sin haber sido bautizados”
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica, de 1.992, en su número 1.261, se expresa así:
“En cuanto a los niños muertos sin Bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ello. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: “Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis” (Mc 10, 14) nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo Bautismo”.
El 18 de Mayo de 2.013 apareció en “Internet” una noticia que se encabezaba con letras de gran tamaño, diciendo que “el Vaticano ha decidido que el Limbo no existe”, y es curioso, a la vez que inquietante, como del texto de la noticia se desprende que no es cierto que el Vaticano lo haya decidido así, y se reproduce tan solo la opinión de Juan Tamayo, catedrático de Teología de la Universidad Carlos III, que se expresa de este modo: “El Limbo no tiene fundamento histórico ni bíblico y esta decisión llega algo tarde si tenemos en cuenta los sufrimientos innecesarios para muchos padres al pensar que su hijo no había ido al cielo al no estar bautizados”.
Los pecados, sus consecuencias y tratamiento
El pecado se define como “aversio a Deo, conversio ad creaturas”. La frase es omnicomprensiva ya que esa “aversio” y esa “conversio”, pueden tener una intensidad distinta y un tratamiento diferente. En todo caso, conviene advertir que la terminología que se utiliza en cualquier lenguaje humano no puede precisar con exactitud el lenguaje divino, y no hay diccionario que nos dé una traducción indiscutible de uno a otro.
Esto ocurre con la palabra pecado. Decimos que algo que tenemos a la vista está impecable, en el sentido de que está limpio y sin mancha, ni mácula, ni grande ni pequeña. Pues bien, cuando hablamos de pecado, nos podemos referir con esta palabra a pecados muy diferentes, como lo son: el pecado de los ángeles, y entre los pecados de los hombres: al pecado personal, al pecado original, al pecado del mundo, al pecado colectivo, al pecado de las instituciones, al pecado grave, al pecado leve, al pecado contra el Espíritu Santo, y a los pecados de pensamiento, palabra, obra, deseo y omisión.
El pecado de los ángeles fue extremamente grave, porque siendo espíritus puros, dotados de libertad, no sufrieron ninguna tentación ajena, como la que padecieron en el Paraíso terrenal Adán y Eva. La tentación surgió de ellos mismos, sin complicidad exterior alguna, siendo plenamente responsables de su rebeldía contra Dios. Por ello, derrotados por San Miguel y los ángeles fieles, fueron condenados al infierno, con pena de daño y de sentido, por toda la eternidad.
Del pecado de los hombres no puede decirse lo mismo. En concreto, y con relación a la naturaleza del pecado original, afirma Nicolás López Martínez que se trata de “uno de los problemas más formidables de la Teología”[xiv]
Ciertamente el pecado personal de Adán y Eva fue, además, un pecado de la naturaleza porque la naturaleza humana solo existía en ellos dos, y dañada, deficiente, desordenada y alborotada en su armonía primigenia, se trasmitió y se transmite a todo el linaje humano por “propagatione non imitatio tranfusum ómnibus est”[xv].
El pecado original es, además, al mismo tiempo originante. San Pablo dice que cada hombre es concebido con una deformación que le empecata, desfigurando su semejanza e imagen divinas (Rom 7,14). El pecado personal de nuestros primeros padres contaminó y contagió a la naturaleza y ésta, trasmitida, contamina y contagia a todos los hombres. Lo que parece una contradicción no lo es, como no lo es que una deuda heredada y que contrajo mi padre sea una deuda propia, aunque yo personalmente no la contrajera, (y advierto que en el ordenamiento jurídico sucesorio sobrenatural, no cabe ni la renuncia a la herencia, ni una aceptación a beneficio de inventario). Por ello, la calificación como pecado del pecado original, solo puede hacerse de modo análogo. Jose Salguero O.P. escribe: “el pecado original (originado) no puede ser asimilado a los pecados personales cometidos libremente. Aquel es un pecado de la naturaleza, y estos de la persona en la que esa naturaleza se individualiza y singulariza”[xvi]. Así lo afirma también Domiciano Fernández García para el que “el término pecado solo puede calificarse en sentido analógico al original”[xvii].
Compartiendo esta postura, dice Miguel Sinoir que “los Orientales no aceptan hablar del pecado original y que los Padres del Concilio de Trento dudaron de designarle pecado, por tratase (más bien) de un estado de la naturaleza, transmitido por propagación hereditaria y no de un acto voluntario y personal”[xviii].
Pablo VI en 1.968, en su “Credo del Pueblo de Dios” (nº 16) nos dice que: “Siguiendo al Concilio de Trento mantenemos que el pecado original se transmite juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación, y que se halla como propio en cada uno”.
Juan Pablo II en Octubre de 1.986, aclara que “peccatum”, empleado para Adán, “es un acto y para su transmisión un estado, (lo que significa) que el término pecado no es unívoco sino analógico”.
En esta misma línea, el Catecismo de la Iglesia Católica de 1.992 nos enseña en sus números 405 y 406 que “aunque propio de cada uno el pecado original no tiene en ningún descendiente de Adán un carácter de falta personal y se le llama pecado de manera analógica, por ser un pecado contraído no cometido, un estado y no un acto”.
José Gómez López, opina con acierto: “Se puede afirmar que el pecado original, en cuanto es transmitido a cada hombre, no es pecado en el sentido ordinario de la palabra. Se trata, no obstante, de un verdadero estado de pecado. No basta evocar el pecado del mundo para caracterizar esta solidaridad del pecado. Es necesario hablar de un pecado que afecta a la naturaleza humana, (y que) se prolonga y toma actualidad en nuestros pecados personales”[xix].
Es curioso subrayar que de no haber cometido Adán y Eva el pecado original y originante, el hombre habría conservado la gracia del Paraíso, (comunicación de la vida divina) y la integridad física (de los dones preternaturales y, por tanto, la inmortalidad del cuerpo), y así se la hubieran transmitido a su descendencia.
He aquí un texto del Concilio de Letrán que, con toda claridad, manifiesta en la serie V del capítulo IV: “Si alguno afirma que el Pecado de Adán le dañó a él solo, y no a su descendencia; y que la santidad que recibió de Dios, y la justicia que perdió, la perdió para sí solo, y no también para nosotros; o que inficionado él mismo con la culpa, solo traspasó la muerte y penas corporales a todo el género humano, pero no el pecado, que es la muerte del alma, sea excomulgado”[xx].
Por su parte, el número 408 del Catecismo de la Iglesia Católica declara que: “Las consecuencias del pecado original y todos los pecados personales confieren al mundo, en su conjunto, una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de San Juan “el pecado del mundo” (Jn. 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto del pecado de los hombres”.
La misma sana doctrina, a que hemos aludido, rechaza la de Lutero, que identifica el pecado original con la concupiscencia de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida, declarando pecado a dicha concupiscencia. Es cierto, sin embargo, que una cosa es la tentación, el “fomes peccati”, y otra caer en ella, cometiendo el pecado, como aclara el Padrenuestro. Una cosa es la inclinación al mal de la naturaleza humana, desfigurada y desbaratada por el pecado de origen y hereditario, y que convive con la inclinación al bien que en la misma subsiste y que podemos llamar benevolencia. San Pablo en su capítulo VII de su Epístola a los Romanos nos da cuenta de la lucha en el interior de cada hombre, de la concupiscencia contra la benevolencia.
Hacer de la concupiscencia el pecado original con carácter permanente obliga a Lutero a recurrir y proclamar que para la salvación basta con la “sola fides”, la fe fiducial. Así lo estimó también el teólogo protestante Karl Barth, para el que basta la fe, que es anterior al Bautismo.
A esta devaluación del Bautismo se sumaron Calvino y los anabaptistas. El primero asegura que es una ceremonia puramente externa, que solo acredita el ingreso en la Iglesia, pero que no tiene nada que ver con la salvación; y los segundos, de forma despectiva, manifiestan que el Bautismo es solo un signo inútil.
La transmisión hereditaria de la naturaleza caída “secundum corpori” implica, como ya hemos dicho, al cuerpo y al alma; al alma, que perdió con la gracia la comunicación con la vida divina, y al cuerpo, al ser privado de los dones preternaturales, entre ellos, el de la inmortalidad; el alma en sus tres potencias: memoria, entendimiento y voluntad, y al cuerpo en sus cinco sentidos: vista, oído, gusto, olfato y tacto.
La culpa se borra por el perdón, recibiendo o recobrando la gracia, pero la pena, que exige un castigo, permanece.
Sentado esto, conviene ocuparse del tratamiento que reciben los pecados, a saber, el pecado propiamente dicho y el pecado analógico , porque Dios , que es infinitamente justo, lo es, lógicamente, con respecto a las penas que unos y otros merecen. No tiene la misma gravedad el pecado de los ángeles, que el de los hombres, el pecado venial que el pecado mortal, el pecado hereditario y analógico de la naturaleza y el pecado personal.
Ya hemos hablado del pecado de los ángeles, seres puramente espirituales de la creación invisible. Fijemos ahora nuestra atención en el tratamiento diferente del pecado mortal de las personas y del pecado original de la naturaleza, admitiendo que todos los pecados son susceptibles de perdón, excepto la blasfemia contra el Espíritu Santo; y no porque no se ofrezca perdón por dicho pecado, ya que Dios quiere que todos se salven, sino porque el blasfemo, no solo no se arrepiente sino porque rechaza dicho perdón y se enorgullece, desafiante, de haber blasfemado (Mt. 12, 31).
Entiendo que la doctrina expuesta es la sana y que de la misma hay que destacar que la transmisión del pecado original se realiza en el momento de la concepción por la “generatio carnalis”, quedando rechazada la doctrina de la imitación de los pelagianos y la de Erasmo, así como la del Catecismo holandés, que habla de forma equívoca del pecado del mundo, lo que equivale a decir, con notable habilidad, en frase de Cándido del Pozo que así “se supone que no hay verdadero pecado hasta que se comete pecado personal”, y pudiendo interpretarse, como afirma José Salguero, con toda valentía, que “no hay pecado ni pecado hereditario, reduciendo la falta del primer hombre a un símbolo , o a un pecado colectivo. Si fuese verdadera la opinión del pecado del mundo, el niño no tendría ninguna culpa que lavar”[xxi].
Hablar a secas del pecado del mundo puede traer confusión y, posiblemente, a creer que no hay pecado original que se transmite, sino un ejemplo malo que imita y contamina, alimentado por un ambiente, y presionado por una cultura atea o antitea, respaldada o dirigida por el Estado, el ordenamiento jurídico, los centros de enseñanza y los medios de comunicación.
En esta cultura que desprivatiza y socializa el pecado, es difícil “preservarse de la corrupción de este siglo” (Sant. 1,27).
Para justificar el tratamiento diferente de los dos pecados, el propiamente dicho (personal) y el analógico, el original, (propio, pero no personal), hay que tener a la vista, -insistimos- por una parte, que pecamos como pecó Adán, y, por otra, que todos pecamos en Adán. Una cosa es “como” y otra “en”. Del pecado personal somos responsables, porque lo hemos cometido libremente, mientras que del pecado original, no lo somos. (“Erbsünde” le llaman los teólogos alemanes). La reacción divina ante quien muere en pecado mortal es la condenación al infierno, un castigo doble para toda la eternidad: el de daño (carencia de la visión beatífica) y el de sentido (el “fuego eterno”, Mt. 25, 41 ) y el “llanto y rechinar de dientes” (Mt. 8,12).
Esa reacción divina, para ser justa con respecto a un pecado propio de la naturaleza, pero que no es personal, no puede ser un castigo, ya que al niño (“nasciturus” o que no ha alcanzado el uso de la razón, como el demente, cuya demencia se ha mantenido hasta el momento de morir) no es ni culpable ni responsable. De aquí que morir con el pecado original, lleve consigo solamente la privación del reino de los cielos que, por otra parte, ignora que exista.
Fijo la atención en que no es lo mismo carecer que privar. El hombre carece de alas, y ello no es un castigo, porque las alas no son algo que corresponda a su naturaleza. Pero si al hombre se le amputan las manos porque roba, se le castiga porque las manos sí que son propias de su naturaleza, siendo, por consiguiente, un castigo. En el Limbo, no hay, por eso, privación, sino tan solo carencia y –repito- la carencia no es castigo.
El que muere solo con el pecado original, a mi modo de ver, no permanecerá eternamente en el Limbo. La voluntad salvífica universal, los méritos redentores de Cristo y el quehacer del Espíritu Santo, dador de vida, serán suficientes, aunque no siempre eficientes para borrar el pecado no personal y abrir para ello las puertas del cielo. De esto nos ocupamos más tarde.
Fe y Bautismo
La Revelación nos enseña que Dios no creó al hombre para morir, sino para la vida eterna. La muerte es un acontecimiento que se produce después de su creación, como fruto del pecado original. La muerte reduce el cuerpo a la condición de cadáver, pero no niega la eternidad de la vida del hombre (feliz o desgraciada) y, por tanto, no solo del alma sino del cuerpo, que resucitará cuando el tiempo termine. Cristo es el vencedor de la muerte. “La muerte ha sido absorbida por una victoria. ¿Dónde está, oh muerte tu victoria?. ¿Dónde está?, ¡oh muerte!, tu aguijón?”, grita San Pablo (I, Cor, 15; 54 y 55).
La Historia de la salvación también nos enseña que el trastorno de la humanidad y del cosmos, como consecuencia del pecado en el Paraíso, nos demuestra que se puso en marcha por la Providencia una doble tarea: la de recrear ese cosmos (cielo y tierra nuevos) y la de regenerar la humanidad (un hombre nuevo también).
Por lo que respecta a la regeneración del ser humano, que es ahora la que nos interesa, hay que traer a colación la respuesta de Jesús a Nicodemo, que nos recuerda el capítulo tres del Evangelio de san Juan, al que alude el Concilio de Trento en el capítulo IV de la sesión VI. Estas son las palabras de Cristo: “Quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el reino de Dios. Lo que ha nacido de la carne, carne es; mas lo que ha nacido del espíritu, es espíritu (por tanto, no te extrañe que te haya dicho) os es preciso nacer otra vez. Pues el espíritu sopla donde quiere, y tu oyes su sonido, mas no sabes de donde sale, o adónde va. Eso mismo sucede al que nace del Espíritu”.
A estas palabras de Jesús hay que añadir tanto las que reproduce el apóstol Marcos (16,16): “Qui crediderit et bautizatus fuerit salvus erit” (“el que creyere, y bautizare, se salvará, pero el que no creyere se condenará”), como las del Concilio de Trento: “Si alguien dijere que el Bautismo no es necesario para la salvación, sea anatema” (sesión 7, canon 5).
Por lo que respecta a la Fe como virtud, se infunde en el niño a petición de quienes le representan, tal y como escribe Nicolás López Martínez[xxii] .
Hay pues una relación decisiva entre la Fe y el Bautismo; (pero la fe con obras como dice el apóstol Santiago, cap. 2 pag 17, 22). Una y otra son precisas para la salvación. La Fe, en el Bautismo de agua de los niños se pide en su nombre. Quienes denuncian la ausencia de voluntad por parte de los bautizados, ocultan que tampoco entró en juego su voluntad cuando se les transmitió el pecado de origen. Sin su voluntad pecaron en Adán y sin su voluntad se les borra en el Bautismo ese pecado.
En otro nivel, aunque inferior, sucede esto mismo cuando, como reza el artículo 29 del Código Civil español: “el concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le sean favorables”.
Lo más difícil de conjugar, como generalmente se propone, es la voluntad salvífica universal de Dios, que es todo poderosa, y que la quiere, con la exigencia que Él mismo hace del Bautismo; entendiendo que dicho Bautizo ha de ser el que Jesús parece declarar como necesario en la conversación con Nicodemo a que nos hemos referido, y que requiere tanto el agua como la intervención del Espíritu Santo. Si esto fuera así, al no poderse disponer de agua, a millones de niños se les habría negado la entrada en el reino de los cielos y el Bautismo sería un obstáculo más que un medio.
Pio XII, el 29 de Octubre de 1.951, decía a la comadronas italianas: “Un acto de amor puede bastar al adulto para conseguir la gracia suficiente y superar el defecto del Bautismo pero al que no nacido aun o al recién nacido este camino no les está abierto y de ahí la gran importancia de proveer el Bautismo del niño privado del uso de razón (porque) el estado de gracia es absolutamente necesario para su salvación.
Si la caridad hacia el prójimo impone asistirle en caso de necesidad esta obligación es tanto más grave y urgente cuanto más grande es el bien que se ha de procurar o el mal que se ha de evitar, y cuando el necesitado sea menos capaz de ayudarse y salvarse por sí mismo; entonces es fácil comprender la
gran importancia de atender al Bautismo de un niño privado de todo uso de razón y que se encuentra en grave peligro o ante una muerte segura”.
Teniendo esto en cuenta, al tratar de la calificación a que hemos aludido se nos ofrecen cinco soluciones:
La primera, que la Iglesia rechazó, y anatematizó en el Concilio de Trento es la que niega la existencia del pecado original transmitido, y por tanto, que el Bautismo es innecesario para borrarlo.
La segunda, entiende que hay medios extrasacramentales, que no escapan al poder de Cristo, que borran ese pecado y abren la puerta del Reino.
La tercera, que el niño que muere con pecado original sufre una doble pena de daño y de sentido, mitigadísima, según San Agustín, y breve, cumplida la cual, entra en el cielo.
La cuarta, que el niño que muere con dicho pecado, que no ha cometido, pero que hereda, no va ni al cielo ni al infierno, sino que, de acuerdo con Santo Tomás de Aquino, va al Limbo, disfrutando eternamente de una bienaventuranza natural.
La quinta, que el Limbo no es eterno, como no lo es el Purgatorio, y ambos desaparecerán llegada la Parusía. Quienes han expiado sus penas, resucitados sus cuerpos y reunidos con sus almas, pasarán al gozo de la visión beatífica. Quienes murieron solo con el pecado original, resucitados también, habrán recibido el Bautismo invisible de misericordia, o lo recibirán al pasar “de la muerte a la vida” (Jn. 5, 24 y Efes. 3, 14) liberados “de aquella y del pecado” (Rom. 8,2).
En cualquier supuesto conviene tener a la vista la relación y tensión entre la gracia y la libertad que Dios respeta, para corresponder o no a la misma.
La voluntad salvadora, escribe el P.Sauras, es antecedente y de (la misma) vienen las gracias suficientes …aunque impredecibles y frustrables en su curso porque las recibe cuando no las secunda o aprovecha”.[xxiii]
Un ejemplo da luz a esta posibilidad de suficiencia, por una parte, y que Dios ofrece, y nula eficiencia consiguiente por causas ajenas posteriores.
El agua, que apaga la sed y que mana, puede ser inagotable, pero la sed que por determinadas circunstancias se desconoce o se rechaza no se satisface.
Por lo que respecta a la conversación con Nicodemo hay que poner de relieve que la misma fue a solas con un judío de prestigio y que Jesús al hablar de un renacimiento, y de la utilización del agua para ello, lo que afirmaba es que la circuncisión por la que se ingresaba en el Pueblo de Dios, no era eficaz para la incorporación al Cuerpo místico, obra del Espíritu Santo, que es el dador de vida, imprimiendo en el bautizado un carácter indeleble.
El agua a que alude Jesús es como un documento líquido, que prueba la inutilidad de la circuncisión, que no sirve para salvarse. Como dijo Juan el Bautista: “yo bautizo con agua (pero) en medio de nosotros se halla el que os bautizará con el Espíritu Santo (Mt. 3,11; Mc. 1,8; Lc. 18; 15,16; y Jn. 1,33) El bautismo según el número 527 del Catecismo de la Iglesia Católica que dice que “prefigura la circuncisión en Cristo”.
Si en el Credo se lee: “Confiteor unum baptismo in remisorum peccatorum”, y que solo hay un bautismo, el del agua y el Espíritu, resulta imposible la salvación de millones de niños, cuando no se tiene agua al alcance de la mano. Para que ello no sea así, hay varios tipos de soluciones, a partir de una interpretación exacta de la conversación con Nicodemo.
El número 1.238 del mencionado Catecismo habla de la “Iglesia que pide a Dios que, por medio de su Hijo, el poder del Espíritu Santo descienda sobre esta agua, a fin de que los que sean bautizados con ella nazcan del agua y del Espíritu”. El agua con el que se bautiza es agua consagrada, que no pierde por ello su naturaleza y no se transustancia aunque si se transignifica al hacerse signo testimonial externo de la esencia del Bautismo, es decir, de la acción del Espíritu Santo, que borra el pecado original e injerta la gracia, comunicando al bautizado la vida divina. Es “El Espíritu Santo (en definitiva) el que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo, visibles e invisibles”, se lee en el número 556. Dios no ligó su poder a los sacramentos visibles y concede muchos medios para llevar a cabo sacramento invisibles.
Michel Schmaus, haciendo varias citas de diversos autores, subraya la de Santo Tomas de Aquino para el que: “La eficacia del Bautismo tiene como causa primera el Espíritu Santo, y de aquí que esta causa opere sin el Bautismo de agua”[xxiv] y el P. Sauras escribe que “el agua no dice orden natural a la gracia que con ella se da”[xxv].
Hay un solo bautismo, como una sola fe y un solo Señor. (Ef. 4,5) por lo que creo no ser necesario acudir como solución, para salvar a los niños que mueren con el pecado original, al objeto de abrirles la puerta del reino de los cielos, acudir a la fórmula de los efectos sacramentales sin necesidad del Bautismo del agua. Los argumentos –lo hemos dicho- que se manejan son poco sólidos. Para calificarlos así, como lo hacen algunos teólogos, basta con unos ejemplos: el de la lluvia sin que haya nubes, y el del dinero con que pagamos, a través de moneda metálica, billetes de papel, cheques de talonario, pagarés y transferencia de una cuenta corriente a otra. Si la lluvia sin nubes es imposible, como es imposible que haya rayos de sol sin sol, parece claro que no puede haber efectos sacramentales sin el Bautismo que los causa. El dinero que se hace efectivo de forma tan distinta sigue siendo dinero con el que se salda una deuda.
Insisto en que no es necesario acudir a la fórmula de que hay otros medios para borrar el pecado original. Basta con afirmar que el Bautismo se administra de diversos modos y que pueden aportarse distintas pruebas, que respaldan este punto de vista, en los casos en que no puede hacerse uso del agua para bautizar, plenamente reconocidos por la Iglesia como el bautismo de sangre y el de deseo, a los que se podrá añadir el bautizo de misericordia en los casos de suprema necesidad.
El bautismo de sangre, que consiste en perder la vida a manos de los que persiguen a los que son fieles a Cristo o combaten por la defensa de la fe, es un bautismo sin agua (Mc. 10).
“Los Santos inocentes, escribe Rafael Belda Serra[xxvi], fueron los salvadores del Salvador, sin ser todavía conscientes y, por tanto, sin poder elegir con libertad y conocimiento de causa su propio destino; pese a todo recibieron el bautismo de sangre, perdiendo la propia vida por el Maestro. Se convirtieron en los primeros mártires del Nuevo Testamento, anteriores incluso a Esteban comúnmente llamado el protomártir” (Hechos, 7, 54, 60).
El bautismo de deseo es el de los catecúmenos que mueren antes de recibir el bautismo de agua, y al bautismo sin agua se alude repetidas veces en el Nuevo Testamento. He aquí algunos textos:
-“Sed bautizados cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2, 38)
-“Seréis bautizados en el Espíritu Santo” (Hechos 11, 16)
-Unos doce hombres, fueron bautizados por Pablo, invocando el nombre de Jesucristo con la imposición de sus manos, y sobre ellos descendió el Espíritu Santo (Hechos 19; 5,6 y 7)
-“Bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt, 18, 19).
-“ Cristo “os bautizará con el Espíritu Santo” (Mt. 3, 11; Lc 3, 16; Jn 1.33).
– “Fuisteis justificados en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios”. (I Cor 6,11).
-“Fuimos bautizados en un solo Espíritu” (I Cor. 12, 13).
-“Los bautizados se han revestido en Cristo” (Gal 9, 27).
– “Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, estáis revestidos en Cristo” (Gal 3, 27).
– “Dios nos ha salvado por el Bautismo de regeneración y renovación del Espíritu Santo” (Tito 3,5).
De aquí que en el Bautismo pueda distinguirse entre el rito externo y su esencia. El rito externo pude ser diferente, y a ese rito corresponde el agua mientras que a la esencia corresponde la acción del Espíritu Santo, en el que, además, “nos hacemos uno”. (Cor. 12,13)
Los versículos neotestamentarios transcritos, como otros, nos obligan a reflexionar –lo que importa mucho con respecto al tema del Limbo- sobre el papel que el Espíritu Santo –ese gran desconocido como se la ha llamado- , desempeña en el trabajo de la regeneración de la humanidad.
Las Tres intervenciones del Espíritu Santo son impresionantes: una tuvo lugar en Nazaret, otra junto al río Jordán y la tercera en Jerusalén.
En la de Nazaret, un pueblo pequeño, por el que Natanael preguntó: “¿Acaso de allí puede salir algo bueno?” (Jn. 1, 46). La Virgen María por obra y gracia del Espíritu Santo, concibió al Jesucristo histórico, que es al mismo tiempo el Jesucristo de la fe.
En el río Jordán, Cristo comenzó su vida pública, y el Espíritu Santo, en figura de paloma, se posó sobre Él, acompañado por la voz del Padre, que manifestaba que Jesús era su “querido Hijo en el que tenía puesta toda su complacencia” (Mt. 3; 16, 17; – Mc 1; 10 y 11; –Lc. 2,22 ; -Jn 1,33)
En Jerusalén, y en el cenáculo, el Espíritu Santo comparece, y a través de lenguas de fuego y ráfagas de viento recio, dio vida a la Iglesia edificada sobre Pedro, estando presente María, que es así tanto la madre de la Cabeza como del Cuerpo Místico de Jesús, tanto de la “Ecclesia Iuris” como de la “Ecclesia Charitatis”.
El Papa Francisco, en su Encíclica “Lumen Fidei”, de 29 de Junio de 2013, dice en su número 43: “La configuración del Bautismo como nuevo nacimiento nos ayuda a comprender el sentido y la importancia del bautismo de niños, que ilustra, en cierto modo, lo que se verifica en todo bautismo”.
Pues bien; en ese “todo bautismo” hay que incluir el de misericordia, ya que como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, en su nº 126, “la Iglesia, como madre, puede confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo de sangre o de deseo”
Conviene recordar que el Dios al que adoramos es uno y trino. Tenemos un solo Dios, que es trino en Personas. La plenitud de la divinidad, sin menoscabo alguno, se halla en las tres, y lo que se atribuye a cada una de ellas es imputable a quien dijo de sí mismo: “yo soy el que soy”. De alguna forma esta realidad se hace efectiva a través de la comunicación divina o “circumincessium”
Es Dios el que actúa con sus tres personas. El Padre crea, el Hijo redime y el Espíritu Santo justifica. De aquí que el Bautismo se haga en nombre de los tres.
“En el Bautismo con agua, se lee en la encíclica acabada de citar (nº 42), el agua es “un símbolo de muerte y de vida, de que se nos ha hecho partícipes de la naturaleza divina”.
Necesario para la salvación, el Bautismo produce varios efectos al unísono, y al enumerarlos se comienza por la desaparición del pecado original (que se quita) y la recepción de la gracia (que se injerta) Pues bien; estos efectos estimo que se dan en el caso de San Juan Bautista y del Buen Ladrón.
San Juan Bautista fue concebido con el pecado original y nació sin ese pecado. Lucas, que nos relata la visita de la Virgen a su prima Isabel (1, 39 y ss.), escribe que ésta, tan pronto oyó el saludo de María, se llenó del Espíritu Santo, advirtiendo que la criatura que llevaba en su vientre saltaba de alegría al participar de la gracia que había recibido su madre.
El Buen Ladrón, crucificado, que reconoce que es justa la pena que sufre, y que Jesús no ha hecho ningún mal, al dirigirse a Él diciéndole “acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino”, escuchó estas palabras del Redentor: “En verdad te digo , que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 40 a 42)
¿No nos demuestra Jesús, que no siendo posible salvarse sin el Bautismo, solo habiéndolo aplicado y recibido de otra manera, distinta a la del bautismo de agua, se puede llegar al cielo?
Por esta vía se argumenta a favor del que se llama Bautismo de misericordia para los estados de necesidad, como es el caso de los “nasciturus” abortados y de los niños que mueren antes de alcanzar el uso de razón y poner en ejercicio su libertad; y ello sin haberles sido administrado con agua.
Para tales supuestos es lógico pensar en ese bautismo de la misericordia y de caridad perfecta, que perdona. Jose Scheeben lo admite al decir que “Cristo nos ha salvado por su misericordia, regenerándonos y renovándonos por el Espíritu Santo, que él derramó sobre nosotros copiosamente para que justificados por la gracia vengamos a ser herederos de la vida eterna”[xxvii]. Se trata de una intervención excepcional de Dios en los niños muertos sin el Bautismo (del agua). Recordemos que “no es la voluntad del Padre, que está en los cielos, el que perezca uno solo de nuestros pequeñitos”.
“Al niño, Cristo ha querido ponerlo en el centro del Reino de Dios” dejó escrito Juan Pablo II en “Familiaris Consortio”
En la Epístola a los Romanos leemos que “el don de Cristo excede al pecado de Adán” y por ello ese bautismo sin agua se justifica contemplando a un Dios en el que la misericordia es siempre justa y la justicia es siempre misericordiosa
Partiendo de la afirmación acertada de José María Saiz: “La vida sobrenatural de los pequeños depende de la acción de los mayores, como depende de ellos la vida terrena”[xxviii], se comprende que estando el niño “llamado a la herencia de los hijos de Dios, surgido a la existencia con un destino irrenunciable, sean otros los que le representen al recibir el Bautismo, y lo desean y piden para sus representados. El Padre que está en el cielo, enviará a los niños el Espíritu Santo” (Lc. 11, y 13) Esta representación y petición son para mí indudables.
El Bautismo de misericordia en los estados de necesidad es un Bautismo “sui generis” de deseo, en el que la petición se hace por otros, facultando para entrar en la “Civitas Dei”. Ello se explica por la maternidad de María, dispensadora de todas las gracias y esposa del Espíritu Santo, por la intercesión constante de la Iglesia, como sacramento universal de salvación, y templo de ese Espíritu y por las oraciones de los bienaventurados que están en la gloria. El misterio de la gracia sobreabundante es más poderoso que el misterio de la iniquidad y la misión que tienen encomendada nuestros ángeles de la guarda, cumplida, sin duda, con el deber de custodia de tanta transcendencia. A la “intervención de otros” quizás aludan las palabras de Jesús: “Si dos de vosotros se unen entre sí sobre la tierra, sea lo que fuere, le será otorgado por mi Padre, que está en los cielos” (Mt. 18,19). Es preciosa la súplica de Jesús, que se suele rezar después de cada misterio del rosario: “atrae todas las almas al cielo, especialmente a las más necesitadas de tu divina misericordia”, y ¿quiénes más necesitados que estos niños?.
En la Encíclica “Lumen fidei”, del Papa Francisco, fechada el 29 de Junio de 2013 (nº 43), se pone de manifiesto que “el niño no es capaz de un acto libre para recibir la fe, no puede confesarla todavía personalmente, y por eso la confiesan sus padres y pedimos en su nombre” (nº 43), y así los niños, regenerados como hijos de Dios por el Bautismo reciben el don de la fe”.
Si una madre, pone como ejemplo Rafael Belda, “no espera a que su hijo sepa hablar para hablarle, ¿cómo no va a ser posible, y de mayor transcendencia, las intervenciones que hemos relacionado, para conseguir la salvación de los niños incapaces de pedir por sí mismos la fe del Credo y la gracia que el Bautismo conlleva?”. [xxix]
La intercesión de la Virgen María quiero destacarla, y así lo hace el Catecismo de la Iglesia en su nº 969. Dice así: “La intercesión de María perdura sin cesar en la economía de la gracia (y) con su asunción a los cielos no abandona su misión salvadora, sino que continúa preservándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna”
No olvidemos que el Bautismo –lo reiteramos- produce efectos, de cualquier modo que se administre, que se recibe “ex opere operato” y que solo se condena quien lo ha merecido por su culpa personal, como lo demanda la justicia, siendo Dios infinitamente justo.
De cuanto se acaba de decir, se deduce que no es arriesgado suponer, dice entre otros el P. Sauras, que existe un bautismo para los estados de necesidad, como es el caso de los “nasciturus” y de los niños que no han llegado al uso de razón y que van a morir sin que sea posible administrar el de agua.
Se ha escrito, para suponerlo así que:
Es verdad revelada, lo que se nos enseña en estos versículos del Nuevo Testamento: “cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que su ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial” (Mt 2, 16); “no impidáis que los niños se acerquen a mi” (Mt. 19, 14 y Mc 10, 14), “porque de los niños es el reino de Dios” (Lc. 18, 16); “quien en mi nombre acoge a un niño en nombre mío a mi me acoge y al que me ha enviado” (Mt 18, 5; Mc 9,37 y Lc 9, 48); “si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños no entraréis en el reino de los cielos” (Mt. 18, 3); “a los niños, Jesús les bendecía, les imponía las manos y a uno le abrazó” (Mt. 19 14; Mc 10, 16; Lc 47)
El texto del nº 1.257 del Catecismo de la Iglesia Católica puede desorientar al lector, interpretándolo en el sentido de que el Bautismo del agua es el único auténtico. Dice así: “La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la bienaventuranza eterna. Dios ha vinculado la salvación al sacramento del Bautismo pero su intervención salvífica no queda reducida a los sacramentos”.
Aunque ciertamente, la duda puede surgir, al afirmar el nº 1.258, en disconformidad con otras declaraciones del Magisterio, que el “Bautismo de sangre y el de deseo producen los mismos efectos del Bautismo sin ser sacramento”.
¿No hubiera sido más esclarecedor, de acuerdo con lo que acabamos de exponer, que ofreciendo el Espíritu Santo a todos (nº 1.261) la posibilidad de que de un modo conocido solo por Dios, asocien al misterio personal esa posibilidad sea la de los sacramentos invisibles, como el sacramento de la misericordia, en los estados de necesidad?.
La Iglesia tiene conciencia de su misión, la de bautizar y evangelizar, y de que así lo ha querido el Padre, enviando al Hijo y al “Espíritu Santo”. Al Hijo, como instrumento de salvación, la edifica sobre Pedro, a quien entrega las llaves del Reino (Mt 16; 18 y 19), y al Espíritu Santo, dador de toda santidad, la vivifica en la jornada de Pentecostés (Hechos 2, 1 a 4), convirtiéndola en su propio templo.
Extra Ecclesiam nulla salus
Entre los efectos del Bautismo, cualquiera que sea la forma en que se administra y se recibe, hemos mencionado el perdón del pecado original, la comunicación de la vida divina por la gracia, y la impresión indeleble del carácter. Pero hay más efectos, como es la incorporación del bautizado al pueblo de Dios y al Cuerpo místico de Cristo, es decir, a la Iglesia. Esta incorporación debe subrayarse, toda vez que responde al principio de que “extra Ecclesiam nulla salus”, o sea, que fuera de la Iglesia no hay salvación y que, como claramente lo dice la Constitución “Lumen Gentium” (Nº 13)”El Padre mandó al Hijo y al Espíritu Santo para formarla y vitalizarla”
Siendo esto así, está claro que los niños, para entrar en el Reino de los Cielos necesitan el Bautismo, que les borra el pecado original, y les injerta la gracia y les ha integrado en la Iglesia.
La pregunta a que da origen esta integración es la siguiente: ¿Cómo puede integrarse en la Iglesia un niño que bautizado muere tan pronto como ha recibido el Bautismo de misericordia?
A esta pregunta se le pueden dar dos respuestas. La primera, que la Iglesia es al mismo tiempo la Iglesia institucional de derecho y la Iglesia de la caridad, y que con un Bautismo de misericordia el bautizado se incorpora a ésta. Una moneda tiene anverso y reverso, pero es una moneda. Además, y en esta perspectiva, la Iglesia, en situaciones diferentes, es militante, purgante y triunfante; peregrina en la tierra, expiatoria en el Purgatorio, y gloriosa en el cielo. Pues bien, el niño que ha recibido el bautismo de misericordia, se incorpora a la Iglesia en esta última de sus etapas.
La segunda respuesta nos la ofrece el Magisterio eclesiástico cuando pone de manifiesto quienes pertenecen o pueden pertenecer a la Iglesia y formar parte de la misma. Es verdad que dicho Magisterio no ha empleado siempre el mismo lenguaje para designar a quienes están o no están en la misma, y que al ocuparse del tema, se refiere a los puntos de coincidencia con quienes no perteneciendo a la Iglesia, tienen o conservan algunos valores que ella tiene al completo, y que, con la ayuda del Espíritu Santo, pueden invitarlos a su integración (conversión) e integrarse en élla.
El Concilio de Trento (cap. X, nº 9) declaró fuera de la Iglesia a los infieles, a los herejes y a los cismáticos (a modo de desertores de un ejército) y a los excomulgados.
El Concilio Vaticano I, por su parte, hizo constar que “las herejías proscritas por los P.P. de Trento se han dividido poco a poco en múltiples sectas, separadas y en luchas entre sí, de tal modo que no pocas han perdido toda fe en Jesucristo. Han llegado a no tener por divina la misma Santa Biblia, que, antes afirmaban que era la única fuente y el único juez de la doctrina cristiana y la han asimilado a las fábulas míticas. (Con ello), después de haber arrojado a Cristo, nuestro solo Señor y Salvador, del alma humana, de la vida y de las costumbres de los pueblos… el espíritu de muchos se ha arrojado a los abismos del panteísmo, del materialismo y del ateísmo y se esfuerzan por destruir los primeros fundamentos de la sociedad humana”.
Muy diferente, Prudencio Damboriena, S. J. afirma que solo “se pertenece a la Iglesia por el voto y el deseo, incluso el implícito que tienen los hombres de buena voluntad; y ello a pesar de “no haber recibido el Bautismo y de no profesar la verdadera fe” [xxx].
Se opina por algunos teólogos que estamos ante un desafío al antiguo adagio “Extra Ecclesiam nulla salus”, (que parece lícito porque) Dios ofrece a “una parte de la humanidad la gracia de la salvación sin que tenga que conseguirla por la acción de la Iglesia”.
Para aplicar con la mayor amplitud posible la voluntad divina y universal de salvación, se pone en peligro la ortodoxia de la Fe y el Bautismo para conseguirla, entendiendo que la exigencia de aquella y de éste, no se puede mantener allí donde el Evangelio no ha sido promulgado, o habiéndose promulgado no se ha conocido, siendo de ambas cosas totalmente involuntarias y por ello no culpables. Así lo dice el Concilio de Trento, que luego de declarar anatema al que niegue que el Bautismo es necesario para la salvación, aclara que solo es así “post Evangelium promulgatum”.
En cualquier caso, cuando la salvación de los que no están incorporados como miembros a la Iglesia católica, se supedita a “un deseo o aspiración pero que, como se lee en la Carta del Santo Oficio al arzobispo de Boston, del 8 de Agosto de 1.949, carecen de ambas quienes no ponen los medios para conocer la verdad y no buscan a Dios con un corazón nuevo y se esfuerzan bajo la influencia de la gracia en cumplir su voluntad conocida mediante el juicio de la conciencia”, llevando una vida recta, de acuerdo con la ley natural y la moral objetiva.
Este esfuerzo teológico, no siempre aceptado, se ha hecho también, con las dificultades a que hemos aludido, en el tema de los niños que mueren (abortados y nacidos) con pecado original.
Marginada la tesis de San Agustín, que admitía una pena de sentido para los niños que morían con pecado original, aunque fuera “mitissima” (muy pequeña y pasajera) para borrarla y entrar en el reino de los cielos, no hay más que dos supuestos: en uno, que reconoce un bautismo de misericordia cuando el niño está punto de morir que borra el pecado original, concede la visión beatífica y hace innecesario el Limbo. En otro, que no existiendo el bautismo de misericordia, o que existiendo no se ha aplicado, el Limbo es lógico y en él, aunque no se disfrute de la visión beatífica, se disfruta de una bienaventuranza natural.
Pues bien, si hay un Purgatorio -verdad revelada-, para la expiación de restos de culpa y de pena pendiente, entiendo que también es lógico pensar que haya un Limbo, en el que gocen los niños que mueren con el pecado original, transmitido pero no cometido, de una bienaventuranza natural, no disminuida por la ausencia de la visión beatífica, que desconocen.
Dicho esto, creo con toda sinceridad que así como cumplida la expiación se pasa del Purgatorio a la “Civitas Dei”, y que el Purgatorio deja o dejará de existir, al llegar la Parusía, igualmente, cuando ello suceda, el pecado original de los niños que murieron con él se habrá borrado, y abierto para ellos el reino de los cielos. El Purgatorio, que existe, no forma parte de los Novísimos. El Limbo, si existe, no existirá tampoco.
Muy diferente es la condición de los que se han adherido a la verdad católica por el don divino de la fe, de la de aquellos, que guiados por las opiniones humanas, siguen una falsa religión.
Sin embargo, en la Constitución “Lumen Gentium” del Concilio Vaticano II (nº 14, 15 y 16) se declara que pueden salvarse:
Los cristianos (no católicos) que no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro.
Los no cristianos: los judíos, los musulmanes y los que buscan al Dios desconocido (pero) le buscan con un corazón sincero y se esfuerzan en llevar una vida recta, a pesar de, sin culpa, no tener un conocimiento expreso de Dios.
Por otra parte “todo hombre que, ignorando el Evangelio de Cristo y su Iglesia, busca la Verdad y hace la voluntad de Dios según él la conoce, puede ser (y) se puede suponer que semejante persona habría deseado explícitamente el Bautismo si hubiera conocido su necesidad”.
Interpretando y ampliando esta doctrina, se ha llegado a sostener la incorporación a la Iglesia, como lo ha hecho Rahner, de quienes son extraños a ella, e incluso ateos y antiteos, a los que se denomina “cristianos anónimos”. Si el calificativo “cristianos anónimos” es absolutamente inadecuada, no creo que lo sea el de “católicos invisibles” pero con nombres y apellidos, a los que no vemos porque estamos ciegos o porque está oscuro o porque están muy lejos o entre una multitud inmensa.
Es verdad que se ha discutido mucho si la carencia de la visión beatífica será posible después del Juicio universal, de lo que se hace eco Nicolás López Martínez [xxxi].
En suma, siendo Dios infinitamente justo, no lo sería dando un trato preferente a los que expían sus pecados personales en el Purgatorio, y que expiados gozan de la visión beatífica para toda la eternidad, y privando de esa visión a los niños que en el Limbo no gozarían jamás de ella, por tener un pecado propio, pero no personal y que no cometieron.
Si Cristo bajó al Seno de Abrahán para abrir las puertas del cielo a los justos del Antiguo Testamento, ¿cómo no ha de abrirlas a los que en plena eficacia los méritos redentores de Jesús, se les negara el disfrute eterno de una bienaventuranza sobrenatural?
A ella debemos acudir, ya que que la misericordia de Dios es eterna y omnipotente. Juan Pablo II se ha ocupado de esta apelación en su Encíclica “Dives in misericordiam” y ha establecido que el primer domingo después de Pascua, sea su fiesta litúrgica. En torno a sor María Faustina Kowalsca del Santísimo Sacramento, y ya en los altares, ha surgido un movimiento religioso en torno a la divina misericordia.
En resumen, y como conclusión:
Al producirse la Parusía, y con ella el Juicio universal, una de dos: o los que mueran solo con el Pecado Original, no se hallarán en el Limbo, porque recibieron el bautismo de misericordia y ya se les borró, o se hallan en él por no haberlo recibido. En este caso, no siendo el Limbo un estado terminal, (solo lo son el cielo y el infierno), al resucitar y vivir, Jesucristo les administra ese sacramento para que puedan entrar en el reino de los cielos. El Limbo, al igual que el Purgatorio, quedarán clausurados o desaparecerán en la nada.
Este bautismo de misericordia, como tal Bautismo es tan plenamente eficaz, como los que se aplican o reciben de otra manera. Por eso, también incorpora a la Iglesia en el día del Juicio, porque la Iglesia triunfante es también Iglesia.
Viene a confirmar esta doctrina lo que en la Exhortación Apostólica “Evangelium Gaudium” de 23 de Noviembre de 2013, nos dice el Papa Franciso (Edit Palabra, númenros 47, 48 y 49): las puertas de los sacramentos no deberían cerrarse por una razón cualquiera, vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es la puerta, el Bautismo…salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo.
[i])La Ciencia tomista: 1.959 pag. 255 y 263
[ii])”XVI Semana Española de Teología del 17 al 22 de Septiembre de 1.956”. Edit. Consejo Superior de Investigaciones Científicas 1.957 pag. 462)
[iii])Ob. cit., pag. 470. El texto de esta cita y el de la anterior corresponden también al trabajo del P. Sauras, en “Ciencia Tomista”, nº de Enero a Marzo de 1.967, pags. 40 y 50.
[iv]) “Diccionario Teológico” del que es coautor Herbert Volgrimberg. Edit. Herder . Barcelona 1.966, pag. 190 y ss.
[v]) “Si, Si, No, No”, Octubre de 2012, pag. 4
[vi]) “Teología de la Salvación”. Edit. B.A.C, Madrid, pag. 370)
[vii]) “Los niños del mundo pagano” Edit. Sal Terrae”. Santander 1.960, pag 11.
[viii]) “Teología Dogmática”, Tomo VI. Edit. Rialp 1961, pag.. 193).
[ix]) “El más allá de los niños”. Seminario Metropolitano de Burgos 1.957.pag. 115.
[x]) Ob. Cit. Pag 29.
[xi]) Victorino Rodríguez “Monitor del santo Oficio sobre el bautismo de los niños”, de 18 de febrero de 1.958, en “La ciencia Tomista”, 1959, pag. 960)
[xii]) “Introducción general al tratado de los Novísimos” de Santo Tomás de Aquino, en el vol. XVI de la Suma Teológica. Edit. B.A.C. Madrid pag.3.
[xiii]) “Suma Teológica” Tomo XVI. Edit. B.A.C. 1960, pag. 37
[xiv]) Obra cit. pag. 75
[xv]) Concilio de Trento “Decretum, super peccatum originale” de 17 de junio de 1546.
[xvi]) “Pecado original y poligenismo”. Edit. OPE Guadalajara 1971, pag. 218
[xvii]) “Doctrina del concilio de Trento sobre el pecado original” en XXIX Semana española de Teología. Edit. Consejo Superior de Investigaciones Científicas 15-19. 1.969. Madrid 1.970, pags. 279 y 280.
[xviii]) “Sedes Sapentiae”, nº 43, pag 11 y ss.
[xix] ) En “El pecado original” en el catecismo holandés”, y en el “Credo del Pueblo de Dios”. Consejo XXIX de la Semana Española de Teología, pag. 415.)
[xx]) “El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento”: Traducción al idioma castellano por Ignacio López de Ayala, 2ª edición. Madrid. 1785, pag 49.
[xxi]) ob. Cit. pag. 215
[xxii]) Obra cit. Pag 49
[xxiii]) “XVI Semana española de Teología. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid 1.957, pag. 472. Este trabajo también se publicó en Ciencia Tomista nº de Enero-Marzo.
[xxiv]) Ob.cit Tomo VI, pag. 191 y 192
[xxv]) “XVI Semana española de Teología. Consejo Superior de Investigaciones Científicas” 1.957, pag. 485.
[xxvi]) Al paso de los niños en la Biblia”. Edit. Edicep, Valencia 2008, pags 165 y 166.
[xxvii])“Los misterios del Cristianismo” Edit. Herder. Barcelona 1.960, pags 14, 25 y 629
[xxviii]) En torno a los niños que mueren sin bautismo”. Estudios Eclesiásticos” 1.958 nº 21 y 70.
[xxix]) Ob cit. pag. 305.
[xxx]) “La salvación en las religiones no cristianas”. Ed. B.A.C., Madrid 1.973, pag. 430, 447 –nota 2-2 451, 453, 460)
[xxxi]) Ob. Cit pag. 100
Un discurso tan brillante y elevado en su nivel teológico e intelectual, como brillante y elavada es la personalidad de Don Blas Piñar: bautizados, santos!.
Muy bueno y muy documentado el ensayo, Don Blas. Susy, corazón: no hagas bromas con cosas que son tan serias. Busca la manera de bautizarte por el rito católico y rehaz tu vida como una buena cristiana, porque seguro que ya haces o piensas cosas que, de buena fe, están la línea de lo que predicaba Jesús., y no querrás perder, cuando mueras, la oportunidad de que te dejen pasar, a ti también, al Cielo. No desperdicies tu vida de aquí: conviértete y cree en el Evangelio. Aspira a heredar una parte de la vida eterna que Cristo destinó para… Leer más »
En el panorama de la casta política actual: ¿existe alguien capaz de articular algo similar a lo que el Sr. Piñar ha escrito aqui? Es una pregunta retórica, la respuesta a ella es la consecuencia precisamente, del haber dejado de hablar y considerar las cuestiones aquí planteadas: Limbo, Fe, Muerte, Pecado, Salvación..La despreciable castuza política vive muy cómodamente instalada en el relativismo que es la universalización de la ignorancia y la justificación de todos los pecados que socialmente se están cometiendo y que a todos nos afecta; y ya sabemos: “quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”
Y yo que no estoy bautizada…¿ donde carajos iré? ¡ay! que me dejan en el infierno xD! Estos curas que manera de perder el tiempo tienen.
Por cierto antes de votar negativo, soy creyente pero a mi manera , aunque no este bautizada, mi padre no quiso y ya esta.
No te preocupes. El Limbo no existe, ni el infierno para los no-catolicos. Pero Dios existe, y tiene su Iglesia (no la catolica) para salvar, no para condenar.
Un saludo.
Este ensayo le iría de perlas al tonto ese de las nubes…a un tal Zapatero.