Mi hermano César
Se ha ido al inmortal seguro, como decía Fray Luis en su oda a la Ascensión de Cristo -rompiendo el puro aire- una madrugada de Adviento, casi al alba, camino de esta Navidad del 16, en la mayor paz y tranquilidad -podía leerse en su rostro dormido- y a mí como a tantos otros próximos, que le queríamos porque le frecuentábamos, y viceversa, nos ha dejado en este valle hondo, escuro, con soledad y llanto. Es lo que sentimos, tal como lo dijera el huésped de Nuestra Señora de Gracia, cabe el puente del Duero en Soria.
Ha partido desde el Escorial al Cielo, que queda muy cerca, y al que se accede un poco más allá del Abantos y de las Machotas. Nosotros hemos trasladado y dejado sus restos, como era su deseo, en Soria, en el alto Espino, en el que estaba su tierra desde que vio la luz allí, en el 37 y junto a nuestros padres, tíos, abuelos y el tatarabuelo Leandro –el mejor hombre del mundo según coetáneos- en compañía de los gatos que pululan por allí, de los pajarillos que anidan en los cipreses y a la vela de la ya vieja Mercedes, que cuida las sepulturas de su marido y de los amigos y les reza, desde hace más de cincuenta años y a la que conocimos cuando mocita.
Y fue después de encomendarle, en un íntimo y próximo funeral, bajo el manto de santa María del Espino, a la celestial Señora, a quién nunca hemos olvidado. Allí, a la vez que el párroco, qué, si bien no era don Teogenes, como hubiera querido -pero ya se sabe lo que es ley de vida y precesión en el signo de la fe- al fin, como si lo fuese, oficiaba también un viejo amigo, Pepe Sotillos, bisabuelo, con ocho mil misas y de la familia, de la casa de siempre y eso, cuando vivimos el desconcierto este que nos produce la muerte puñetera, es muy de agradecer.
El destilado de paz, certeza y tranquilidad que emana de su tránsito, deja a la vista que es nuestro deseo frustrado de que todo lo que amamos siga tal cual, cuando sabemos a ciencia cierta lo caducos y frágiles que somos, lo que nos hace dolernos, llorar y sufrir. Se cumplen los plazos establecidos por el Padre, que es el que sabe y administra y ya está.
En el caso de mi hermano, nos lo viene regalando desde hace muchos años, incluida prórroga y descuento. Desde hace más de veinte, que se tuvo que confinar en el microclima de El Escorial, vivía en precario. Era un okupa del tiempo y del espacio por la gracia de Dios. Lo ha disfrutado a modo, asumido y sin queja alguna, que es la gran lección magistral que nos lega, porque era consciente de ello y el Padre lo ha valorado y ha tenido a bien darle una salida dulce, en tiempo y forma y en plan privilegiado. Es muy de agradecer -y así debemos hacerlo- este obsequio inmerecido con el que nos ha distinguido a tantos y durante tanto tiempo. César sabía en verdad cómo funciona esto, estaba en el secreto por sus experiencias físicas, clínicas y de las otras, las tangenciales y siempre formaba con el petate y el correaje, listo para el caso. No me cabe duda de que era así. Siempre lo he percibido. Yo le decía profesional y se reía a la que trasegaba cortisona y otras guarrerías de las que vivía y que se lo comían a poquitos.
Durante gran parte de mi vida, sobre todo en mi infancia, era mi hermano mayor y yo le contemplaba con el respeto y la admiración que merecía. De él aprendí desde a peinarme con raya, a anudarme la corbata, a cuidar mis juguetes y mi ropa, que eran heredados en muchos casos, lustrar mis zapatos y tantas cosas más. Cuando bachiller, me impresionaba ver cómo manejaba la tinta china, el compás, el tiralíneas, la escuadra, el cartabón y la bigotera y cómo se arreglaba, con sus knickers, sus botas con dos calcetines y se peinaba como un pincel, los jueves o los viernes, ya de noche y asistía a reuniones de la juventud antoniana, y más adelante de la del Carmelo y hablaba con cariño y admiración de sus amigos Pablo Luis, Kokoto, el Niño de las gambas, Angelito Antón, el padre Moisés… y en semana Santa procesionaba con la cofradía del Ecce Homo y traía una palma a casa, en Ramos, que ponía en su balcón.
Recuerdo la preparación de sus excursiones mañaneras, con luz de domingo y heladoras, cuando iba de pajarillas con Joselito y otros amigos y las capturaban con reclamo y liga sobre cardos, por Santa Bárbara y la Fuente del Rey y cuánto sabía de jilgueros, de turis y de lagartos, que cuidaba en jaulas, alimentaba con alpiste y cañamones y le cantaban que para qué –salvo el lagarto que bufaba- y cuando moría alguno –tras diagnosticarlo con certeza, porque se ponía mantudo- lo amortajaba y embalsamaba en una caja de tarjetas. Si eran los lagartos los difuntos, con Luis Susín, que después fue cirujano, los escalpelaban y curaban la piel con sal. Con Luis, de grato recuerdo, andaban por el quirófano de su padre y se proveían de alcohol, éter etílico y esparadrapo, para las conservaciones anatómicas, que hacían en tubos de ensayo.
Para mi fascinación y la de nuestras cuatro hermanas, con una lamparilla de alcohol y un soplete de boca, de latón, hacía perlas de bórax, de forma misteriosa y preparaba la sala con una sábana y sillas en filas y nos proyectaba películas en el Pathé Kid de reóstato fundebombillas, en sesiones dominicales (Au pain sec, Harold Lloyd, el Gato Félix), con ambigú de cacahuetes, chufas y cosas así, a todos los hermanos y a nuestros vecinos los Susín, que eran ocho y lanzaba desde el balcón de su habitación -que era un tercero- un paracaidista que bajábamos a esperar los peques. También hacía pólvora y cohetes que espantaban a las caballerías. No paraba. Leía a Salgari y hacía tantas cosas que me llenaban de admiración y respeto, como era el manejo de su tiragomas y el cuidado de la bicicleta, sus radios de galena o la maqueta de velero que construía con precisión y paciencia y que volaba. Una diferencia de siete años, en esas edades es todo un grado de jerarquía. No te digo nada cuando asistió al XXXV Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona, con Falange, en los últimos días de mayo de 1952, en la caja de un camión -sin más que su armónica- ni se sabe cuántas horas y de lo que me trajo una lata de carne y un hachón de resina y cuerda, mientras a mí e enseñaban lo de:
De rodillas, Señor, ante el sagrario,
que guarda cuanto queda,
de amor y de humildad.
Cuando esquiaba en Piqueras los domingos, en aquellos inviernos largos y duros, con Arcocha, Mimí, las Morales, los Comas y sus amigos, lo hacía de un modo esforzado y gentil y yo miraba cómo daba cera a sus esquíes y cómo impermeabilizaba sus botas, y asistía a misa de siete en los franciscanos, para luego caminar desde la Póveda, donde les dejaba el autobús –el Chato del Marina- al refugio de la pista, y lo hacían por donde no pasaban las quitanieves, con bastones y esquíes al hombro y años después lo hice yo y cantábamos las mismas canciones, como aquella de,
Qué lindo es Candanchú con nieve,
qué pistas tan bonitas tiene.
Así será mi amor primero,
si tú me das un beso chiquitín.
y,
Se prohíbe blasfemar,
se prohíbe escupir,
en los coches de Gonzalo Ruiz…
y éramos felices.
Cuando yo ingresé en el bachillerato, en el mismo instituto jesuítico de la Aduana Vieja, él y mi hermana Makan, que era un año y medio mayor que él, lo que siempre le hizo ir adelantado, por estudiar juntos -bien latín con don Casiano, bien francés con madame Trouyou- habían terminado Preu, y les permitían fumar por los claustros, por los que paseaban y galleaban ufanos, tanto chicas -como la inolvidable Ana Manrique- como compañeros de la categoría de Ramiro Cercós, Raúl Pisano, Blanch Moliné, Vicente Molina, Santorum y tantos otros, que han vivido en su recuerdo por siempre. Eso era señorío y usía. Los veranos eran tiempos de sus amigos Toni Valladares y Jean Claude, con los que guitarreaba y cantaba cosas de Georges Brassens y Jacques Brel y la pandilla de chicos y chicas de su tiempo, guateques y excursiones, Mirador-bar, junto al Duero y barcas, como los tres Solans, Julito Ruiz Zorrilla, Juanma Morales, Cristina Susín, Josefita, la Martinez Laya, la Zambalamberri, los Bezares y tantos otros. En ella militaban, por edad, tres de mis hermanas y la que después sería su mujer, Adela, Tatina.
Siempre tuvo una inclinación señalada hacia la poesía. Poco a poco, se hizo poeta y mucho. Escribía que se mataba, sobre todo en las madrugadas, porque fue mal dormidor de siempre y la íntima amistad de nuestro padre con Gerardo Diego, le permitió que le leyese, le orientase y le aconsejase con cariño severo, lo que le puso tras la perfección de los sonetos y le obligó a la disciplina de la ortodoxia. También tuvo la tutoría de nuestro tío Benito, que era un buen poeta y guitarrista –amigo de Narciso Yepes, nada menos- y que puso en nuestras vidas una guitarra (Julve) y un búho real disecado sobre una percha, que le acompañaba en las noches, y tenía la gracia que le fue negada a nuestro padre. Como ejemplo, una estrofa en cuarteta, que encontré en un libro de Lógica de su bachillerato, que conservo,
Hay tribunales de cuentas,
hay tribunales de cuentos,
y si tribunales cuentas,
hay tribunales a cientos.
También los encantadores, válidos y fraternos críticos Dámaso Santos, padre e hijo –a lo Dumas- fueron sus confidentes poéticos. Más adelante le leyó y le encarriló muy certeramente -fue su mentor- Jaime Delgado Martín, el poeta de Segovia nacido en Madrid, que fue catedrático de Historia de América toda su vida, en Barcelona, a quien le unió una profunda amistad, admiración y camaradería. Luis Rosales fue para él un paradigma al que siempre admiró y mantuvo su casa encendida de poesía, como Rafael Morales o Dionisio Ridruejo. Hoy, deja en su leonera de trabajo, su gabinete secreto, una importante biblioteca de poesía castellana que hay que conservar. Viene a mi memoria, sin esfuerzo, uno de sus primeros poemas, que me pareció algo serio, sonoro y que indicaba que sabía lo que hacía y lo que buscaba:
Transitan lentos los carros,
por caminos y veredas,
triturando los guijarros,
con los hierros de sus ruedas.
Poema este, que sin duda expuso a nuestro tío y con él desentrañaría, en alguna tarde de cariñosos comentarios de preceptiva y le descubriría y confirmaría su vocación y sus desvelos, al fin, en busca de palabras de verdad, que atraviesan las meninges, para llegar al corazón, lo que es la poesía. Después vendrían más y más, hasta componer libros de temáticas intimistas y desarrollar una sensibilidad y un verbo certero, rico y elocuente para intentar decir lo inefable.
Esto, su bonhomía y su cuidadoso atildamiento le valió innúmeros éxitos con las mujeres, porque se queda muy bien con ellas entre quintillas y serventesios, silvas, sonetos, cuartetas y tetrástrofos monorrimos, que son la disciplina, la instrucción con la que afilar las armas. A las mujeres les gusta ser objeto de poemas y les da flojera figurar en un soneto a lo doña Violante Pardo.
Pasó por la IPS, en Monte la Reina, siete años antes que yo y me mostró el camino a seguir para con la patria. Enamoradizo y atento, estudioso y cumplidor transcurrió su carrera, su preparación de abogacía del Estado, en la que tenía el handicap de su tartajeo selectivo, porque recitando y declamando, no tenía ninguna dificultad. Lo demostró sobradamente cuando recibió en Madrid el premio Vicente Aleixandre de poesía, que era el culmen de su consagración, de manos de Alberto Closas y de tantas otras publicaciones y galardones en sus años de Bilbao, ya en su vida laboral, pero le traicionaba cuando menos falta le hacía.
Su sólida preparación y laboriosidad, le garantizaron una fructífera vida profesional y un feliz matrimonio, entrañable, con Tatina, su viuda, como tantas veces la llamaba, que se truncó con su afección respiratoria que le hacía incompatible con el clima de Bilbao y le suponía una invalidez absoluta. Ni una queja. Siempre conforme con la voluntad de Dios, aceptó su retirada, se volcó en los suyos, en su quehacer diario de escribir, leer y jardinear o hacer juliana y siempre atado a la terapia tóxica, que le trajo graves males medicamentosos. Cuántas noches le acompañara los desvelos su perra Chusta, su lobita, a la que tanto quería. Tras la muerte de nuestro padre, había asumido su lugar de patriarca y lo ejerció sin una sola grieta, con generosidad sin límites y un desprendimiento franciscano. Nuestra madre se sabía apoyada, porque sentía su voluntad inagotable de dar esperanza y ayuda a quien la necesitase, como dejó escrito, testamentariamente, en las estrofas que dedicó a nuestro padre cuando se fue al cielo en mayo del 81. El primero en llegar a su funeral en Madrid, y al que salió mi hermano a su encuentro para abrazarle, fue Gerardo Diego, que ya semejaba un monumento en bronce, al que tan sólo faltaban unas palomas sobre el sombrero.
Ahí es cuando yo comencé a encontrar a mi gran amigo, según la vida y las edades iban igualándonos y alcanzándonos y las granadas del tiempo abatían a seres queridos y próximos y comenzó una fase de camaradería, encuentros y largos convivios a calzón tirado, entre risas, chanzas, recitados, copas de buen vino y guisos de Tati, en torno a la gran mesa de su cocina, a la que pasábamos horas sin cuento. Me satisfacía llevarle tartas de capuchina, que le privaban. Cada año en Navidad escribía un villancico trabajado y valioso, lleno de recuerdos y ternura, que nos hacía llegar con su décimo de lotería, y yo aprendía de él y atesoraba ideas, aunque me retenía cierto pudor ante tan larga y lúcida obra.
Nuestro padre, más de una vez, en la vida de estudio, nos había predicado que hay momentos en que, llegados, hay que dejar de cargar el cañón y disparar. Y así comencé a tantear, hasta que, en un momento –no hace más de siete u ocho años- puse en sus manos un poema de Navidad que le sorprendió y nunca olvidaré su comentario: Has entrado tarde en la poesía, pero lo haces por la puerta grande, hermanito. El elogio de mi hermana mayor, fue más allá y tanto de agradecer. Hay que conocerla: ¿De donde lo has copiado? me dijo.
Luego me lancé a la prosa, ahíto el cañón –durante tantos años- de lecturas, desde Anatole France, a José Pla, pasando por Miró, Camus, Pérez Galdós, Zola… clásicos, al fin –jamás bestsellers- tanto en la Austral, como en la Universal y Aguilar, de las que era devoto nuestro padre y llenaban su biblioteca y de mis adquisiciones en la cuesta de Moyano y en las ferias de Recoletos -siempre fiel, eso sí, a Defoe, Verne y Stevenson- comencé con cuentos de Navidad, siguiendo su trazo y otros profanos, que le gustaban, le hacían reír, los elogiaba y me los puntuaba –porque yo vivía alejado de la prosodia y de la puntuación- y escribía para él y para algunos amigos y amigas mías, muy queridos y próximos, a fin de cubicar y enterarme donde estaba, cual era mi sitio y me iba creciendo, perdiendo el pudor y soltándome el pelo, con sus críticas y observaciones.
No me preocupaba del estilo. Fluía, enganchaba y eso era lo que nos importaba. Y digo nos, casi como los Goncourt, porque estoy seguro de qué, si los hubiese dejado a medias, no le habría costado terminarlos. Nos entendíamos muy bien y nos conocíamos a fondo. Recuerdo haber leído, creo que en Alfonso Daudet, que cuando murió uno de los hermanos Goncourt, era tan impresionante la cara de tristeza que mostraba el fallecido, que destrozaba al supérstite. No es mi caso. El gesto de mi hermano en su féretro, era de una apacibilidad amable, cercana y muy tranquilizadora. En mi último cuento, que no ha leído, sabía exactamente donde iban a brotar sus carcajadas con mis guiños.
Con gente así da gusto vivir, escribir, pintar, recitar, rasguear la guitarra, cantar viejas canciones y apretarse unas patatas a la importancia, o unos huevos fritos empedrados de torreznos, como nos preparaba la Tati –cual ventera- en cualquier atardecer de El Escorial que se los pidiésemos, ya fuese invierno o verano y para los que siempre había un buen pan, mejor vino y turrón, mucho turrón.
Eran horas tangenciales, divinas e irrepetibles. Y como todo lo bueno, viene tasado y medido, porque la clepsidra no para y la arena se desliza entre los bulbos de cristal, se agotó esa etapa feliz y se abre un tiempo nuevo, una era sin él aquí, pero con él allí para siempre, que es una experiencia que ya la vivimos con nuestros padres, nuestra hermana Mimé –a quién tanto lloró- y tantos otros seres queridos, amigos volanderos, y maravillosos que han cruzado nuestro horizonte, como perseidas y hacen de la vida algo mistérico e intrigante, que merece la pena –a veces demasiada- pero que tendrá su ajuste y su explicación total cuando veamos, juntos de nuevo, el tapiz que forma todo esto por la cara bonita y final, lo que ahora es un envés entramado, extraño e incomprensible. Veremos el lado bueno, el de verdad y definitivo. Estoy seguro de que nos agradará mucho, nos gustará el resultado y satisfará sobradamente todas nuestras ansias.
No sabes como lo siento, tantas cosas cuentas que nos unen en el pasado
Lo siento de verdad ,cuantas cosas contadas que no unen en el pasado
Nieves Valladares, ¿porqué no me mandas tu e-mail y el de Tony? el mío [email protected]
Profundo y sentido ese obituario amigo Pelayo.
Mis más sinceras condolencias.