Es que lo hemos hecho fijo
Ricardo vivía en un barrio de la gran ciudad. Frente a su casa se estaba construyendo un nuevo edificio. En aquella obra, el capataz tenía un perro de guarda para evitar en lo posible los robos de material. Aquel perro parecía tener muy malas pulgas, pues cuando Ricardo u otros vecinos paseaban por el lugar, aquel perro, aunque permanecía atado durante las horas de trabajo, mostraba una agresividad que atemorizaba a los transeúntes.
El animal no dejaba de ladrar y enseñar los dientes a todo el que osaba acercarse por allí. Transcurridas un par de semanas, pasó Ricardo una mañana por el lugar como de costumbre. No salía de su asombro al observar que el perro permanecía sentado sobre sus cuartos traseros, pero sin soltar un solo ladrido. Cuando al caer la tarde nuestro amigo volvió a pasar junto a la obra, encontró al perro tumbado en el suelo observando a todo el que pasaba pero en el más absoluto silencio.
Al tercer día de haber observado aquel cambio en el comportamiento del animal, Ricardo se mostró preocupado. Sin pensárselo dos veces optó por preguntarle al capataz:
-Disculpe señor, quería preguntarle por el perro, ¿se encuentra enfermo?
-No, ¿por qué? Contestó el capataz.
-Pues mire usted, es que antes no dejaba de ladrar y de gruñir enseñando los dientes. La verdad, daba un poco de miedo pasar por aquí. Y ahora, en cuestión de un par de semanas, ya no ladra ni gruñe, ¿le ha pasado algo?
A lo que el capataz, sin poder aguantarse la risa le contestó:
-Es que lo hemos hecho fijo.
Pues bien, este chascarrillo en el que el protagonista es un perro, es extrapolable a lo que viene siendo habitual con la clase política española. De aquellas multitudinarias manifestaciones convocadas por los sindicatos de estudiantes y de trabajadores contra todo lo que se movía a finales de 1970 y principios de 1980, pasamos a una inminente calma chicha cuando Felipe González de la mano del PSOE ganó las elecciones en 1982. De inmediato, desaparecieron los cócteles molotov, octavillas propagandísticas, piedras, sprais de pintura, siliconas, y otros artefactos dispuestos para la algarada.
Una vez acaparadas y ocupadas estratégicamente todas las administraciones -con miles de colocaciones a dedo-, las calles dejaron de ser campos de batalla entre activistas de izquierda y la Policía. Ni que decir tiene, que esa calma en las masas alcanzó su grado máximo o punto más álgido, cuando comenzaron a aprobarse y establecerse las autonomías políticas.
Miles y miles de militantes socialistas acudían como nuevos funcionarios a las recién estrenadas consejerías de las capitales autonómicas, con una sonrisa de oreja a oreja y un ejemplar de EL PAIS bajo el brazo, ante la mirada de los currantes sin color político, que contemplaban, con el bocadillo en la mano camino del tajo, a los políticamente agraciados. Acababan de conseguir su premio con la llegada al poder de su partido: un puesto de trabajo seguro, sueldo fijo y para toda la vida. Ya no había de qué preocuparse.
A partir de aquí, el goteo de colocados a cargo del presupuesto ha sido imparable. Convocatorias manidas y apaños entre partidos y sindicatos, fueron situando poco a poco a sus acólitos en organismos públicos, en televisiones o medios autonómicos, en los distintos ministerios, en las cajas de ahorro, hospitales, colegios, institutos, universidades, plataformas, asociaciones, y un larguísimo etc.
Ni que decir tiene, que esa misma estela pero mucho más densa y abultada, fue seguida después por nacionalistas antiespañoles catalanes y vascos, e impecablemente imitada por Aznar y sus palmeros en todos y cada uno de los feudos que durante años han gobernado.
El resultado ha sido escalofriante: de 800.000 funcionarios que España tenía a finales de 1975, hemos pasado a 3.500.000 con que cuenta actualmente, más 450.000 cargos políticos para una nación de 47 millones de habitantes. Si a esto solapamos una Seguridad Social quebrada, una deuda pública eterna, y un sistema de pensiones que no se sostiene, no es difícil adivinar donde se encuentra el enorme agujero que se está tragando todo el dinero que el mismo sistema, detrae vía impuestos a los sufridos contribuyentes españoles.
Todo esto explicaría el voto fiel que obtiene el bipartidismo a pesar de la corrupción, y porqué los nuevos candidatos a presidir el gobierno de la nación como Ciudadanos, que dicen venir a regenerar el sistema, se oponen rotundamente y con todas sus fuerzas a extirpar de raíz ese tumor maligno que nos está devorando económicamente, y que conocemos como sistema autonómico.
Ningún candidato quiere quedarse sin munición; se niegan a echar el cierre a todos y cada uno de los chiringuitos políticos, que una vez alcanzado el poder les serán necesarios para ir colocando a los que no pudieron ir en las listas del partido o se quedaron sin escaño, y a decenas de palmeros y estómagos agradecidos muy entregados al partido y eficientes en las campañas electorales, acreedores por tanto de un puesto para amorrarse a la ubre del Tesoro, aunque sea para asomarse a ver si llueve.
Basta dar un repaso a lo sucedido con la Televisión Valenciana (Canal-9) antes del cierre. Deficitaria, y con una deuda astronómica insoportable, se había convertido en la oficina de colocación de Zaplana y compañía. Pero, díganme, ¿acaso no es lo mismo que pretenden los recién llegados al gobierno autónomo de la Comunidad Valenciana, conformado por socialistas, comunistas y comprometidos con el catalanismo, intentado su reapertura contra viento y marea? ¿Acaso este tripartito antiespañol y anticristiano, no está intentando con su mala praxis y a sabiendas del endeudamiento de la Comunidad, volver a reinaugurar ese medio de adoctrinamiento, claramente deficitario, para volver a utilizarlo como apetecible y jugosa oficina de colocación?
La historia volvió a repetirse cuando Rodríguez Zapatero, de la mano del PSOE, ganó las elecciones en tren de cercanías. El ¡No a la guerra! se diluyó de inmediato como un azucarillo, “los de la ceja”, volvieron a llenar la andorga con suculentas subvenciones, y las calles, que hasta entonces eran volcanes en erupción, volvieron a la calma más absoluta.
No hay que olvidar tampoco lo que sucedió tras el triunfo del PP por mayoría absoluta el día 20 de noviembre de 2011. El implacable diputado del PP, señor Gil Lázaro, cerró su boca y calló para siempre. Ya no volvió a nombrar el “caso faisán”. De atacar a Rubalcaba señalándolo como principal responsable del chivatazo dado por la “policía de las cloacas” a unos asesinos para no ser capturados por la Guardia Civil cuando se iban a reunir en el bar Faisán, pasó a enmudecer como una puta babilónica. Era el preámbulo de la vergonzante conducta que su grupo llevaría a cabo en cuatro años de legislatura, que no fue otra que cumplir a rajatabla con la “hoja de ruta” del bobo solemne, y poner en libertad a los terroristas más sanguinarios junto a narcotraficantes, violadores, y asesinos en serie.
Y por último, ¿qué ha pasado con Podemos? Pues que una vez que su cúpula ha logrado colocarse primero en Estrasburgo, después en ayuntamientos y gobiernos autonómicos, y ahora en la carrera de San Jerónimo, convirtiéndose en “casta”, se ha vuelto a producir el “milagro”: Se acabaron los escraches; los “rodea el Congreso”; la guerrilla urbana; los viajes a Venezuela; y el fin de los enfrentamientos con la Policía. Y mientras, cientos de sus seguidores, que secundaron desde las distintas universidades sus repetidas convocatorias a través de las redes sociales, y que aspiran a seguir okupando mientras les llega una vivienda gratuita y la paga prometida sin tener que trabajar, están a la espera de que su “jefe político” consiga llegar al poder para colocarlos a todos en la función pública, del mismo modo que hicieron con los suyos los dos partidos que han conformado durante décadas el llamado bipartidismo.
¡Amén!