La dictadura de las ideas generales
El tránsito de la infancia a la madurez es un desarrollo mental por el que aprendemos a ver y a querer la realidad como proceso. El niño no percibe la distancia, ni por tanto la dificultad, que se interpone entre su deseo y el objeto deseado. Quiere las cosas, no a las cosas, de una manera inmediata, o sea, sin actos intermedios, al instante. La niñez persigue la posesión instantánea de los objetos de su deseo, sin proseguir las etapas o fases necesarias para conseguirlos, porque carece de capacidad de estrategia. La única resistencia que percibe en la realidad es la de los padres o tutores.
A una sola resistencia aplica una sola táctica. Con el llanto o la zalamería, con insistente repetición, invoca la única alternativa posible en que se encuentra: satisfacción inmediata o frustración, y en ambos casos sometimiento pasivo al dictado de los mayores. Pero los padres tienen una tercera alternativa que abrirle. Educación. Por medio de la educación se esclarece la realidad, ante la mente del niño, como un proceso de realización. De ahí que no pueda reducirse a preceptos prohibitivos o a una mera explicitación de imposibilidades materiales igualmente frustrantes. Lo decisivo es la formación de una conciencia autónoma en el niño con un permanente alumbramiento de la serie de actos que la realidad interpone entre la situación de partida y la situación deseada.
En la medida que uno o varios de los actos intermedios represente un mal superior al bien buscado, el niño va sustituyendo, de forma autónoma, la primera relación instintiva entre el deseo y su satisfacción inmediato, por otra relación reflexiva sobre los medios que está dispuesto a desear para llegar a ella. La madurez se alcanza cuando el deseo, o sea, la moralidad, se conecta instintivamente con los medios necesarios a las finalidades racionalmente queridas. El maquiavelismo vulgar que justifica los medios por el fin es una cínica racionalización del infantilismo. Generalmente las intenciones o fines últimos son neutros, desde un punto de vista moral, porque no expresan nuestra relación con el mundo. La inmoralidad en los fines es una excepción que sólo está al alcance del enfermo y del fanático.
Aunque en determinados periodos el fanatismo político o religioso puede contagiar a pueblos enteros. Sólo en los medios que empleamos nos comprometemos con la realidad, con los demás. Por ello, son los medios los que justifican el fin y no a la inversa. En esta relación de primacía de los medios radica el gran principio moral de la coherencia. Quien quiere los medios quiere en realidad los fines. Querer los fines sin querer, o sin conocer, los medios adecuados es propio de mentalidades infantiles y de culturas inconscientes.
Las técnicas modernas de manipulación de la psicología de las masas descansan en una aplicación sistemática de las reglas que ordenan el mundo de los niños. Predominio de la imagen y del símbolo sobre los significados, creación de mitos, culto de la personalidad paternalista, excitación de deseos de consumo inmediato, evasión y fantasía, reino de las ideas vagas y generales, inconsciencia sobre los medios y las dificultades. La publicidad comercial ha llegado a dominar a los consumidores como Paulov a sus perros. Y a los que no puede condicionar, por falta de capacidad adquisitiva, los frustra. A través de la publicidad comercial los monopolios y las oligarquías imponen la dictadura de la producción sobre el consumo.
Lo mismo sucede con la publicidad y propaganda políticas, cuando no salen de la esfera de los símbolos, de las imágenes, de las grandes palabras y de las ideas generales. El elector es tratado como un niño maltratado cuando está forzado a elegir entre grandes ideas sin conocimiento de los medios concretos y de las etapas que requiere su realización. En el grado de concreción de sus programas políticos y en el compromiso con los medios particulares que proponen para realizarlos reside la diferencia entre el verdadero líder o estadista de clase y el demagogo o dictador. Está todavía por ver una tiranía que base la propaganda de su régimen en la idea de la esclavitud. Justamente ocurre lo contrario. La boca de los dictadores, y la de sus portavoces, está indefectiblemente llena de grandes y bellas ideas generales. El grado de madurez democrática de un pueblo se mide por el nivel de concreción en las ideas políticas que exija a su clase dirigente.
En el terreno de las ideas generales, que son siempre expresión de finalidades últimas, no hay posibilidad de elección ni, por ello, moralidad política. Es en el camino para alcanzarlas donde se abre el interrogante y, por tanto, el debate político. El acuerdo sobre los fines (libertad, democracia, igualdad de oportunidades, cultura, vivienda, empleo, sanidad y seguridad para todos) deja enteramente abierta la cuestión del camino. Y el que yerra en el camino traiciona los fines últimos. Por ello no se hace camino al andar, sino al andar encaminado.
Muy oportuna reflexión. Los niños son también ingenuos y si se les dice que vendrá el hombre del saco, lo creen.
Muy bueno el artículo del sabio Trevijano.