¿Perdonar a papá y mamá o darlos por muertos?
Cuenta la tradición que, en cierta ocasión, un bandido llamado Angulimal fue a matar a Buda. Y Buda le dijo: “Antes de matarme, ayúdame a cumplir un último deseo: corta, por favor, una rama de ese árbol”.
Angulimal lo miró con asombro, pero resolvió concederle aquel extraño último deseo, y de un tajo hizo lo que Buda le había pedido.
Pero luego Buda añadió: “Ahora, por favor, vuelve a pegar la rama al árbol, para que siga floreciendo”.
“Debes estar loco —contestó Angulimal— si piensas que eso es posible.”
“Al contrario —repuso Buda—, el loco eres tú, que piensas que eres poderoso porque puedes herir, matar y destruir. Eso es cosa fácil, de niños. El verdaderamente poderoso es el que sabe crear y curar.”
Recuerdo muy a menudo que cuando yo asistía a cursos de “crecimiento personal” –aunque de ello hace ya algunos años, bastantes- rara era la ocasión en que, no uno sino muchos de los asistentes acababan confesando que no tuvieron la infancia feliz que hubieran deseado, que acabaron odiando a sus padres, y que aún no los habían perdonado… Claro que, también, había gente que decía que aquello no iba con ellos y que, por el contrario, ellos habían tenido una infancia y adolescencia excepcionales, maravillosas (lo cual resulta difícil de creer, pero…).
No conozco a nadie, que sea sincero, que no acabe confesando que hubo momentos en que sus padres no le dieron todo lo que él, o ella, deseaba; no conozco a nadie que no se sintiera malquerido, no tenido en cuenta tal como le hubiera gustado; no conozco a nadie que no se sintiera cuando pequeño desaprobado, censurado;… no conozco a nadie que no acabara “odiando” a su padre y a su madre, y… que no acabara –también- odiándose a sí mismo, por resultarle tal sentimiento, deplorable, inadmisible, insoportable… no conozco a nadie que no se haya sentido mala persona por haber tenido malos deseos hacia sus padres.
Pero, todo ello nada tiene de “malo”, pues hasta cierto punto es de lo más natural; lo malo es que mucha gente crece, pasan los años, se hace mayor y sigue sin perdonar a sus papás, y sin perdonarse a sí mismo… y arrastra ese lastre, lleno de profundas heridas, durante años y años, e incluso hasta la ancianidad.
Cualquiera que tenga un poco de lucidez, de sentido común, llega más pronto que tarde a la conclusión de que para madurar, para convertirse en “adulto” es imprescindible perdonarse a sí mismo y perdonar a los papás.
Pero, ¿En que consisten tales cosas? ¿Qué es “perdonar”?
El perdón parece ser uno de los conceptos más difíciles de experimentar. Pero además de eso, es un vocablo mal entendido.
Muchas veces no perdonamos porque creemos que el perdón contribuye a la injusticia. “Quienes me han hecho daño no merecen mi perdón”, pensamos a veces. “Si lo perdono me volverá a herir, a hacer daño,… se volverá a aprovechar de mi bondad”, me tomará por tonto…”
Cuando alguien no perdona, guarda su herida en baúl de los recuerdos, y la saca de vez en cuando, y se recrea en ella, como el que mira un álbum de fotos, y revive nuevamente el dolor que aquel acontecimiento le produjo en el pasado, en su pasado de niño o adolescente. Y, entonces, poco a poco se va convirtiendo en rencor, resentimiento.
Perdonar no significa aceptar la crueldad, olvidar que algo doloroso ha sucedido, ni excusar, justificar el mal comportamiento de alguien; tampoco implica necesariamente la reconciliación con el agresor.
Quienes poseen la capacidad de perdonar lo hacen, entre otros motivos, para no desperdiciar su valiosa energía atrapados en la furia y el dolor por cosas con respecto a las que nada pueden hacer. Perdonar es reconocer que nada se puede hacer para cambiar el pasado, y permitir liberarnos de él. El perdón sirve para descansar y no implica necesariamente que el ofensor “se salga con la suya”, tampoco aceptar algo injusto. Significa, por el contrario, no sufrir eternamente por esa ofensa o agresión. Decía un amigo mío que “odiar”, estar instalado en el rencor, es algo así como sentarse junto a la persona odiada, tomarse un buen vaso de veneno, y creer que el veneno va a hacerle daño a la persona que supuestamente nos ha ofendido.
Las personas que son capaces de sobreponerse a las tragedias, o que logran salir de períodos difíciles de dolor emocional, también consiguen abandonar su papel de víctima, y mueven su voluntad y optan por una vida nueva. Frente a quienes mantienen su dolor al rojo vivo para demostrar al mundo lo mal que han sido tratados, sin querer darse cuenta de que se dañan ellas mismas al hacerlo; están los que se recuperan, se vuelven personas de bien y son felices, fuertes, prósperas o exitosas. Es lo que los psicólogos denominan “resilencia” (capacidad de las personas de sobreponerse a la adversidad y ser fuertes en las situaciones de crisis).
Pero, regresemos a nuestros padres, mamá y papá:
Insisto, madurar significa perdonarlos y perdonarnos. Perdonarlos implica considerar que ambos, cuando nosotros éramos pequeños, eran tal cuales eran, personas de su tiempo –no podemos “descontextualizarlos” y juzgarlos con las gafas de nuestro actual momento, pues aparte de injusto es sumamente estúpido- con sus defectos y sus virtudes, con la mentalidad que cualquier persona de su generación poseía, con los valores y “contravalores” en los que fueron educados. E hicieron con nosotros lo que buenamente fueron capaces, nos dieron todo aquello que pensaron que era mejor para nosotros, y por descontado, desde el amor que nos profesaban (salvo excepciones, pues en todas las generaciones hay psicópatas y malvados) y cometieron errores, como nosotros cometeremos con nuestros hijos, y así sucesivamente…
Y reitero, también hay que perdonarse por haberse sentido un “mal hijo o una mala hija” por haber sentido rencor, odio… o desearles el mal a nuestros papás, a pesar de haber sido educados en la idea de “honrarás a tu padre y a tu madre”… No por ello fue nadie un monstruo, sencillamente, es “de lo más natural”.
Y ya para terminar: Perdonar no es olvidar, tampoco permanecer en el error. Por el contrario, es empezar de nuevo, dándonos nuevas oportunidades a nosotros mismos, y a veces también a los demás, con la experiencia adquirida, sin los rencores “sobrevolando” y enturbiando las posibilidades del presente.
Al igual que el amor, el perdón no es –solo- algo que se da a los demás, sino un regalo vital para nosotros mismos.
Si nos aferramos al dolor añejo, la autocompasión empaña nuestra capacidad de dar a los demás y, al asumir el papel de mártires, nos sentamos a esperar que alguien mágicamente resuelva nuestra vida… como eternos “adultescentes”.