La conspiración de becarios
Manuel Fernández Espinosa/Katehon.- Olvidémonos de todo el universo semántico anejo a la palabra “conspiración”. Pensemos en la etimología: “conspirar” es “aspirar con otros” a algo. En ese sentido empleo aquí el vocablo.
Después de unas décadas la literatura conspiracionista volvió a los mostradores de las librerías españolas. El último discurso de Francisco Franco en la Plaza de Oriente, aquel octubre de 1975, contenía una referencia nada sutil al “contubernio judeo-masónico” y, durante mucho tiempo, en España nadie habló ni escribió sobre conspiraciones masónicas, con la egregia excepción de D. Ricardo de la Cierva (q.e.p.d.) que siempre hizo gala de una independencia intelectual que se confundía con la voz del profeta que clama en el desierto.
De repente, tras mucho tiempo, sin que apenas nadie se atreviera a aludir ni mencionar siquiera la palabra “conspiración”, a buen seguro que por no granjearse la sospecha de “franquista”, autores de tan diversa filiación como Santiago Camacho o César Vidal empezaron a publicar libros con títulos como “La conspiración de los illuminati” o “Los masones. La sociedad secreta más influyente de la historia”, respectivamente; la mayor parte del público lector ignoraba los escritos por D. Ricardo de la Cierva. Y no les fue mal a estos autores, pues el riesgo económico que asumieron las editoriales que se atrevieron a sacar títulos como estos fue recompensado con creces por unas increíbles ventas que indicaban la demanda latente de libros sobre asuntos tales.
Fueron éxitos editoriales a los que, poco antes o después, o simultáneamente (no voy a detenerme en fechas) se le sumaron los libros de Cristina Martín Jiménez (“El Club Bilderberg”) o Daniel Estulin sobre Bilderberg también y otros como el Instituto Tavistock: la sospecha sobre la sorda acción de grupos secretos o semi-secretos que maniobran en la oscuridad se fue haciendo en España con un público cada vez más amplio, siempre ansioso de comprender el papel de esas sociedades secretas en el rumbo que tomaba la sociedad, sin faltarle su punto de morbo. En el éxito de esos libros híbridos que combinan generalidades históricas con el reportaje periodístico hay que contar con el éxito que fue adquiriendo la literatura de ficción extranjera y sus reflejos en la cultura nacional; baste pensar en “El código Da Vinci” de Dan Brown.
Sin que entremos a juzgar críticamente el valor de estas novelas y ensayos-reportajes sobre conspiraciones de todo tipo, tampoco queremos pronunciarnos sobre las razones (¿Más que comerciales? ¿Políticas tal vez?) que hicieron que las editoriales apostaran por saturar el mercado con estos y otros títulos parecidos, el hecho digno de considerar es que el “conspiracionismo” –que, repito, había sido convertido en tema tabú, arrinconado como asunto “políticamente incorrecto” que confinaba con el más rancio franquismo, durante muchísimos años- encontró una receptividad en el público lector español y eso es un mérito que no vamos a regatearle a toda esta literatura más rigurosa o de entretenimiento.
Sin embargo, las cosas son menos novelescas. Si: es más morboso imaginarse un mundo de sórdidos antros en los que, reunidos en claroscuro, un puñado de hombres, ataviados estrafalariamente con mandiles, conspiran para que el mundo se convierta en el peor de los inmundos posibles, en una charca pestilente de corrupción.
Pero, pongamos a un lado esas imágenes que podrían ser materia potencial para novelas y películas, y comprendamos que lo que antaño era “conspiración” en recintos secretos es hoy una actividad que se hace a la luz de todos los que todavía tenemos ojos y que, por supuesto, es perfectamente legal siempre y cuando no se aparte del discurso hegemónico. Olvidémonos de las míticas órdenes de los Illuminatis de Baviera, de los francmasones típicos que se reúnen en sus logias, de rosacruces o magos. La oligarquía financiera, con Bilderberg y bajo muchos otros nombres, domina sobre el mundo occidental y no necesita ocultarse; en todo caso, se camufla en el abigarrado escenario que le ofrecen esas asociaciones míticas. Y, así las cosas, a cualquiera de nosotros nos ofrecen esos clichés, para entretenernos, mientras que nos desayunamos con la última entrega de premios televisada para recompensar el último servicio que un personaje público y respetable acaba de realizar a los planes mundiales.
Sí. Así es. Las cosas son más sencillas. Pensemos en una institución a la que no puede tildársela en modo alguno de siniestra ni secreta: la Eisenhower Fellowships (Becas Eisenhower) que, fundada en 1953, en los Estados Unidos de Norteamérica se dedica a la identificación de líderes de opinión en los países atlantistas: una vez detectados, los capta y les ofrece la difícilmente rechazable oferta de financiarles programas de “formación” que optimiza sus títulos profesionales, los prestigia, amplía sus contactos y los pone al servicio de la hoja de ruta que marca el Nuevo Orden Mundial.
Se trata de una elite internacional que no se conforma con captar políticos: presidentes, ministros, secretarios de estado… También llama a sus filas a líderes universitarios, empresariales, periodísticos. ¿Quién va a negarse a un prometedor horizonte profesional que te aseguran tus patronos si eres dócil? Y este tipo de instituciones hacen todo eso con el marchamo de construir un “mundo mejor”, “próspero”, “libre” y “en paz”. ¿Quién puede oponerse a esas metas tan desiderables? Sólo una mala bestia reaccionaria o un perroflauta que no tiene donde caerse muerto podrían estar en contra de una institución que inspira una actividad coordinada hacia semejantes propósitos de bien universal, válganos Dios.
España no podía faltar en la Eisenhower Fellowshisp. Nada más y nada menos que en la Universidad de Alicante, en 1997, se celebró un Congreso Mundial Eisenhower, bajo la batuta del arquitecto urbanista, economista y sociólogo Alfonso Vegara y la de Andrés Pedreño, director del Instituto de Economía Internacional de la Universidad de Alicante, sede universitaria española que acogió dicho Congreso. Y, en ese mismo evento, el Presidente Adrian Basora concedió a España la distinción de un “Single Nation Program”. La asociación en España está presidida por el abogado Rafael Cremades (a quien la revista FORBES designó como uno de los abogados más influyentes en todo el mundo) y, entre los becarios más conspicuos, se encuentran los españoles Fernando Ballestero (embajador jefe de la representación permanente de España en la OCDE), Manuel Desantes (director de la Oficina Europea de Patentes), Rafael Repullo (director del Centro de Estudios Monetarios y Financieros). Forma parte también de los Becarios Eisenhower la politóloga y profesora universitaria Eduarne Uriarte, más conocida por ser asidua contertulia de programas televisivos.
La asociación concede en España el “First Amendment Award” a un factótum de “nuestra” prensa nacional cada año; ya lo han recibido Pedro J. Ramírez, Juan Luis Cebrián o Gloria Lomana.
¿Ve usted? Cuando la próxima vez piense usted que existen conspiraciones, no se figure usted a una cuadrilla de encapuchados, celebrando horrendos ceremoniales en lóbregos cubículos. Piense, más bien, en personas decentes que ve usted todos los días o los lee en sus columnas de opinión, todos aspirando juntos por un mundo mejor y en paz, por supuesto que sí. Basta con afiliar a unos cuantos “profesionales liberales”, prestigiarlos ante la opinión pública y darle las consignas para que usted tenga hasta en la sopa lo malo que es Al Asad en Siria, o lo malo malísimo que es Putin y la Rusia de Putin. Y usted estará encantado… Y, ya sabe, aquí el que tiene turbios intereses es Pablo Iglesias con Venezuela y con Irán.
Mientras nuestras elites políticas, profesionales y culturales estén financiadas por entidades extranjeras no tendremos en modo alguno elites propias, sino gavillas de cipayos al servicio de intereses extra-españoles.