Ciertos son los toros
Pero inciertos, y confusos, quienes, so pretextos emasculantes, con matices antiespañoles, y sin la coherencia debida, pretenden poner fin a milenios de usos y costumbres, que mantienen en vigor una especie biológica, sin otra utilidad que el divertimento, desde la suerte, la estética, y la muerte. El arte del toreo, serio y dignificado, es fecundo inspirador de literatura, poesía, pintura, cante, música, gastronomía, y dibujo dinámico. Cito a Gerardo,
Un lienzo vuelto, una última voz –toro-,
un gesto esquivo, un golpe seco, un grito,
y un arroyo de sangre –arenas de oro-
que se lleva –ay, espuma- a Joselito.
Acometer contra esto, equivale a perder riqueza, incluida la biológica, y oportunidades de futuro. Hay un principio de conducta ecológica, la prudencia, que aconseja mantener la especie. En este caso, la especie ha sido muy fructífera, y gracias a esto se mantiene, y puede deparar otras ventajas más prosaicas en el futuro.
Quienes abogan por esta fobia, son seres difusos –inciertos, insisto- romos, que nadan en la defensa del aborto libérrimo, vestido de derecho del más fuerte, mira tu, de la opción homosexual –negativa para la especie- como si nada, del generísmo enloquecedor, del cannabis vesicante, la decadente vuelta a la manada, y la eterna confusión zalagardera, okupista, y antisistema, mezclada con el asalto a las capillas católicas -que no a las mezquitas-, actitudes todas ellas hijas de la ignorancia, de la frustración, de la ceguera guantanamera, de la seudocultura, del fracaso escolar y del otro. Pretenden dar lecciones de moral y buenas costumbres –asaltando supermercados, y hollando propiedades para anidar-, a un sector de la sociedad, que de ningún modo desprecia la vida de los animales –que se desvive por ellos- y que ni predica, o practica la crueldad, ni tiende al adoctrinamiento liberticida. Y lo hacen, vistiendo luces de caspa y odio, en vez de hacerlo de grana y oro. Escuchamos, pero separamos el grano de la paja. No todo vale. El tema es muy largo.
Animalismo, viene de ánima, de alma, y cualquier iniciado en metafísica, y biología, por poco que lo sea, distingue perfectamente la diferencia entre el ser humano, que viene de fábrica, único e irrepetible, y desde la concepción –sin que en momento alguno sea una infección, tumor, o cuerpo extraño a extirpar- con la aplicación del raciocinio instalada, y el derecho preferente a la vida, a la que le ha llamado una mujer viva, y aquel otro animal irracional, que no tiene problemas morales, y sí, es inocente, pero que la naturaleza lo regala al hombre, para su utilización económica, y social. Todo esto lo entiende hasta un niño de cuatro años, me dirán ustedes, grouchamente.
-Pues que traigan a un niño de cuatro años. Coño.
Conste, que no soy taurófilo, que son contables con los dedos de una mano –sobran dedos- mis asistencias a corridas, y que no me gusta el sufrimiento de ninguna persona, ni de ningún animal, que tengo cierto franciscanísmo asumido, que creo en la dignidad de todos nuestros compañeros de viaje en la vida, y que rechazo tanto los festivales veraniegos, que consisten en burlarse, indignamente, de un pobre animal asustado, que sufre, municipio tras municipio, tanto como las carnicerías de ballenas, y de focas –a palos- de los hiperbóreos de sangre fría, que no rompen platos. Siempre he admirado el respeto anglosajón por los animales domésticos, su buen trato dispensado, y me han parecido lamentables las prohibiciones palurdas de acceso a mis mejores amigos, los perros, y que condicionan mis vacaciones. Lo considero, simplemente, como envidiable nivel de civismo. Maldita sea la mano que mata a un perro, como canta Rafael Farina, a un feto humano, o a cualquier animal, sin más que por capricho, y frívolamente. Caiga la maldición de Dios sobre quiénes lo hagan.
Pero soy omnívoro, y estoy dotado para ello por la naturaleza. Mis colmillos –que ya no son los de tigre de mi juventud- no son para el tofu, ni la lechuga. Lo siento. Pero me ocupo, y me preocupo cómo se trata, se cría, se alimenta, se transporta, y se sacrifica a los animales que nos alimentan, y estoy convencido de que tiene una gran importancia biológica –y gastronómica- hacerlo de la manera más digna, y menos cruel posible para ellos.
Entre otras cosas, porque el sufrimiento gratuito, produce toxinas, perjudiciales para el organismo del receptor en la cadena trófica. Los predadores conocen esto, y saben cómo dar muerte a sus presas, en las que más de un científico ha podido reconocer cierto gesto de placer en las víctimas, entregadas a su agresor, que acompaña a su muerte dulce, y las relaja. Es digno de tenerse en cuenta, y aprender de la naturaleza, en vez de empecinarnos indiscriminadamente.
Hay artes por las que no siento simpatía, pero respeto y comprendo, como es la caza regulada debidamente, que mantiene las poblaciones de especies, su equilibrio, y que se producen con absoluto respeto a los animales, y se practica con la dignidad profesional, o con la de un buen aficionado. Léase a Delibes, el de la busca a la mano, conózcase la gastronomía de la caza, el Arte cisoria de Enrique de Villena, el interés en cuidar hembras y crías, los descastes de ciervos, liebres, jabalíes, y zorros.
Yo, he conocido directamente, por mi amigo Alfredo Llorente, legendario cazador de elefantes en Namibia, lo que le dolía tener que matar –selectivamente- cuatrocientos elefantes, sencillamente, por el bien de ellos, no por el suyo, que los consideraba amigos, y permanente fuente de información, conocimiento sorprendente, y entrañable convivencia, que no paraba de relatarme. Pero no quedaban árboles para tantos excedentes. Hay vocaciones para todo, y un peligroso furtivismo, que se combate, a veces con crueldad, cómo él me decía. Primero una oreja, luego la otra, y a la tercera un tiro. No había posibilidad de error, cuando se detenía a un furtivo desorejado. Así era la cosa, y así me la contaba
Soy español y antitaurino y paso estos enlaces como respuesta.
http://www.elespanol.com/cultura/arte/20160425/119988210_0.html
http://celebridadeseinfluyentesantitaurinos.blogspot.com.es/