Bajo el signo de una nueva guerra mundial
Marcos Aguinis.- No sólo el Papa dice que estamos viviendo la tercera guerra mundial, sino que desde hace años viene siendo anunciada con llamaradas proféticas. Pero fueron desoídas, como ocurrió con tantas voces temerarias de los rodantes siglos. Una llamada “corrección política” prefería ignorarlas, porque exigían valor. Eso que estuvo ausente en el primer ministro inglés Neville Chamberlain, a quien sucedió -para beneficio de la humanidad- otro conservador, pero valiente y lúcido: Winston Churchill, quien tras la humillante conferencia de Munich le dijo: “Le dieron a elegir entre la indignidad y la guerra; eligió la indignidad, ahora tendrá la guerra”.
La nueva guerra mundial exhibe analogías y diferencias con las dos anteriores. Algunos parecidos se refieren al involucramiento de gran parte del planeta, una crueldad masiva y sin límites, y un fanatismo desenfrenado. Las diferencias podrían centrarse en el novedoso protagonismo del islam y la psicótica acción de los asesinos suicidas.
La creciente intervención de los mal llamados “lobos solitarios” ha convertido cualquier lugar del globo en un sitio expuesto a la matanza. Pueden ser un supermercado, un club, templos, mutuales, desfiles, paseos callejeros. Esta característica exige mejor diagnóstico, más coordinación y una firme voluntad para enfrentar semejante catástrofe, la misma voluntad que inspiró a Churchill. Aliados de verdad. No se trata de disparar misiles o deshacer el Califato Islámico. La arcaica invención del Califato podrá desaparecer, pero no quienes se nutren de sus enfermos ideales. El problema es más complejo.
La palabra asesino proviene del árabe: Hash Ashin (los que consumen hachís o son adictos al hachís). Formaron una secta sanguinaria durante las cruzadas y se dedicaron a matar en nombre de Alá a cualquier cristiano que tuviesen cerca. Pertenecían a la rama chiita que predomina ahora en Irán, donde nació Las mil y una noches, que fue luego más pacífica que la sunita. Los chiitas recuperaron su carácter agresivo durante la revolución de Khomeini al frente de sus ayatolas, que muchos progresistas apoyaron con la ilusión de que traían la libertad. Ahora, en gran parte del islam predomina un espíritu bélico de todos contra todos. Es curioso que compartan un mismo libro, llamado Corán. Pero diversas interpretaciones o la veneración por individuos de un lejano pasado generan enfrentamientos absurdos. Esta situación no es original, porque lo mismo sucedió en el mundo occidental. Las guerras de religión entre cristianos produjeron el exterminio de casi una mitad de Europa por la otra mitad. ¿No recordamos la Inquisición y la Noche de San Bartolomé, entre miríadas de tenebrosos ejemplos? Pero en Occidente se produjo el milagro del racionalismo y de la ilustración. Entonces su común libro, la Biblia, que también contiene porciones sanguinarias, dejó de citarlas para exaltar los versículos que cantan al amor y a la vida. Se leen, memorizan y repiten los párrafos que traen consuelo y calientan la fraternidad. Las religiones que comparten la Biblia se convirtieron en bálsamo y convocan a la paz.
Cada sura del Corán, por su lado, repite una frase maravillosa: “En nombre de Alá, clemente y misericordioso”. De ahí puede colegirse que los aspectos que no responden a esas características deberían ser marginados. Incluso resulta más que evidente que Alá creó la vida y, en especial, al hombre, culminación de su obra universal. En conclusión, el suicidio debería ser considerado un pecado. Y quitar la vida de un semejante también es un pecado, porque ofende la máxima creación divina. La Biblia y el Corán tienen muchas analogías: derivan de la misma fuente monoteísta que inspiró a Abraham y a Moisés y los sucesivos acordes proféticos. Llegó la hora en que el asesinato sea condenado también, de forma inequívoca. ¡En todas las mezquitas, sitios de oración o escuelas coránicas! Debería ser una decisión asumida por la mayoría moderada de los musulmanes que pueblan el mundo. Sin rodeos, ni máscaras, ni excusas.
De lo contrario se convierten en cómplices de la degradación que empuja su fe hacia el abismo. No es aceptable que se prometa el paraíso a quienes cometen suicidio para matar semejantes. Ni que se honre y premie a sus familiares como parientes de héroes: son parientes de trastornados, de criminales, de gente que merece el infierno. Esto ocurre a diario, es bochornoso y ningún país lo condena (por “corrección política”). Del elogio al suicidio y al asesinato brotan los “lobos solitarios” y la atracción de jóvenes con trastornos mentales.
Llega a ser tan horrenda la manipulación religiosa de ciertos líderes musulmanes como la adoptada por Khomeini durante su guerra con Irak. Este monstruo ordenó fabricar medio millón de llavecitas de plástico para colgarlas en el cuello de los niños. Las llavecitas les abrirían las puertas del paraíso después de morir. Instaló a los niños delante de sus tropas y les exigió avanzar contra la vanguardia iraquí. Testimonios irrefutables de soldados iraquíes narran cómo estos hombres, ante el avance suicida de miles y miles de criaturas, empezaron a vomitar, arrojar sus armas y correr despavoridos hacia la retaguardia.
Tras siglos en que el islam parecía una religión pacífica y hasta ejemplar en muchos aspectos, surgió una fanática entidad llamada Hermanos Musulmanes, que produjo un retroceso de matices cavernarios. En lugar de avanzar hacia la luz, lo hizo hacia el atraso. Los Hermanos Musulmanes fueron organizados en 1928 por un maestro de escuela, Hasan al-Banna, nacido en un pequeño pueblo egipcio. Predicó que el islam fuera enseñado más allá de las mezquitas para enfrentar las corruptas ideas de Occidente, basadas en la ciencia atea y la impúdica democracia. Entre 1928 y 1938 esta pequeña asociación se instaló en la ciudad de Ismailiya, junto al canal de Suez, y experimentó un increíble desarrollo. De Egipto se expandió a los demás países árabes. Últimamente fue fogoneada por Arabia Saudita, debido a que regímenes laicos como el del presidente Nasser los consideraban un peligro.
La jihad es el nombre de la actual guerra santa. Pretende conquistar el mundo. Lo expresa sin rodeos. Entre sus objetivos inmediatos figura dominar el Medio Oriente y luego Europa. Se les ha tornado más nítido este propósito, porque ya no lo nublan incertidumbres. Hace rato que dirigentes musulmanes afirman que con el útero de sus mujeres conquistarán el llamado Viejo Continente. La aceleración se logra mediante los refugiados. Europa, con la conciencia aún maltrecha por las guerras y genocidios anteriores, no se atreve a enfrentar este novedoso problema. No se atreve, por ejemplo, a ponerse de acuerdo en que la tragedia de los refugiados sirios fue provocada por los propios árabes y musulmanes, no por los daneses, ni los noruegos, ni los húngaros. Y que deben resolverlo los propios países musulmanes. No les faltan tierras ni recursos. Deberían instalarlos en las enormes extensiones de Arabia Saudita y otros países árabes, con el apoyo económico de todos los países del mundo y -fundamentalmente- las fortunas incalculables que atesoran los emiratos del Golfo. ¿Por qué tienen que irse a vivir a países con otras tradiciones, lenguas, costumbres y creencias? Con la excepción de Turquía, Jordania y el Líbano, ningún otro país árabe los recibe. Mientras, a Europa llegan miles de víctimas deshechas y, junto con ellas, buena cantidad de terroristas.
Los argentinos tuvimos el atroz privilegio de sufrir el primer atentado terrorista islámico y antisemita de todo el continente americano. Tiempo después ocurrieron el ataque a las Torres Gemelas y otras abominaciones. Tenemos el deber de ponernos al frente de una acción mundial, bien coordinada y eficaz, que comprometa a la mayor parte de las organizaciones y exija un cambio radical en la educación islámica, para que se condenen el suicidio, el asesinato y la prédica del odio. ¡Y que lo hagan “en nombre de Alá, el clemente y misericordioso”. El suicidio heroico fascina a muchos desequilibrados, en especial jóvenes. Constituye el más horrible arsenal de la muerte en esta novedosa guerra mundial.