El odio que vuelve
Juan Van Halen.- He vivido lo suficiente para tener bastante cumplido mi cupo de asombros desde un cúmulo de experiencias a la espalda y tras dedicar buena parte de ese tiempo a escudriñar las amarillentas páginas de la Historia que tanto enseñan. Acaso por ello no me sorprende demasiado la realidad política del país, ya que no es difícil encontrarle antecedentes. Incluso a las estrategias y consecuencias de la irrupción de la que sus enunciadores llaman «nueva política», que, por cierto, se nos desvela cada vez más vieja.
A casi cuarenta años de aprobada la Constitución, con una democracia consolidada, hay quienes han asumido mirar por el retrovisor, volver a caminar al borde del precipicio, declarar superada la referencia que supone la comúnmente alabada Transición española y sustituirla por otra referencia: la Segunda República, a la que consideran, amnésicos políticos o ignorantes, un régimen idílico y por ello ejemplar.
No comparto como artículo de fe que el pueblo no se equivoca nunca. Se trata de una cantinela buenista que la Historia ha desmentido no poco. Hitler llegó al poder tras unas elecciones, como Chávez, y los dos tras encabezar intentonas golpistas. Podrían citarse otros muchos ejemplos de desvíos del pueblo soberano que acabaron mal. La estrategia siempre coincide: una vez en el Gobierno, se reforma profundamente la Constitución y se desemboca en un poder personal. Del cambio del Gobierno se pasa al cambio del sistema. A cualquiera que haya leído los textos de nuestros populistas este tránsito no le sorprenderá. Tampoco los escenarios. El proceso encuentra su caldo de cultivo en una crisis económica, una crisis de valores y una crisis de identidad nacional, con el aderezo del desprestigio desbocado -e inducido- de la llamada clase política.
Nuestro populismo casero viene del leninismo. En la Rusia de 1917, al fondo de aquella estrategia revolucionaria había, además, una guerra impopular. La Revolución de Octubre contó como colaborador necesario con el bienintencionado y ciego Kérenski que hizo fracasar el golpe derechista de Kornílov, pero con ello favoreció, sin desearlo, el golpe bolchevique de Lenin, su paisano y alumno de su padre. Mientras, las pugnas entre moderados y radicales del bolchevismo recuerdan, salvando las abismales distancias de situación y cultura y talla política de sus protagonistas, los actuales palmetazos más o menos ficticios entre errejonistas e iglesistas en ese conglomerado contradictorio que vende humo y encuentra quien lo compra.
Unos ciudadanos hartos y desorientados no buscan ideas profundas ni promesas factibles, sino un mero enunciado de soluciones simples para problemas complejos, lo que ya Cánovas consideraba una imposibilidad. Desde aquella imagen de la Rusia revolucionaria no sería fácil identificar hoy a nuestro Kérenski. Quien más cerca estuvo de serlo, y a lo grande, fue Sánchez; Zapatero, en lo que pudo y le dio tiempo, lo fue.
En no pocas ocasiones, ese aderezo que persigue conseguir una clase política bajo mínimos de consideración social lo aporta la despreciable lacra de la corrupción convenientemente salpimentada por medios de comunicación unidireccionales e insistentes, interminables desarrollos judiciales, utilización de secretos de sumarios cuyas filtraciones no se investigan, condenas mediáticas y linchamientos morales que arrasan honor y familias, y destierro de la constitucional presunción de inocencia. También desde un entendimiento de la corrupción a la medida de la conveniencia partidista engrasada por la ceguera de alguna formación política inodora, incolora e insípida que proclama la regeneración y ejerce la condena previa e indiscriminada, actitud a la que se suma cierta derecha apocada que muchas veces acepta las ideas ajenas y orilla las propias.
Es doloroso recordar que ese acoso a la presunción de inocencia ya se cobró el suicidio del senador socialista Carlos Piquer en los noventa, y recientemente la muerte de la senadora Rita Barberá, sobre la que se cernía, por blanquear supuestamente mil euros, lo que ella negó, una petición de condena parecida a la que recibió en su día Otegui por el intento de reconstruir Batasuna. Y hay más trágicos ejemplos. No conozco la conmiseración de ningún fiscal, juez o periodista que diera por más que probables, o contribuyera a que se considerasen como tales, anticipadas condenas que acabaron en absoluciones, aunque el daño ya estaba hecho, al adjudicarles la culpabilidad irresponsablemente cada día poderosos medios de comunicación.
En este sombrío panorama lo más inquietante no es la estrategia de la mirada atrás, sino el odio, por más que también represente una vuelta al pasado. El odio aparece rampante y cada vez mejor alimentado. Ha retornado a espacios que en la democracia de 1978 aparecían libres hasta ahora de esa letal contaminación, como el Parlamento. Escuchando ciertas rufianescas intervenciones, ciertos gestos groseros, ciertas burlas a la más elemental educación incluso ante el Rey, en una Cámara por tantos motivos respetable, me pregunto cómo se ha llegado a esta situación, y la respuesta, aparte de en la debilidad y cobardía de algunos, está en la Historia. Se han resucitado estrategias del pasado, aquellas que se aprovechan de un paisaje de crisis, que manipulan la verdad, que juegan al disfraz político, que utilizan los resortes del sistema con la intención de derribarlo desde dentro.
No pocos de los que pueden atribuirse la resurrección del odio se acompañan a menudo de banderas republicanas. Incluso en el Parlamento y en ocasión solemne desplegaron una enseña tricolor que evidencia su mirada a un pasado plagado de amenazas y violencias, también en el ámbito parlamentario, como advertirá quien repase el «Diario de Sesiones» de aquel turbulento 1936. No debe extrañarnos demasiado la mitificación de la Segunda República. El odio fue un sentimiento de circulación normal en aquella fallida experiencia histórica.
Francisco Largo Caballero, llamado con su beneplácito «Lenin español», no engañó a nadie. Acaso por ello cuenta con un monumento en Madrid, cuando él mismo se reconoció un golpista. De él son estas tres citas que reproduzco para aviso de navegantes: 1. «La clase obrera debe adueñarse del poder político convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo. Y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la revolución». 2. «Ahora, después del triunfo, se precisará salir a la calle con un fusil al brazo y la muerte al costado. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas. Nosotros las realizamos». 3. «La clase obrera tiene que hacer la revolución. Si no nos dejan, iremos a la guerra civil».
Estas palabras fueron pronunciadas en 1936 en un clima nacional idílico, de normalidad, legalidad y paz envidiables, según algunos. Sartre dejó escrito: «Basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya recorriendo la humanidad entera».
Excelente articulo