Reflexionando sobre el estado del malestar
Estamos en periodo preelectoral, elecciones que posiblemente nos conduzcan a una serie interminable, o casi, de nuevas elecciones, e incluso a una situación de constante inestabilidad, de crisis política permanente.
Sería bueno que reflexionáramos para ver qué ha pasado, qué y/o quiénes nos han traído hasta aquí, e intentar ponerle remedio a la situación caótica en la que España está actualmente inmersa.
Para empezar, hay que tener la suficiente humildad de reconocer que “tenemos un problema”, o mejor dicho: tenemos graves problemas.
Bien, empecemos por el principio; para definir un problema, ponerle nombre, es requisito fundamental hacer un buen diagnóstico de la situación, es imprescindible hacer una análisis racional, lógico, respecto de la realidad en la que estamos, es decir, que no contenga incoherencias, que no sea contradictorio, algo tan elemental, de Perogrullo, como que “algo -se trate de lo que se trate- no puede ser y no ser al mismo tiempo”, ser una cosa, y la contraria a la vez; correcta e incorrecta, moralmente admisible y a la vez inmoral, “constitucional, y su contrario, inconstitucional”. Hacer un buen diagnóstico significa, también, no dejarse llevar por prejuicios, caprichos, sesgos ideológicos; significa no tratar de hacer un homenaje, o un acto de exaltación de alguna doctrina, significa llamar al pan, pan, y al vino, vino; en lugar de tratar de evitar que alguien se enfade, o evitar que el análisis cause antipatías en determinados grupos de presión, o lobbies.
Una vez que hayamos realizado un buen diagnóstico, estaremos en disposición de buscar y encontrar soluciones (si es que el o los problemas de los que se trate, tienen solución, pues a veces hay que tener la humildad de reconocer, y aceptar, que el problema carece de solución).
Si el deseo es seguir siendo coherentes, racionales, no contradictorios, la búsqueda de soluciones correctas implica que los medios a utilizar deben ser proporcionados y adecuados a los fines.
Luego, tras haber encontrado la o las soluciones, para ponerlas en práctica hay que mover la voluntad, actuar con determinación, sin postergación, sin aplazamientos, sin instalarse en la indecisión.
En España, desgraciadamente, lo que menos abundan son los políticos que siguen este esquema, por el contrario, en lugar de buscar soluciones, buscan pretextos, y algunos van más allá: crean “observatorios”, se suben a la atalaya y nos dicen que están muy “preocupados” por el panorama que desde allí se divisa.
En relación con todo esto, y especialmente respecto de hacer un diagnóstico acertado, me viene a la memoria inevitablemente un libro escrito por Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, y publicado en 1998, que lleva por título “Fabricantes de miseria”.
En uno de los capítulos del libro se propone que cojamos la azar, cualquier país sudamericano, claro que, también podemos seguir el mismo esquema con España. Los autores afirman que en un país cualquiera que elijamos, España por ejemplo, cohabitan formas casi tercermundistas de miseria con ostentosos niveles de lujo y prosperidad.
“Es un país que vive en los últimos tiempos una crítica situación económica. Su deuda externa es muy elevada; lucha sin éxito para frenar una inflación de dos dígitos; su moneda parece fatalmente expuesta a constantes devaluaciones; las tasas de interés están disparadas, haciendo prohibitivos los créditos bancarios, y el déficit fiscal, producto de un gasto público incontrolado, representa dos, tres, cuatro o cinco puntos del PIB. Para enfrentarse a él, se realizan cada cierto tiempo ajustes tributarios severos y desalentadores, pues castigan esencialmente a quienes viven de un trabajo honrado.
Es, además, un país inseguro. La delincuencia común ha crecido tanto en los últimos tiempos, que nadie escapa al temor de un atraco, de un robo, si no de un secuestro. Los barrios bajos y los cinturones de miseria que rodean las ciudades más importantes hierven de vagos y rateros. Es peligroso dejar el automóvil en la calle mientras se asiste a una cena, aunque esté dotado de un sistema de alarma. De ahí que se hayan multiplicado, en conjuntos residenciales, bancos, empresas y edificios de oficinas, servicios privados de seguridad. Pero no son sólo los ricos o las personas de un nivel medio quienes viven estas zozobras. También, y sobre todo, los pobres son víctimas de la delincuencia; cohabitando con ella en las zonas urbanas más modestas, están más expuestos que nadie a ser desvalijados a la vuelta de cualquier esquina.
Y ahí no se detienen los problemas, pues también es un país que vive, abierta o soterrada, una crisis política y hasta cierto punto institucional. Ciertos valores, ciertos principios, que eran el fundamento de su vida democrática, se han erosionado. Están lejanos los días de euforia popular vivida tras la caída de la última dictadura militar del país. Ahora hay cansancio en la opinión. Los partidos, que antes suscitaban fervores, se han desgastado a su paso por el poder y aun como alternativas de oposición. No se les cree a los políticos cuyos nombres y fotografías fatigan diariamente a la prensa. Todos dicen lo mismo. Ofrecen el oro y el moro y nada cambia. Su lenguaje, y muy en especial el de los candidatos, se ha devaluado prodigiosamente. Aunque tenga su sustento en el voto popular, el Congreso no parece representar a la nación, sino a esa clase política que desde hace años regresa al mismo recinto y a los mismos ejercicios retóricos para dirimir sus eternos, circulares pleitos en torno al poder. El clientelismo impera. Yo te doy, tú me das: tal es la norma que preside apoyos y adhesiones, pues la política ha cobrado un carácter desvergonzadamente mercantil.
Y para colmo, la corrupción. Los escándalos suelen salpicar a personajes del gobierno. No hay transparencia en licitaciones públicas y contratos. Se utilizan los cargos públicos o la amistad con ministros, directores de institutos y otros altos funcionarios para hacer buenos negocios. Las aduanas son cuevas de corrupción. Se reparten selectivamente privilegios y exenciones tributarias. Lo que los mejicanos llaman «mordida» está presente en todo el país, y en todo nivel a la sombra de una asfixiante “tramitología” que la hace inevitable.
La burocracia prolifera malignamente en todos los órganos del Estado devorando buena parte de los presupuestos nacionales y regionales. Todo lo demora, todo lo dilata y todo lo corrompe. Amparada en el papeleo, obligando al ciudadano común y corriente a filas y esperas agotadoras frente a las ventanillas de las oficinas públicas, es absolutamente ineficaz y al mismo tiempo insaciable a la hora de defender sus prebendas laborales. Por culpa de su indolencia y de su inevitable obesidad, surge, en torno suyo, una maraña de intermediarios y tramitadores. No hay manera de evitarlos si se desea llevar a término en menores plazos una gestión. Hay que pagar siempre, por debajo de la mesa, para agilizar los trámites de una licencia de comercio o de industria, de construcción, de importación, de matrícula de un vehículo…
Los políticos que pertenecen al partido de gobierno son los soportes indispensables si se desea obtener una beca, un puesto, matricular a un hijo en cualquier centro de estudios, una vivienda subsidiada y hasta la instalación más rápida de una línea telefónica.
Cada cuatro, cinco o seis años en ese país se abre, con gran derroche de dinero y de publicidad, una tumultuosa campaña electoral para elegir nuevos diputados nacionales, nuevos senadores, nuevos diputados “autonómicos”, nuevos alcaldes, nuevos concejales… Gordos y sudorosos políticos acompañan al candidato en plazas y tribunas y banderas de los diversos partidos (tricolores, rojas, azules, blancas, moradas, rosas, anaranjadas, amarillas o verdes) salpican los mítines. Se escuchan vibrantes discursos, gritos, himnos y bandas de música. ¿Qué dicen los candidatos? Lo de siempre. Que su gobierno tendrá como principal objetivo la lucha contra el desempleo, la pobreza, la falta de oportunidades y las inicuas desigualdades entre los privilegiados y los desheredados. Que el Estado debe intervenir, regular, planificar, propiciar una mejor redistribución de la riqueza (porque hay pocos que tienen mucho y muchos que no tienen nada) haciendo pagar a los ricos e incrementando la inversión social para proteger a las personas más pobres y vulnerables del país.
En suma, los programas de justicia social deberán prevalecer sobre las desalmadas políticas neoliberales que, al dejar libres las fuerzas ciegas del mercado, hacen más ricos a los ricos y más pobres a los pobres configurando así un vituperable modelo de capitalismo salvaje.
Pues bien: en este retrato —o al menos en muchos de sus rasgos— pueden reconocerse muchos países, y especialmente España. Lo extraño es que nuestra historia parece a veces condenada a girar en círculo con malas situaciones reiterativas y periódicas y al mismo tiempo efímeras y engañosas ilusiones de cambio. Pero, más extraño aún, el conocimiento y denuncia de estos males endémicos de nuestro país, cuyo corolario es la pobreza y la inseguridad, no invalidan el discurso populista, que propone siempre como remedio la causa misma del mal: un Estado dirigista, intervencionista, cuya vocación es la de poner trabas a una libre economía de mercado, clave del desarrollo y de la riqueza en todas partes, en detrimento de sus funciones esenciales.
¿Cuándo comprenderemos que este pretendido benefactor —el llamado por Octavio Paz ogro filantrópico— es, en realidad, el padre del despilfarro, del clientelismo y de la corrupción y, por ello mismo, de la pobreza?