Relación entre la defensa de los Fueros y los regionalismos derivados de la impotencia Carlista: la traición al Estado
Llegados a este punto, creo necesario reproducir íntegramente el artículo publicado por Sagarmínaga en el año 1875, que muestra en el contexto de la historia el sentir de la época, dedicado a los carlistas Vascos y sus fueros, pues en ningún otro lugar de España los había:
“El deseo de que la verdad se esclarezca por completo en asunto de tanta importancia para la nación española, cual es la guerra presente que la aniquila y devora, nos mueve á tomar la pluma para hacer algunas reflexiones sobre las causas que han promovido, fomentado, y explican la sedición carlista. Mucho hemos vacilado para decidirnos á acometer esta empresa; desde luego se nos han presentado á la vista los inconvenientes que hay en tocar llagas que pueden doler á muchas personas; desde luego hemos comprendido que el buscar lisa y llanamente la realidad de las cosas, sin consideración a clases ni partidos, llevaba consigo grandísimas dificultades, y nos ex- ponía tal vez á encontrar en nuestro camino mas copia de resentimiento que de aprobación y aplauso. Pero a pesar de todo esto, creemos prestar un verdadero tributo de
patriotismo al exponer nuestro pensamiento, tal como le concebimos, y pues que no nos impulsa espíritu alguno de parcialidad, nos juzgamos con derecho á ser imparciales, y á narrar las cosas sine ira et studio, quorum causas procul habemus , como decía el historiador romano.
Que las provincias Vascongadas y Navarra, países, exentos, como general- mente se llaman han sido sino la cuna, el teatro principal del carlismo, es cosa de todos reconocida; que tan solo cuando en aquella región ardió de veras la guerra, pudo creerse formalmente amenazada por el absolutismo la libertad en España, no es menos confesado de todo el mundo. ¿Cuáles puede ser, pues, las causas de que aquel país, que por sus instituciones especiales y ventajosas, debía permanecer tranquilo, ya que no indiferente á las disensiones intestinas de los españoles, haya tomado una parte, y una parte tan principal, en mas de una ocasión, en defensa de principios que no eran locales, si no comunes á la nación entera?
¿Será el apego á sus Fueros? Tenemos que contestar negativamente, y de la manera mas absoluta á esta pregunta. Sea cual fuere el juicio que se forme del presente estado foral de las provincias Vascongadas, nadie podrá sostener con fundamento, que la hostilidad del Gobierno á sus instituciones peculiares haya podido justificar la insurrección carlista. Ningún peligro las amenazaba; y seria preciso sutilizar mucho las cosas, para ver en tal cual novedad introducida recientemente el quebrantamiento esencial de las instituciones vascongadas. Ni se levantaron, que sepamos, protestas en este sentido, y si las hubo, fueron mas de mera forma que otra cosa. Sin ser de este momento el examinar detenidamente el estado legal de las pro- vincias Vascongadas, apelamos al testimonio de cuantas personas tengan que ver con aquel país, para que respondan categóricamente, si en la insurrección carlista, aun no terminada, han podido influir, siquiera como concausa, los contrafueros perpetrados por el Gobierno. Años hacia, antes de comenzar la insurrección carlista, que ninguno de los ministerios que han regido la nación española, dieran motivo bastante para despertar en los recelosos y vigilantes vascongados el temor de que fuesen á ser priva- dos de sus caras inmunidades.
Si no fue causa de la guerra el temor de ver quebrantadas sus instituciones, ¿seríalo tal vez el amor platónico de los vascongados á la dinastía carlista, ó el empeño de asegurar la felicidad de todos los españoles, por medio del establecimiento del absolutismo? Por mucha influencia que tenga el nombre de D. Carlos, y alguna tiene como veremos mas adelante, está muy lejos de explicar por si solo los sucesos ocurridos; ni el laborioso vascongado abandona su tranquilidad por la invocación de aquel nombre, sino cuando llega á ser símbolo de otra idea que le alucina y conmueve.
En cuanto á que las doctrinas del absolutismo pudiesen influir en su ánimo hasta tal punto, el que lo creyese incurriría en error todavía mas grande; ni los cambios de ministerio, ni los movimientos de los partidos, ni las nuevas constituciones, y estamos por añadir, ni las mudanzas de la forma de gobierno, tienen fuerza bastante para penetrar en el corazón del vascongado, sacarle de sus hábitos por lo común pacíficos, y empujarle por la senda de aventuras belicosas. Y no porque deje de haber en aquel pais personas que observen el curso de los sucesos políticos con tanto interés como en cualquiera otra parte; pero esos son individuos que en tal concepto discurren por sí, y para sí, y no representan clases ni muchedumbres populares. En la insurrección y partido carlista hay, como en tantas otras alteraciones, dos circunstancias que no deben confundirse nunca: la idea generadora, motriz y eficiente del movimiento y fenómeno político, de que hablaremos en su lugar, y las exterioridades y formas de ese mismo movimiento, que casi siempre muestran iguales ó semejantes apariencias. No puede negarse, por ejemplo, que el carlismo en el país vascongado, ofrece el aspecto de un verdadero partido político, al cual hemos negado allí, sin embargo, las condiciones que generalmente caracterizan á los partidos, en cuanto á doctrinas políticas reconocidas, es decir, que tiene sus caudillos, su organización, y hasta su método peculiar de obrar y propagarse. Así vemos en el carlismo vascongado personas que, participando más ó menos de su espíritu generador y eficiente, proceden como los pro-hombres de cualquier otro partido, y anhelan ser en el suyo generales, ministros, corregidores, diputa- dos y grandes de España. Cabildean, intrigan, y dan ó gastan dinero en pro de la causa común; viajan y se reúnen, predican y escriben, con todos los demás menesteres y oficios que se usan en los partidos políticos.
Viene, pues, á resultar de lo dicho, que el partido carlista de las provincias Vascongadas, ni se apoya en el propósito de restaurar sus quebrantadas instituciones (que nadie atacaba), ni en la doctrina absolutista pura (que para el vascongado es letra muerta), ni en el amor á la dinastía de D. Carlos, (al cual hace diez años hubiera dejado apolillarse entre los trastos viejos de la historia, sin levantar por él un dedo.)
¿Será entonces la insurrección carlista hija de la revolución que destronó á D.ª Isabel II en 1868? La alteración sí, su idea generadora no; pero la alteración es el su- ceso ocurrido, porque preexistía ya la idea que le produjo. El carlismo es hijo de sus propias obras, y no tiene vínculo alguno de consaguinidad con lo que llamamos la revolución, dado que alguna que otra vez viviese con ella en nefando contubernio, cuyos deplorables resultados no podían ser sino aumentos de confusión, anarquía y desorden. Es error no pequeño el equivocar linajes tan distintos. La revolución tiene, en ver- dad, sus culpas propias, mas no es justo achacarle el haber engendrado el carlismo, que vivía, respiraba, y aun levantaba la voz cuando aquella llegó á su periodo dominante: carlismo algunas veces sin D. Carlos, pero carlismo al cabo. Lo que hizo la revolución, fue abrirle cariñosamente los brazos, y amamantarle en su mismo seno, aunque cuando ya le vio crecido, acaso lamentara no haber hecho con él lo que con ciertas criaturas se hacia, al nacer, en algunas repúblicas de la antigüedad. En suma, la revolución jugó con el carlismo siendo pequeñuelo; encontróle gracioso, y á propósito tal vez para servirla de pajecillo y compañía; cuando llegó á crecer, vió con asombro que amenazaba devorar á su madre….. adoptiva, porque no siéndolo verdadera, como hemos dicho, ni siquiera podía repetir con amargura el feri ventrem de la madre de Nerón. Esta es la historia del grito de abajo los Borbones, del advenimiento del cuarto estado, de la larga vacante del trono, de los derechos individuales, del sufragio universal, y de la república española. Quien jugó en realidad con la revolución fue el carlismo, y no jugó por completo con la nación española, porque esta supo recordar á tiempo, que revolución y carlismo eran el Gog y Magog de la escritura, emblemas dolorosos de la ruina y destrucción de la patria.
Dejemos á la revolución, y sus errores, y equivocaciones, y circunscribámonos al estudio del carlismo vascongado en particular, dado que por lo demás, en muchas cosas esenciales, es idéntico al carlismo de otras partes.
Si no encontramos radicado el carlismo de las provincias Vascongadas en ideas políticas locales, ó sea sus fueros, ni en ideas generales, ó sea el apego al absolutismo doctrinal, ni siquiera en afectos meramente dinásticos, preciso es buscarla en alguna otra parte, porque no hay efecto sin causa, y el efecto existe palpable, vigoroso, lleno de realidad y de vida. Si no nació con la revolución, tampoco es un fenómeno accidental y pasajero; si de antemano existía, su vida ha de tener raíces muchísimo mas hondas que un simple movimiento popular. Si dio en tierra con la revolución, que tan poderosa se mostraba, debiólo á ser todavía mas fuerte que aquel coloso con pies de barro.
¿Qué será, pues, un partido político, que no tiene doctrinas políticas que defender, ni agravios locales que reparar, es decir, que son los carlistas vascongados, que no piden con las armas en la mano el respeto de sus instituciones forales, ni conocen lo que es el absolutismo tradicional de España, ni les importa gran cosa la dinastía de D. Carlos, como harto lo demostraron desde Agosto de 1839 hasta Agosto de 1868?
Lo diremos sin embozos ni rodeos: la idea generadora, motriz y eficiente del carlismo, no es otra que la idea religiosa. Para algunos, el espectáculo de la religión de sus mayores, conculcada, violada y ultrajada; la Iglesia privada de su libertad; la con- ciencia oprimida; la herejía arrogante y amenazadora; para otros, el neo-catolicismo, los ultramontanos, la obcecación de los enemigos del espíritu del siglo; para muchos, en fin, la influencia que en tales casos acompaña á la predicación de los curas, y al fer- vor de las mujeres.
Dirémoslo en otros términos, para que no quede la menor duda sobre cual sea nuestro pensamiento. Es el mayor número de los vascongados, no solo católico, sino además ferviente, y muchos de ellos fanáticos, dispuestos á defender con tenacidad y furor, y aun á costa de sacrificios y padecimientos, las doctrinas y opiniones que juzgan venidas del cielo. Coadyuvan poderosamente á tal postura de las cosas sus mujeres, aun mas ardientes en la fe que los varones, y á punto de decirles al apercibirse para el combate con él ó sobre él , como las antiguas espartanas; y sobre los ánimos de unos y otras, así dispuestos, viene á pesar, aun mas si es posible, la perseverante enseñanza de una gran parte del sacerdocio, encargado de adoctrinarlos en las verdades eternas, la cual profesa como artículo de fe la teoría del estado católico, con toda la latitud que los apodados neos y ultramontanos exponen y explican en discursos, libros y papeles. Y no solo la profesan, sino que enseñan y predican, que cada cual, según sus medios, debe coadyuvar á la consecución de tan exaltados objetos, y aun motejan de tibios en la fe á los que mas prudentes y avisados van por otro camino. No inventamos cosas ni nombres; nos limitamos á ser simples narradores.
Diis te minorem, quod geris, imperas. Hinc omne principium, hue refer exitum. Dii multa reglecti dederunt.
Hesperiae mala luctuosa.
…….. immeritus lues
…….. donec templa refecerit,
Hubieran podido repetir con Horacio los que atizaban el fuego de la civil discordia, esperando que las llamas del incendio contuviesen la propagación de la impiedad, de que se creían amenazados en sus propios hogares.
Líbrenos Dios de acriminar en lo mas mínimo culpas soñadas á clase tan respetable como el sacerdocio, que debe ser el asiento en donde todas las virtudes se re- concentran, para volver de allí á iluminar la sociedad con nuevos resplandores; líbrenos Dios de profanar en lo mas mínimo el otro sacerdocio, sino tan sagrado, no menos digno tal vez, que la mujer desempeña en el seno de la familia, donde su abnegación y cariño, donde su piedad acendrada, sin mezcla de corrupción alguna, adoctrinan una tras otra á las generaciones que forman el caudal valioso de la patria; pero por lo mismo que el sacerdote y la mujer desempeñan en el cuadro de la sociedad humana, en el hogar doméstico, y en el hogar aun mas recóndito de la conciencia (si es lícito expre- sarse así), el ministerio preparador de la vida intelectual y espiritual; por lo mismo que son grandes sus deberes, y tan grande también su responsabilidad, no nos es permitido volver la vista á otro lado cuando los encontramos en nuestro camino, ni nos es dado tampoco desconocer el fenómeno que buscamos, teniéndole á la vista, por aten- der á hipócritas miramientos, que de nada sirven sino de oscurecer el brillo de la ver- dad.
LOS CURAS Y LAS MUJERES: he aquí, pues, la personificación del carlismo vascongado. Sin la predicación político-religiosa de los unos, sin la exaltación y fre- nesí de las otras, ni los generales carlistas llegarán á acaudillar soldados, ni los famantes corregidores á vestir la toga, ni los ambiciosos de profesión á encumbrar sus personas; hablárase poco entonces de absolutismo, y menos aun de fueros. Si las dos terceras partes de las madres, esposas, y doncellas vascongadas, hubiesen execrado á los conspiradores carlistas, como execraban el nombre de Suñer y Capdevila; si las dos terceras partes del clero vascongado hubiesen predicado el respeto á los gobiernos constituidos, con tanto ardor y perseverancia como recomendaban la guerra en nombre de la religión perseguida y ultrajada; los alardes de los carlistas no hubieran pasado del congreso de Vevey, ni hubieran tenido acaso sus pro-hombres la inocente sa- tisfacción de verse agrupados en un gran cuadro fotográfico, como lo hicieron los asistentes á aquel conciliábulo.
Sin duda que parecerá á muchos algún tanto descarnada y material la frase á que hemos ceñido el fenómeno carlista; reconocémoslo de buen grado; pero buscábamos ante todo exactitud y precisión; queríamos, si era posible, que un rasgo nos evitara prolijos razonamientos, y que en breve palabras se encerrase, al propio tiempo, la idea, personificación, é instrumento de vida y propagación del carlismo. Estas breves palabras creemos que no puedan ser otras que los CURAS Y LAS MUJERES.
Tiene, por lo tanto, muy poco que sea propiamente local el carlismo vascongado, y lo que de ello tiene no toca á lo fundamental de las cosas. La idea generadora del carlismo, religiosa, ultramontana, neocatólica, fanática, llámese como se quiera, es la misma en las provincias Vascongadas que en las otras provincias de España, la misma en España que allende el Pirineo; y en cuanto al continente del clero vascongado, no juzgamos que tenga otra especialidad que la que puedan prestarle determinadas circunstancias accidentales.
Si son tan obvias las causas generadoras del carlismo ¿para qué buscar culpas imaginadas en las instituciones forales del país vascongado? Todo el que las instituciones estudie con imparcialidad y juicio elevado, echará de ver desde luego en ellas los gérmenes, no de libertades antiguas ni modernas, sino de las libertades populares de todos los tiempos, la condenación del absolutismo en todas sus formas y periodos. Fueros y libertades son cosas armónicas como que proceden de común origen. Y si se objetara acaso que no sucede lo mismo en el orden religioso, no meditarían bastante los que tal objeción hicieran lo que vale y significa la libertad religiosa en el curso de los tiempos; cuándo ha caminado á la par, y cuándo á la zaga de las libertades políticas.
Pero sea como quiera, es lo cierto que los fueros nada tienen de común con regios caprichos y veleidades, ni en su cuna ni en su madurez; que jamás han vivido en buena compañía con tiranos; que han corrido no pocos riesgos por la propensión de algunos monarcas á la reconcentración excesiva del poder, y que solo la circunstancia de que coexistan ambas cosas, fueros y carlismo, en el país vascongado, han podido inducir en el erróneo concepto de que estuviesen ligados en lo mas mínimo.
¿Con qué podríamos comparar, dados tales supuestos, el imprudente conato de castigar al carlismo, aboliendo los fueros de las provincias Vascongadas? Permítasenos un recuerdo algún tanto trivial; con el curioso expediente que no há mucho se encontraba en una de las secretarias del despacho, para extirpar la langosta por medio de
los pavos. Tal recurso seria, á la verdad, eficaz en extremo para fomentar el mal que se trataba de remediar, y para conseguir que fuesen, al cabo, idénticos, los que no habiéndolo sido en realidad, pudiesen algún día llegar á ser forzosamente antitéticos, esto es, los fueros y el carlismo. Con la destrucción de los fueros desaparecería la úl- tima protesta histórica y tradicional, que en España quedaba contra el antiguo absolutismo, la prenda del bienestar de industriosas comarcas; y los vascongados seguirían siendo carlistas, como no han dejado de serlo los habitantes de otras provincias de la península por carecer de inmunidades locales; mas carlistas que nunca, añadiremos, porque ya entonces se trataría, para ellos, sobre toda consideración, de rescatar su arca santa, caída en poder del enemigo.
Muy lejos de haber el menor enlace entre fueros y carlismo, tan solo á la sombra de las instituciones forales, tan solo en la solemnidad de sus asambleas y ceremonias, ha enmudecido el partido carlista, cuando por todas partes levantaba la voz, y se apercibía para la conspiración y la lucha. Así resulta que en Guernica no osaba alzar descaradamente la cabeza el espíritu de partido, y aun salían de las filas carlistas los nombres de personas desafectas á su causa para ponerlas al frente de la ad- ministración del país. Diríase que el espíritu de la legislación foral acallaba por entonces los impulsos de los sectarios. Parecía que ellos mismos condenaban la idea de con- vertir en teatro de rebelión el santuario de sus leyes, y solo en conventículos aparta- dos se hablaba clara y desembozadamente contra el gobierno á quien en público se rendía homenaje y obediencia. ¿Es, por ventura, un secreto que deba guardarse cuidadosamente el que los vascongados carlistas echaban á menudo al olvido por completo las instituciones forales, y que muchos de ellos, arrastrados por la obcecación de su ánimo hubieran exclamado como aquel famoso orador de la revolución francesa, sálvense los principios y perezcan las colonias?
Y no se confunda tampoco arbitrariamente con el fenómeno del carlismo la problemática conveniencia de unificar todas las provincias españolas; esa unificación pudiera intentarse con amplias compensaciones en medio de las dulzuras de la paz, con gobierno acordado y permanente, sin alteraciones, asonadas y motines, sin bandos irreconciliables y facciosos; esa unificación seria hoy agravación de males para la patria vascongada, y causa de nuevas perturbaciones en lo futuro para la patria española. ¿Será necesario decir mas en asunto tan grave y vidrioso?
La abolición de los fueros vascongados, en concepto de castigo de la rebelión carlista, podrá ser un golpe muy aplaudido de ciertas gentes, de esos que llaman de efecto, y casi nunca dejan de producir malísimos resultados, porque no cortan males, enconan ánimos, deifican la violencia, y trastornan las ideas de lo justo y de lo injusto, y hasta de lo útil y pernicioso. Algunos años después se tocarían las funestas consecuencias del insensato golpe de efecto, en donde tantos se han dado, tan á menudo, y de todo punto encontrados. No se cometen, por desgracia, una vez sola errores de tamaña importancia, y harto hemos tenido que deplorar en España imprudencias y precipitaciones.
Fíjese, además, la consideración, en que no solo el pueblo vascongado no es carlista por razón de sus fueros, sino en que dentro de su mismo territorio hay una parte considerable, no tanto por el número (mayor, sin embargo, de lo que muchos creen), como por la calidad de las personas; parte que es el reducto avanzado que tienen las ideas liberales, y la nación entera, contra el carlismo, y que se desmantelaría insensatamente, por desatinado proceder, dejando al enemigo dueño del campo, hasta las puertas de la fortaleza, no tan segura ni vigilada entonces. Y el valor de ese puesto avanzado puede calcularse por la sangre que ha costado el impedir que cayese en manos carlistas. Esa minoría vascongada podrá no ser bastante, y no lo es en verdad, para sofocar y exterminar al carlismo, cuando la serie de los acontecimientos le haya permitido llegará su grado máximo de pujanza y lozanía; pero sin la ayuda y cooperación de los liberales vascongados, sobre todo en los primeros tiempos de la con- tienda, cuando la marea sediciosa subía rápidamente, hubiera cobrado ésta aun mas empuje y celeridad, no siendo tan fácil contenerla en los linderos de Castilla, como lo fue mas tarde, quebrantando ya en gran manera su vigor en los débiles parapetos de Bilbao, y en las con no menor esfuerzo defendidas poblaciones de Guipúzcoa. Los vascongados liberales no son tantos en número, como importantes por su calidad y servicios, y de ellos puede decirse lo que un prócer castellano decía al emperador Carlos V cuando se vio por él amenazado: señor, soy pequeño, pero peso mucho .
No se si habrá en su número quien por ventura hiciese coro con los detracto- res de los fueros de su tierra, movido de lo que el filósofo cordobés denominaba brevem insaniam , y buscando el remedio en la agravación del mal; pero en todo caso, los desvaríos de la cólera tienen su mejor respuesta en el enfriamiento de aquella locura pasajera, y no serian ciertamente, por ser los mas ilustrados, los que menos deplorasen el nuevo tirano que habían pedido al cielo, como las ranas de la fábula.
Allá en tiempos pasados hubo quien rogaba á los dioses que cegara á su adversario, y á ese precio estaba dispuesto á perder uno de sus ojos. ¡Triste compensa- ción, y no menos insensato encono!
Si se hiciera responsables á las instituciones forales de los fenónemos de la insurrección carlista, con la que no tienen otro vínculo que el de la coexistencia, el mal quedaría en pié mas vigoroso que nunca, el castigo seria inadecuado á la culpa, y nadie sufriría tan amargamente sus consecuencias, como aquellos que mas y primero tuvieron que arrostrar las iras del carlismo, y armarse tal vez, y pelear contra él denodadamente, prefiriendo á acomodamientos, no difíciles de obtener, el lauro estéril pero glorioso de la lealtad, constancia y patriotismo. ¿A qué principio de justicia responde- ría la abolición de los fueros vascongados, que ninguna parte han tenido en la guerra presente, nivelando con igual castigo á leales y á rebeldes? ¿Qué seria ver sujetos al mismo régimen, y confundidos en igual desgracia á los corregidores de Guernica, generales de Elorrio, y marqueses de Durango, con los auxiliares de Bilbao, y emigrados de Marquina? ¿Quiénes serian entre ellos los vencidos, y quiénes los vencedores?
¿Los que caían abrazados al símbolo de sus instituciones seculares, por mas que las hubiesen quebrantado insensatamente, los últimos fueristas, por obra y gracia de sus mismos enemigos, ó los que vieron con dolor é indignación, que se comprometiera con injustificadas alteraciones, obstinadamente continuadas, la santidad de aquellas insti- tuciones, á las que en tiempos prósperos y aciagos rindieron el mismo culto, y quisieron conservar siempre incólumes de toda ligadura facciosa? Si los fueros no son el carlismo, combátase al carlismo, y no á los fueros. Si los liberales vascongados se han hecho merecedores de galardón y reconocimiento, no se les imponga el castigo que convertiría en mártires de la patria á sus adversarios, y no se les haga pasar á ellos por la afrenta de llevar las haces para el sacrificio.
Podemos disculpar á gentes nacidas en otro suelo que el vascongado, el que pidan el castigo de los rebeldes, con la abolición de los fueros, dado que á estos les sea lícito usar hasta de pretextos para conseguir la unificación, que es uno de sus sueños mas lisonjeros, sueño al cabo, que no acordada realidad. Así desaparecieron otras instituciones en otro tiempo, y así lamenta el Sr. Canovas del Castillo, que no haya su- cedido con los fueros vascongados, en la mejor de sus obras, en aquella en que por primera vez, que sepamos, en tiempos recientes, se hace la debida distinción entre el conde Fontana de los escritores coetáneos, y el conde de Fuentes que nos habían im- puesto, con su victoria, los franceses en Rocroy. Pero del alto criterio, de las partes de sagaz político que en el ilustre académico concurren, no dudamos que cuando haya de echar el peso de su influencia en la balanza de los destinos vascongados, olvidará las reflexiones del historiador para atender á los deberes del republico. Que no en vano se atropellan los fueros de la justicia, y seria insensato enturbiar con nuevos asomos de discordia la serenidad de la aurora que despunta en el horizonte.
Volvamos á las causas generadoras del carlismo vascongado en su postrer periodo, y que hemos dicho podían resumirse en la cuestión religiosa. ¿Se deducirá de esto que explique aquella por sí sola el desarrollo de la guerra civil? Fácil seria creerlo así á primera vista, si es que el efecto ha de ser necesariamente producto y consecuencia de la causa. Pero han sucedido en realidad las cosas de otro modo. La cuestión religiosa, repetimos, es la causa eficiente del carlismo, y no explica, sin embargo, por si sola, el desarrollo de la guerra civil. ¿Hay en esto contradicción? La hay en los términos, no la hay en el fondo. Una simple observación bastará para demostrar lo que decimos, desatando al propio tiempo la aparente contradicción. Nunca ha estado mas á punto de arraigarse en España la libertad religiosa, que en los momentos en que se encuentra ya herido de muerte el carlismo, y nunca peligró tanto su todavía juvenil exis- tencia, como cuando mas arrogante y avasalladora parecía, suscitando en su derredor violentísimas protestas, que iban á convertirse muy pronto en apellidos de guerra y exterminio. Hoy la libertad religiosa, á la sombra de un trono secular, y propuesta por partidos conservadores, va á pasar por un hecho consumado á los ojos de la Santa Sede
, que nunca cede ni transige en lo que á los principios se refiere. Est modus in rebus.
No se hubiera, pues, encendido la guerra civil sin cuestión religiosa, ni la cuestión religiosa engendrara la guerra civil, á no haberle prestado la revolución amplia y generosamente los medios que para su cabal desenvolvimiento necesitaba aquélla.
El arbitrista Gándara escribía en el reinado de Fernando VI, que en abrir y cerrar puertas se encerraba el remedio de los males de España, y en cerrar las puertas de la piedad y respeto, y abrir las puertas de la anarquía y desorden se resume, asimismo, la explicación de la influencia religiosa en la guerra civil. La cuestión religiosa fue un reto lanzado con violencia y menosprecio al rostro del carlismo, esto es, al espíritu generador del partido, y al así retado y afrentado, se le dieron, con mas generosidad que prudencia las llaves del arsenal donde abundaban toda clase de armas, para pedir y ejecutar venganzas.
Poco nos resta ya que añadir, porque se va agotando el tema concreto y limitado que nos propusimos tratar, que no era otro que la investigación de las verdaderas causas, y los verdaderos culpables del carlismo y guerra civil. Engéndrele el espíritu, que no nos importa ahora calificar por completo, pero que vulgarmente se de- nomina neo-católico, y le ampararon y dieron protección y vida, en su infancia, los desvaríos revolucionarios. Tomaron los afectos religiosos cuerpo y forma en los ánimos femeniles, mas encendidos de suyo que el del hombre, en cuanto á la propagación de las ideas que abrazan y defienden; una parte, la mas vigorosa, activa y enérgica del clero, empleó las armas de su ministerio en cooperar al movimiento; y no faltaron hombres piadosos, hombres crédulos, hombres fanáticos en gran número, que ofrecieron su vida y sustancia á los sagaces explotadores de las virtudes de los otros. Añádase á
todo esto la topografía del suelo vascongado, que dormía á manera de continuada fortaleza de expugnación difícil, su vecindad con un país que ayudaba y alentaba la rebelión, según confesiones auténticas é irrecusables, los subsidios de todo linaje que de la comunidad europea y hasta de apartadas tierras, allende los mares, recibiera, y no podrá ya ofrecer la menor duda cuales fuesen la naturaleza y circunstancias que acompañaron al desenvolvimiento de la guerra civil.
Aquí entra la entidad, aquí entra la representación de D. Carlos, y la influencia que su nombre pudo tener en el fenómeno que estamos estudiando. Dijimos que de su rey aventurero no se cuidaba gran cosa, en su generalidad, los vascongados, y que harto lo probaron con el desdén silencioso que respecto de su persona guardaran en larga serie de años. No se hubieran levantado, no, por ceñirle la corona, ni por darle, con ella, el triunfo del absolutismo en España; pero el viento soplaba de fuera, y enardecía sus ánimos, sus madres y esposas veían la religión en peligro, los sacerdotes predicaban la defensa de los altares ultrajados, tenían ya las armas en la mano, sus propios enemigos les abrían las puertas del palenque, é involuntariamente, sin darse acaso cuenta de ello, salía de sus labios el grito tradicional de guerra, como el pean de los antiguos cántabros el grito de VIVA D. CÁRLOS. No empuñaron, no, las armas para quitar ni poner dinastías, pero una vez empuñadas, el nombre que los servia de invocación y aliento, era el que en sus tradiciones populares, en sus rústicas viviendas, sous el chaume bien longtemps , como en una de sus célebres canciones decía Beranger, les recordara sus sacrificios, sus combates, y sus proezas, soñadas ó verdaderas.
¡VIVA D. CARLOS! era el lema escrito en la bandera del carlismo vascongado, pero lema solamente y no causa que en su esencia se defendía. D. Carlos es la personificación de ideas, afectos, tenacidad, constancia, tradiciones y preocupaciones que en abigarrado conjunto componen lo que se llama el carlismo. Y ya que de cántabros hablamos, no parece sino que los modernos vascongados, quisieron afirmar su descendencia de aquellos guerreros de la España antigua, terciando en los debates literarios sobre sus límites y población, á la manera que el filósofo refutaba andando los
discursos del sofista que negara el movimiento. ¿Por que cómo rehusar, con mas razon que al dócil castellano é inalterable montañés, al tenaz vascongado, el non ante domabilis , el hispanae vetus hostis orae , el sera domitus catena , el indoctum jugaferre nostra del insigne poeta de Venosa? La tenacidad en sus propósitos es ilustre abolengo de las generaciones vascongadas, parecidas en esto á casi todos los pueblos montañeses, y no inferior ciertamente á ninguno en aquellas virtudes patrióticas que suelen padecer menoscabo en la atmósfera corrompida de las ciudades. Así guarda- ron en sus riscos los escoceses el nombre de los Estuardo, asi el Tirol permaneció fiel á los austriacos, así en comarcas esclavonas se mantuvo indeleble la fe cristiana, así comenzó la restauración de la monarquía española. Hágase lo que sea debido para dar otro cauce á esa tenacidad y patriotismo; hágase lo necesario para extirpar los gér- menes carlistas que en el suelo vascongado brotarán lozanos, pero que harto á me- nudo allí sembraron manos extranjeras; y no será, sin duda, vana ilusión el propósito de trocar á sus naturales en lo que en tantos siglos han sido para la nación española, y en lo que su mismo desvarío actual no lo desmiente, esto es, en instrumento de bien- estar y engrandecimiento nacional, en avanzadas centinelas del nombre castellano, en vigorosos é incansables sostenedores de la integridad de la patria.
Es común tradición y fama entre vascongados, y lo patrocinan escritores de nota, el haber sido sus comarcas teatro de la famosa guerra cantábrica, y no solo esto, sino haberse librado su territorio de dominaciones permanentes, sin que sus naturales doblaran jamás el cuello á yugo extraño. Decía con sobrada razón el analista Moret, que la verdad de las historias de los tiempos antiguos es fácil el decirla y difícil el hablarla; pero si en la ocasión presente no fuera extemporáneo el referirse á ruidosas controversias literarias, ya casi olvidadas, pudiéramos encontrar explicada la fama y tradición de los siglos en sucesos que han ocurrido á lo ojos de todo el mundo. Y no estaría de mas añadir, en tal caso, que sobre las cualidades, todavía perceptibles de las generaciones que se afrontaron con las águilas romanas; en la conservación del idioma, venerando por su antigüedad, antes hablado que hubiese españoles en Es- paña, y que bien que mermado y combatido vive y resiste á espaldas de los mares cantábricos, conservarían los modernos vascongados un valioso documento que apoyase sus pretensiones seculares en el tribunal de la historia. Séanos lícita esta digresión, no impertinente del todo, porque al tratar de los errores de los pueblos, no es noble oscurecer su grandeza, ni se estudian tampoco cumplidamente los fenómenos actuales, sin investigar su encadenamiento y enlace con todas las circunstancias que pudieran explicarlos.
Ni fuera tampoco mas acordado inculpar á los vascongados, en armas por el bando carlista, ingratitud para con la madre común española; eso seria injustísimo. No merecen, no, el baldón del parricida. Alzáronse en rebelión contra un partido, y en pro de una idea; formáronse, como otros tantos, en facción para combatir la idea mas ajustada, sin duda, al espíritu de los tiempos modernos, y al estado de la opinión en España; pero en el ardor con que han defendido preocupaciones y recuerdos harto españoles, y aprendidos por ellos en tierra castellana, mas bien que en su propia tierra, encontrarán los vascongados su mejor defensa contra los que los acusen de in- gratos para con la patria. Su causa es mala, pero no es vascongada sino española; y no serán ciertamente los que en la propia tengan tanta fe y abnegación para sustentarla, como los vascongados, quienes los acriminen y desdoren, en la tierra por des- gracia de trastornadores y rebeldes. Den tregua alguna vez los partidos á sus recíprocas acusaciones, y disipándose las tinieblas de la saña, alumbrará para todos la luz de la justicia. Respétese hasta el pundonor de los pueblos extraviados, que cuando cesen las causas de su extravío, aquel pundonor no rayará menos alto en otras empresas, mas útiles y gloriosas que la triste contienda en que los han envuelto, sobre el error propio, los errores no menos deplorables de los que buscan la satisfacción suya en la humillación ajena.
Y ya que de ingratitud tratamos, bueno será recordar aquella verdad dolorosa, pero no por eso menos evidente, de muchos reconocida; y es, que del mismo modo que los errores revolucionarios favorecieron grandemente el acrecentamiento del carlismo, así también el continente amenazador de las huestes carlistas fue parte para que se concertaran y aunasen los medios de combatir con vigor á los diversos enemigos de la tranquilidad pública. Mas fácil juzgamos que seria encontrar enlace de procedencia y paternidad entre el carlismo y el estado político, que es hoy su mas incontrastable ad- versario, que no entre la revolución y el carlismo. Digamos de los vascongados rebeldes lo que de los vizcaínos decía el insigne poeta mercenario,
Pues por su hierro España tiene su oro, y paremos siquiera la consideración en que son instrumentos, dado que involuntarios, de la restauración de la monarquía en España. Bastante tendrán que lamentar sus culpas propias, su obcecación y credulidad, y el haber imitado, por desgracia, á la generalidad de los partidos españoles, nunca tardos en emplear medios violentos para obtener la dominación codiciada. Cúlpeselos antes de malos vascongados, que de malos españoles; cúlpeselos mas bien de haberse convertido en caballeros andantes del carlismo universal, desatendiendo su propio interés, que harto grave y fundado seria este cargo.
¿Hablaremos ahora de los remedios que hayan de curar el carlismo? Sed nunc non erat hic locus . Otro ha sido nuestro propósito; mas limitado nuestro objeto; pero estudiando las causas del mal hay mucho adelantado para corregirle y precaverle, y solo aquellos males tendrán cumplido remedio, cuya naturaleza, se ha estudiado cumplidamente. Dejemos para otra ocasión l’ardua sentenza. Hoy nos basta haber inqui- rido las causas generadoras del carlismo, con sobriedad y precisión; tal fue por lo menos nuestro propósito. Hoy nos basta haber procurado demostrar que el carlismo vascongado es un fenómeno con accidentes locales, pero cuya esencia no radica ni vive solo en aquella región; que los fueros no han sido en lo mas mínimo parte para pro- ducirle, y que en ellos no pueden encontrar apoyo los sediciosos y trastornadores, hasta el punto de que solo en el bando de los leales vascongados se encuentra la ge- nuina representación de aquellas instituciones; que la causa que tan dolorosamente ha fomentado la guerra civil, no es otra que la cuestión religiosa, explotada á su vez por ambiciosos de profesión, abrazada con ardor por ánimos inflamables, y predicada por ministros del altar con mas fe que cordura; que la cuestión religiosa ha sido causa po- derosísima de guerra por la forma en que se ha introducido, y las imprudencias de las que la promovieron, que castigar al pueblo vascongado con la pérdida de sus instituciones seria confundir, por primera vez, de una manera solemne y eficaz, á los fueros con el carlismo; que en ello se cometería una grandísima injusticia con respecto á los buenos vascos (y no son pocos), víctimas mas que nadie de la alteración y guerra carlista; y que es, en suma, contrario á toda justicia, á toda política previsora, buscar en las venganzas el castigo, y en la agravación de los males su remedio.
Dijimos, cuales eran las causas, las concausas, y los culpables de la guerra civil carlista. En cuanto á las primeras, no resta ya mas que lamentar males pasados, y precaver su repetición en lo futuro; tal es la verdadera tarea del político. En cuanto á los culpables, ni pedimos su castigo, ni mucho menos su impunidad; no tomamos para eso la pluma. Lo que únicamente pedimos con toda sinceridad, con todo encarecimiento, con toda insistencia, es, que huyendo el castigo de los culpables, no se im- ponga á generaciones inocentes y á clases beneméritas, dignas de otro galardón, el hierro candente de la ignominia, la privación de sus glorias históricas, la extinción del último resto de las antiguas libertades españolas, en términos que pudiera repetirse aquella punzante sentencia de Juvenal
Dat venima corvis, vexat censura columbas: y que aprovechando un momento propicio, no se tornen contra los fueros vascongados las armas que los hijos de la pa- tria han empuñado para exterminio del carlismo.
Deseamos como el que mas, que llegue la hora de su final vencimiento, de su postrer desengaño y desaparición completa. Deseamos que el pueblo vascongado abra los ojos con el ejemplo de aquellos de sus mismos compatriotas, nunca inclina- dos á convertir los fueros en arma de partido, y que los abra de una vez para siempre, y reconozca que la edad de oro, que en lontananza le presentan los propagadores car- listas, está en el recto espíritu de sus instituciones forales, y no en los sueños de ambiciosos ó fanáticos sectarios, para quienes no hay otro norte que el medro personal, ó el predominio de opiniones exclusivas; deseamos, en fin, que deje de ser el suelo vascongado la tierra de promisión de esperanzas ultramontanas, refugio y paño de lágrimas de absolutistas trasnochados, de renegados de la idea liberal, de aventureros de otros países, en donde tal vez se avergonzarían ellos mismos de mostrar la tea que llevan encendida por las montañas españolas. Pero deseamos, al propio tiempo, que todos los partidos aprendan en las postrimerías de un patriotismo extraviado á ajustar sus empresas á las razones de la prudencia, y sobre todo á los dictados, que no en vano se conculcan, de la justicia distributiva.”
Poco después de escribirse este artículo, finalizaba la tercera guerra Carlista con su derrota, y éstos, posteriormente, tras el nacimiento del nacionalismo sabiniano, tras la derrota del 98 y como habían hecho en anteriores ocasiones coaligándose con opciones políticas contrapuestas a los ideales que presumiblemente defendían, republicanos y radicales como se ha dejado constancia a lo largo de toda mi tesis doctoral, no tuvieron el mínimo atisbo de vergüenza al aliarse con los nacionalistas para aprobar en Juntas el Estatuto de Estella en el primer tercio del siglo XX, Estatuto que fue rechazado durante la segunda República por pretenderse crear, entre otras razones, un Estado Vasco con relaciones autónomas e independientes con la Santa Sede, poniendo en peligro la representatividad diplomática única de la Nación Española en sus relaciones Internacionales.
Su posterior participación en el Alzamiento en el bando Nacional fue accidental aunque la aportación de los requetés en la primera hora de la guerra civil fue masiva, dando carácter popular al alzamiento de los militares: en principio, el alzamiento se pensó que fuera exclusivamente carlista. El plan consistía en iniciar la sublevación en la Sierra de Aracena, Huelva, con el requeté andaluz, en la de Gata (Cáceres) con el de Castilla, en el Maestrazgo con catalanes, valencianos y aragoneses, y finalmente Navarra donde confluirían todos los requetés vascos. Estos cuatro núcleos, bajo la dirección del General Sanjurjo, se dirigirían a Madrid y constituirían un Gobierno Provisional de restauración monárquica, con la proclamación de Don Alfonso Carlos como rey.
Este proyecto se aplazó para empalmarlo con otro similar que paralelamente se estaba gestando entre los militares: el General Mola es el que toma contacto con los carlistas navarros a cuyo frente se haya el Conde de Rodezno.
La rabiosa actualidad de este artículo en lo que se refiere a la degeneración del carlismo en las tres Regiones españolas hacia el nacionalismo más radical, Vascongadas, Galicia y Cataluña, nos indica, precisamente, aquellas regiones donde el tradicionalismo más exacerbado campó por las mismas, desviándose en la actualidad hacía tesis independentistas.
*Teniente coronel de Infantería y doctor por la Universidad de Salamanca