Vuda y muerte de Julio César
José María Ortuño Sánchez-Pedreño*.- Cayo Julio César nació en Roma el 12 de julio del año 100 a.C. (según algunos autores en el 102). Eran los Julios una noble familia patricia de Roma, aunque de poco relieve político y económico. En su árbol genealógico se cuentan varios cuestores, pretores y hasta dos cónsules, que militaban en el partido aristocrático o en el democrático. Los Julios pretendían que su origen se remontaba hasta Venus, a través de Eneas y, en opinión de algunos, también descendía de Anco Marcio, cuarto rey de Roma. Su padre, Cayo, ocupó el cargo de pretor, no sabemos en qué año, y Aurelia, su madre, descendía de familia poderosa.
Cuando tenía 16 años, su padre pretendió casarle con Cosuttia, hija de simples aunque opulentos caballeros, según el cronista Suetonio. Ya prometidos, sobrevino inesperadamente la muerte de su padre. Rompió el compromiso y tomó por mujer a Cornelia, hija de Cinna, el jefe del partido de Mario. A la edad de 17 años fue nombrado sacerdote de Júpiter por su tío Mario y proscrito por Sila, el enemigo mortal de Mario, que perseguía a César porque éste se había negado a separarse de Cornelia. Intervino Sila y le ordenó el divorcio. César se negó y, por ello, tuvo que huir de Roma, refugiándose en tierras danubianas. En Roma, los personajes de mayor importancia y hasta las vestales pidieron a Sila que perdonase a César y aquél, no sin resistencia, le perdonó la vida diciendo: “Vosotros lo queréis, sea; pero sabed que este joven destruirá algún día a la aristocracia, porque veo en él muchos Marios”. César no regresó a Italia hasta que supo la muerte del dictador y aprovechó el tiempo que permaneció en Asia para asistir a varias campañas militares, a las órdenes de los pretores romanos, hallándose en el sitio de Mitilene bajo el mando del pretor Termo.
Ya en Roma, se presentó en el foro, en el que sostuvo, sin resultados favorables,varias acusaciones, en una de las cuales tuvo como adversario al célebre Hortensio. Durante algún tiempo observó la actitud de los partidos, buscando la ocasión oportuna de aumentar su importancia política en medio de los disturbios públicos y de las luchas de facciones opuestas. Luego, para perfeccionarse en la elocuencia, marchó a Rodas, a fin de recibir las lecciones del retórico Apolonio Molón. En el camino fue hecho prisionero por unos piratas, que le exigieron el rescate de veinte talentos. César elevó esta suma a la cantidad de cincuenta talentos, pero anunciando a los piratas que les castigaría y los crucificaría a todos. Y así sucedió en la realidad, pues César, una vez en libertad, armó algunas naves, persiguió a los piratas, prendió a varios de éstos y los hizo morir en la cruz, pasando enseguida a Rodas. Se encontraba en esta isla cuando Mitrídates, rey del Ponto, atacó las provincias aliadas de Roma. César pasó al continente, juntó tropas, y, aunque no tenía misión alguna, combatió y rechazó la invasión del poderoso rey del Ponto.
De vuelta en Roma (74 a.C.), cuando acababa de ser elegido miembro del Colegio de los Pontífices, buscó el favor popular con hábiles adulaciones y repartos abundantes. Elocuente, audaz, disoluto, pródigo hasta la locura, gastaba sin medida y contraía deudas inmensas, para cuya satisfacción no tenía otro recurso que los de la guerra civil y las revoluciones. Se desarrollaron entonces sus sentimientos, o mejor, sus cálculos democráticos. Quiso ser el primero en su patria y, como en el partido republicano hubiese hallado muchos rivales, prefirió abrazar la causa del pueblo, confiando en que éste sería dócil instrumento de sus planes. Fue nombrado sucesivamente tribuno militar, questor y edil. Explotó el amor del pueblo y de los soldados al recuerdo de Mario, cuya estatua volvió a colocar en el Capitolio. Apoyó a Pompeyo para que se restituyese a los tribunos de la plebe todos los derechos que les privó Sila y encaminó todos sus actos a favorecer las pasiones populares que mortificaban al Senado y a la aristocracia. Distribuciones, juegos, luchas de gladiadores o de animales, banquetes públicos, todo lo prodigó para aumentar su partido. De este modo obtuvo el nombramiento de Soberano Pontífice, a pesar de sus costumbres y de sus ideas próximas al ateísmo.
No mucho después fue elegido questor provincial y enviado a Hispania (69 a.C.). Pretor en los momentos en que la conjuración de Catilina era descubierta, se le culpó de complicidad en ella. No pudieron sin embargo sus enemigos encontrar quien le delatara. Pero las sospechas contra él crecieron cuando en el Senado pronunció una arenga muy elocuente, defendiendo que los partidarios de Catilina no podían ser ejecutados como reos de lesa nación, porque las leyes prohibían dar muerte a un romano. Todos los senadores le aplaudieron. Pero el severo Catón habló en sentido inverso y el Senado aceptó la opinión de éste último, trocándose en censuras los elogios antes prodigados a César. Uno de los senadores se ofreció a probar que César había estado en connivencia con Catilina. Pero Cicerón rechazó esta propuesta, temiendo que el mucho crédito de que disfrutaba César pudiera salvar a los demás conspiradores y dar el triunfo a Catilina. Disuelto el Senado, vio Cicerón que los caballeros que estaban de guardia le miraban fijamente, con la punta de sus espadas dirigidas contra César, esperando que le hiciera alguna señal para matarlo. Cicerón les indicó con sus miradas muy significativas le dejaran salir sin ofenderle, persuadido de que un acto tan ilegal y alevoso perjudicaría a la causa de la res publica.
Durante el tiempo en que César era pretor, un joven corrompido, Publio Clodio, se introdujo, disfrazado de mujer, en la casa de César mientras se celebraban las fiestas de la Buena Diosa, con el propósito de acercarse a Pompeya, esposa de César e hija de Pompeyo Rufo, y de acuerdo con ella. Descubierto y expulsado, Clodio fue sometido a un proceso como sacrílego, si bien logró ser absuelto porque el pueblo se declaró en su favor y por la venalidad de los jueces. César, no obstante, repudió a Pompeya e, intimado a formular sobre sus cargos contra Clodio, contestó que nada sabía. Entonces le preguntaron qué motivos le impulsaron a repudiar a su mujer. El ofendido César contestó: “La mujer de César no sólo ha de ser honrada, sino también parecerlo”.
Cuando dejó de ser pretor, César fue destinado por suerte (año 61 a.C.) para el gobierno de la Hispania Ulterior y, aunque sus acreedores se opusieron a su partida, pudo salir hacia la Península Ibérica después de que Craso, el hombre más opulento de Roma, saliera de fiador de Julio César y se obligó a pagar a los acreedores de César una fianza de unos 830 talentos. Al atravesar los Alpes, llegaron a una pequeña aldea, cuyos habitantes, sumidos en la más extremada miseria, hirieron en tales términos la vista de los romanos, que algunos amigos de César le dijeron en tono satírico: “Sería bueno averiguar si en esta aldea se solicitan con anhelo los cargos y si los primeros puestos excitan rivalidad y grandes disputas”. A lo que César contestó: “Mejor quisiera ser el primero entre estos pobres bárbaros que el segundo en Roma”.
La primera vez que había estado en Hispania en calidad de questor, vertió lágrimas ante un busto de Alejandro Magno que adornaba el templo de Hércules en Cádiz, diciendo a los que le preguntaron por su aflicción: “¿Creéis que no son justas mis lágrimas, cuando considero que Alejandro a mi edad había sometido tantos pueblos y yo no he hecho nada memorable?”. Al pisar de nuevo suelo hispano, ya como Pretor de la Ulterior, conocía César, por su estancia anterior, las costumbres y leyes de los pueblos de la Península. Gozaba ésta de gran tranquilidad. Pero como el pretor necesitaba gloria militar y riquezas, marchó con 15000 hombres hacia el monte Herminio, hoy Sierra de la Estrella, y mandó acuchillar a los habitantes que se negaron a establecerse en el llano. Alcanzó en la fuga a los demás que, con sus familias y ganados, huían a Galicia y mandó matar a cuantos pudo hallar, mostrándose violento y cruel en demasía, si bien no dejó de experimentar algún contratiempo.
Al mando de una pequeña escuadra, recorrió las costas de Galicia, tocando en el puerto de Betanzos y desembarcando en el puerto de La Coruña. Los habitantes de aquellas regiones, que veían por primera vez a los romanos, se sometieron sin oponer resistencia. César dominó enteramente la Lusitania y a los que los cronistas de la época llamaban galacios lucenses. Regresó a Italia con oro abundante para satisfacer sus deudas y comprar partidarios. Justo es de declarar, sin embargo, que Julio César prestó a España servicios realmente útiles, entre ellos el de dar una ley favorable al comercio y a la agricultura, cuyo preámbulo escribió él mismo con mucha elegancia. A su regreso a Italia renunció César a los honores del triunfó y alcanzó, con apoyo de Pompeyo y Craso, el consulado. Los tres formaron una especie de asociación para dominar la República. Es lo que en historia se conoce como el primer triunvirato (60 a.C.).
Cada uno de los triunviros aspiraba a dominar exclusivamente el vasto territorio romano. Pero la necesidad les obligó a unirse para triunfar sobre todos los enemigos y preparar el día en que el más poderoso se librara de sus colegas. Pompeyo tenía gran popularidad por sus victorias. Craso debía su influencia a sus grandes riquezas. César poseía un vasto genio político y militar que realmente le hacía superior a los dos.
Fuerte con el apoyo del pueblo, Julio César obró casi como un soberano y propuso una ley agraria, redactada en términos tan comedidos y moderados, que los senadores no osaron rechazarla. César declaró que no quería adoptar medida alguna sin el consentimiento previo del Senado y decía que se abstendría en la votación para que no se creyese que deseaba nombrar amigos suyos para efectuar el reparto de tierras que la ley proponía. Retardaron los senadores cada día más su consentimiento. Más tarde pretendieron, siguiendo la conducta de Bíbulo y Catón, oponerse a la proposición de César. Pero éste convocó al pueblo y la actitud popular, junto a la más enérgica de Pompeyo y Craso, triunfaron entre los senadores y la ley fue aprobada.
Los triunviros, no contentos con gobernar la República a su capricho, mostraron cierto espíritu de venganza, que infundía temor a los hombres más resueltos y poderosos. César se unió en matrimonio con Calpurnia, hija de Lucio Pisón, próximo a sucederle en el consulado, y casó a su hija Julia con Pompeyo. Por este doble parentesco afirmó su poder y, mediante la protección del suegro y del yerno, obtuvo por cinco años el gobierno de la Galia Cisalpina y de la Iliria, regiones a las que el Senado agregó la Galia Transalpina. Su gobierno duró nueve años porque logró que se le prorrogase el tiempo de su mando. La noticia de que los helvecios habían abandonado su país con ánimo de pasar a las Galias, por el camino de Ginebra, obligó a César a salir precipitadamente de Roma.
En el breve espacio de ocho días llegó a orillas del río Ródano, derrotó muy pronto a los helvecios y, triunfando en numerosos obstáculos, logró que los vencidos regresaran a su país. Enseguida luchó contra Ariovisto, rey de los germanos, que tenía oprimidos a los eduos, secuanos y otros pueblos de la Galia. Alcanzó una señalada victoria contra las tropas germanas, logrando que Ariovisto huyese hasta más allá de Rhin, en el año 58 a.C. Esta es la primera campaña de César en las Galias.
No es posible seguir paso a paso los triunfos de César en las Galias. En su segunda campaña conquistó Bélgica (57 a.C.). En la tercera, en el año 56 a.C., conquistó la Aquitania y la Armórica. En la cuarta hizo dos expediciones, una a Germania y otra a Bretaña (55 a.C.). El año siguiente, en la quinta campaña dominó el sur de Inglaterra. En lo sucesivo tuvo que desorganizar las coaliciones de varios pueblos galos, siendo la más formidable la promovida por Vercingétorix, que terminó en el sitio y toma de Alesia (51 a.C.), quedando sometida definitivamente la Galia. Unas 800 plazas y más de 300 pueblos sometió César en estas campañas. Más de 3.000.000 millones de hombres reconocieron la autoridad de Roma. Todo el país hasta el Rhin quedó reducido a provincia romana.
Para llegar a resultados tan gloriosos realizó César cosas prodigiosas: aprovechó las disensiones de unos pueblos; provocó a otros; compartió las fatigas y los peligros con sus soldados; marchó por la Galia, sin temor a la lluvia, a la cabeza de sus legiones; atravesó a nado los ríos; escribió sus famosos Comentarios; halló tiempo para dictar a cuatro secretarios a la vez; franqueó con singular arrojo las montañas del Jura y de Auvernia, los bosques de encinas del centro de la Galia y de la Armórica, los terrenos pantanosos del Mosa y de Flandes, las llanuras cenagosas y las selvas vírgenes del Sena; se abrió muchas veces camino con el hacha en la mano o improvisando puentes y, en suma, demostró que poseía el genio de los grandes capitanes, al mismo tiempo que el valor de un modesto soldado. Por su conquista, todas las riquezas de la Galia vino a manos de César, que adquirió una enorme fortuna. En las Galias, para aterrar al pueblo, mandó cortar con frecuencia una mano a los prisioneros. Pero, en general, se mostró clemente y humano con los vencidos. Disminuyó los tributos que aquellos pueblos pagaban y, con los mejores guerreros de las Galias, organizó una legión completa, que más tarde usó en sus triunfos en la guerra civil.
César aprobaba como un rey, sin consultar al Senado ni a los cónsules. Su aparente ambición le hizo sospechoso. Sus enemigos trataron de quitarle su mando y su peso político con el que parecía amenazar a la República Romana. En tal sentido habló el cónsul Marcelo ante el Senado, pero su proposición fue rechazada. El Senado, necesitado de apoyo, lo buscó en Pompeyo, ya irritado contra César, con quien, desde la muerte de Craso y de Julia, ya no le unían los lazos de la política ni los del parentesco. César solicitó la prórroga de su gobierno en las Galias, que se le había conferido con el título de procónsul y, cuando supo que por las gestiones de Marcelo y de Pompeyo el Senado había rechazado su petición, apoyó su mano en el puño de la espada y dijo en presencia de sus oficiales: “Ésta me dará lo que Pompeyo me niega”.
Pompeyo, para debilitar el partido de César, logró que se concediesen los primeros cargos de la República a los enemigos personales de su rival y los elegidos trataron a toda costa de deshacerse de César. Éste se libró de todas las asechanzas comprando generosamente a unos e inutilizando a otros, sin presentarse abiertamente como enemigo de Pompeyo. El tribuno Escribonio Curio propuso al Senado y al pueblo que se concediera la continuación del ejercicio de su cargo a César en las Galias y a Pompeyo en España. Los senadores, intimidados por el pueblo, no osaron votar en aquel asunto. Se resolvió, al cabo, por los senadores, que César dejara el mando de las legiones, si no quería ser tratado como enemigo de la patria. Los tres tribunos, Casio Longino, Marco Antonio y Curión, protestaron contra este decreto y, expulsados vergonzosamente del Senado, se refugiaron en el campamento de César. Los senadores, en cuanto supieron esta deserción, ordenaron por decreto que los cónsules, el procónsul Pompeyo y todos los que en otro tiempo habían ejercido la potestad consular y se hallaban en Roma o en sus contornos, acudiesen a los medios más eficaces para defender la patria en peligro. El citado decreto daba también por terminado el gobierno de Julio César en las Galias y su mando en el ejército, cargos que se conferían a Lucio Domicio.
Se encontraba César en Rávena y, aunque sólo tenía a sus órdenes 5000 o 6000 hombres, se decidió a romper las hostilidades.
Así pues, llegó a las orillas del Rubicón, pequeño río de la costa del Adriático y límite de su gobierno.
Se detuvo en aquel punto diciendo a sus amigos: “Si no paso el Rubicón, lo he perdido todo, y si lo paso, ¡en cuántas desgracias envolveré a Roma!”. Guardó silencio durante algunos instantes y, resuelto al fin, se lanzó impetuosamente a las aguas del río pronunciando su célebre frase: “Alea iacta est” (la suerte está echada). Con esto dio comienzo la guerra civil (49 a.C.) y marchó sobre Roma, según dice en sus Comentarios, “para restablecer a los tribunos en su dignidad y para devolver la libertad al pueblo oprimido por un puñado de facciosos”.
El terror se apoderó de los habitantes de Roma cuando supieron que César se acercaba a la ciudad. Pompeyo y todos los enemigos del conquistador de las Galias se retiraron a Capua, de allí marcharon a Brindisi y aquí se embarcaron con rumbo a Epiro. César, que había sitiado Brindisi, dominó en Sicilia y Cerdeña, recorrió la Italia en medio de las aclamaciones de los pueblos, estableció su cuartel general en los arrabales de la gran metrópoli y, restablecidos en sus puestos los tribunos, recibió en su campamento a los senadores que no habían huido, les explicó las razones por las que no había hecho uso de la fuerza, reanimó las esperanzas de los que creían que la libertad iba a perecer y propuso que se enviase una diputación a Pompeyo a fin de arreglar amistosamente sus desavenencias y evitar una guerra civil.
Todos los senadores se negaron a cumplir este deseo y César, para continuar la guerra, se decidió a sacar del Tesoro público las cantidades que necesitaba. El tribuno Metelo le cerró el paso cuando César pretendía entrar en el templo de Saturno, donde se guardaba el dicho tesoro. Pero se retiró lleno de espanto cuando César, apretando el puño de su espada, dijo que le quitaría la vida y, mirándolo con fiereza añadió: “Sabes muy bien que me cuesta más proferir estas amenazas que ejecutarlas”. De este modo pudo disponer César de 300.000 libras de oro que allí se guardaban. Arregló los asuntos de Roma y vino a España para luchar contra los lugartenientes de Pompeyo, Afranio, Petreyo y Varrón. Éste estaba en la Lusitania con 10000 hombres. Los otros dos en Cataluña con un ejército de 70000 soldados. Vencidos estos últimos en las orillas del Segre y en las cercanías de Lérida, no sin resistencia heroica, logró César la amistad de muchos pueblos del este de España. Se atrajo también, por medios pacíficos, la voluntad de muchos pueblos de la Bética y consiguió que Varrón se sometiera.
De España volvió a Roma, donde fue nombrado dictador y desarrolló una política benéfica y conciliadora. Permitió que regrasaran a sus casas los desterrados; otorgó los derechos de la ciudadanía romana a todos los galos que habitaban allende del Po; proveyó, como Sumo Pontífice, las vacantes de los colegios sacerdotales; redujo a una cuarta parte los intereses de todas las deudas contraídas desde el principio de las turbulencias civiles y, al cabo de once días, renunció a la dictadura, si bien antes se hizo elegir cónsul en compañía de Servilio Isaurico, uno de sus más férreos partidarios.
Enseguida se trasladó a Brindisi y, embarcando cinco legiones y 600 caballos, se dio a la vela con rumbo a Grecia. Desembarcó en Caonia, ciudad septentrional del Epiro. Aguardó la llegada del resto de sus tropas. Propuso la paz a Pompeyo en condiciones honrosas y, cuando éstas fueron rechazadas, venció a su rival en la célebre batalla de Farsalia (6 de agosto del 48 a.C.). En la tienda del vencido halló la caja en la que éste guardaba las cartas que le habían enviado los de su partido o los que se mantuvieron neutrales. Pero las quemó todas sin haberlas leído, diciendo que quería más bien ignorar los crímenes que verse obligado a castigarlos. Dos días después de la batalla César partió en busca de Pompeyo, avanzando a marchas dobles. Pompeyo, fugitivo, llegó a Larisa, después de vagar por algunos lugares, se embarcó y pudo pasar a Asia y posteriormente a Egipto. Aquí fue mandado degollar por orden del rey de Egipto, Ptolomeo XIII Dionisio.
Desde Egipto se trasladó a Siria, atravesó la Galacia, perdonó a Deyotaro, rey de este país y partidario de Pompeyo. Penetró seguidamente en el reino del Ponto, venciendo en sólo tres días a su rey Farnaces. Asombrado César de su rápido triunfo, escribió a su amigo Aminicio o Anicio estas palabras memorables: “Veni, vidi, vici” (he venido, he visto, he vencido). Arreglados los negocios de la República romana en Asia, pasó a Grecia, obligó a los recaudadores de la contribuciones a entregarle el dinero que debían cobrar los questores de Roma y se trasladó a Italia.
Ya en la Urbe, perdonó a sus enemigos; puso término a los desórdenes que reinaban en Roma; distrajo a los ciudadanos con espectáculos magníficos; eximió del pago a los que tenían en arrendamiento casas pertenecientes al Estado; confiscó y vendió en pública subasta los bienes de Pompeyo y los de los romanos que aún le hostilizaban con la fuerza de las armas. Llenó el Senado de instrumentos suyos y logró que se confiasen las magistraturas a sus más leales partidarios. En premio de sus hazañas obtuvo la dictadura decenal y, sin renunciarla, quiso ser también cónsul después de Fulvio Caleno y Vatinio, asociándose por colega a Emilio Lépido. En el año 46 a.C. César corrió a África y en la batalla de Tapso derrotó a los restos de los republicanos. Toda África conocida quedó sometida. Catón se suicidó y, al saberlo César pronunció estas bonitas palabras “Te envidio la muerte, porque tú me has quitado la gloria de conservarte la vida”. El vencedor declaró provincias romanas Numidia y Mauritania. Mandó reedificar Cartago y Corinto y regresó a Roma.
El Senado y el pueblo le colmaron de honores. Se ordenó que se hicieran grandes sacrificios y rogativas a los dioses durante cuarenta días para que custodiaran la vida de César. Un decreto triplicó sus guardias y duplicó el número de lictores que le acompañaban como dictador. Se declaró que la persona de César era sagrada e inviolable y, para distinguirlo entre sus conciudadanos, se decretó que ocuparía toda su vida un asiento al lado de los cónsules y que sería el primero en dar su voto en todas las deliberaciones públicas. Se prescribió asimismo que ocuparía en todos los espectáculos una silla curul y que ésta no se quitaría después de su muerte, para perpetuar su honrosa memoria.
La adulación se llevó hasta el extremo de decretar que se colocaría una estatua de César en el Capitolio, al lado de la de Júpiter, con esta inscripción en el pedestal: “A César semidiós”. César perdonó a todos sus enemigos y convocó al pueblo para manifestarle que había conquistado un país, el África, tan rico y tan vasto, que podía suministrar a Roma trigo en abundancia y otros productos de primera necesidad. Pueblo y Senado decretaron que César tuviese todos los honores más solemnes del triunfo y el dictador celebró cuatro de éstos, que fueron los de las Galias, Egipto, Ponto y Numidia, en un solo mes. Los vasos de oro y plata que adornaban los cuatro triunfos valían una gran cantidad de dinero, sin contar 1822 coronas de oro, que pesaban 15000 libras y que eran dones que César había recibido durante el curso de sus victorias. Estas inmensas cantidades sirvieron para pagar el sueldo a los soldados, centuriones y a tribunos u oficiales de caballería, atrasos incluidos, todo ello según la graduación.
Además, César dio a cada individuo del pueblo diez modios de trigo, otras tantas ánforas de aceite y entre 100 a 300 denarios. No contento todavía, obsequió al pueblo con un gran banquete en el que hubo 22000 mesas y se sirvieron las viandas y los vinos más costosos y exquisitos. Distrajo a los romanos con un combate de 2000 gladiadores, con simulacros bélicos, terrestres y marítimos, figurando en alguno de ellos hasta 3000 o 4000 combatientes. Otorgó privilegios a las familias de los que habían perecido en las guerras civiles, sin distinción de partidos. Llamó a los expatriados, atrajo a Roma a todos los hombres notables en ciencias y en las artes, concediéndoles el derecho de ciudadanía. Prohibió que se ausentaran de la capital por más de tres años a los ciudadanos que tuviesen más de veinte años y menos de cuarenta. Adoptó medidas muy rigurosas contra el lujo. Confió la administración de justicia a los senadores y a los caballeros conocidos por su probidad, reservándose únicamente la de la hacienda pública. Dispuso que ningún pretor conservara el gobierno de una provincia por más de un año y ningún varón consular por más de dos. Logró con sus disposiciones gubernativas centralizar de tal modo los poderes, de modo que de república romana tenía sólo el nombre. Fue nombrado padre de la patria y, por voluntad del Senado, se dio nombre de Julius al mes Quintilis. Se organizó un cuerpo de sacerdotes Julianos y se levantaron templos, altares y un culto a César.
En el año 45 a.C.vino a España para luchar contra los hijos de Pompeyo y César, ese mostrum activitatis, como le llamaba Cicerón, los derrotó en la batalla de Munda. Siete meses después de salir de Roma pudo regresar a la metrópoli porque España estaba sometida. Se presentó con gran pompa. Celebró uno de sus más memorables triunfos. Aceptó los honores inusitados que el Senado le prodigó. Fue nombrado dictador perpetuo, cónsul, tribuno, imperator, general en jefe y pontífice. Quedaron sometidos a su autoridad todos los magistrados, sin excluir los tribunos de la plebe. Se le concedió el derecho de alistar tropas, declarar la guerra y hacer la paz. Pero, abusando de su poder, despreció César las costumbres de Roma: creó magistrados por un periodo de tiempo más largo que el ordinario; concedió el derecho a la ciudadanía romana y un puesto en el Senado a galos semibárbaros; dio la inspección de las monedas y la cobranza de los impuestos a esclavos suyos; confió el mando de las legiones a hombres corrompidos; pretendió que sus palabras tuvieran fuerza de ley; e infundió la sospecha de que aspiraba al título de rey, tan odiado por los romanos.
Se dijo además que pensaba trasladarse a Alejandría y llevar consigo todas las riquezas de Roma y él mismo dio armas a los que meditaban su muerte, que vino a cortar la realización de grandes proyectos, entre los que se contaban la formación de un código de leyes, la unión del Mediterráneo y el Mar Rojo a través del istmo de Suez y las reformas necesarias para hacer de Roma la capital del mundo y de Ostia el primer puerto del Mediterráneo.
Eran jefes de la conjuración Marco Bruto y Casio. El día de los idus de marzo debía reunirse el Senado para conceder a César el título de rey. Los conjurados, que eran unos setenta, se decidieron a darle muerte para no votar aquel decreto. Todos concurrieron a la Asamblea silenciosos, ocultando el puñal bajo la toga, interrogándose con la mirada. César, que tenía el presentimiento de su próxima muerte, no pensaba asistir al Senado aquel día. Décimo Bruto, a quien no hay que confundir con el citado jefe de la conjuración, le persuadió para que concurriera y le sacó casi a la fuerza de su casa. En el camino, cierto Artemidoro, natural de la isla de Cnido, entregó a César un papel y le dijo: “Léelo pronto, porque contiene cosas que te interesan muy de cerca”. El héroe romano unió aquel papel a otros que llevaba en la mano izquierda y comenzó a leerlo más de una vez. Pero no pudo terminar su lectura, interrumpido por muchas personas que le dirigían la palabra. Cuando llegó a la puerta de la sala en donde estaban reunidos los senadores, Popilio Lena, uno de los conjurados, habló en voz baja a César, que parecía escucharle atentamente. Esto puso en alarma a los demás conspiradores. Bruto tranquilizó a los demás conjurados con una mirada. Todos los senadores se levantaron para manifestar su respeto al dictador y, antes de que éste ocupara su silla, que estaba colocada en medio de la sala, se pusieron detrás algunos conspiradores. Otros se acercaron bajo pretexto de rogarle que levantase el destierro al hermano de Metelo Cimber. Al mismo tiempo, Trebonio, para impedir que Marco Antonio defendiese a César, lo llevó con engaños fuera de la sala. Sentado César, los conjurados insistieron en su petición. El conquistador de las Galias la rechazó y, viendo que seguían suplicándole con importunidad, les dirigió palabras muy severas y les mandó retirarse. Entonces Metelo Cimber cogió con las dos manos la toga de César y la alzó hasta los hombros. Ésta era la señal convenida. El dictador, indignado, volvió la cabeza y Servilio Casca le hirió con su puñal en el cuello. César lo rechazó con energía diciendo: “¿Qué haces, infame Casca?”, pero los demás conjurados le acometieron y César, al ver que le hería también Marco Bruto, no opuso resistencia, y, pronunciando su célebre frase: “¡Tú también, hijo mío!, se cubrió la cabeza y el rostro con su toga, y, después de haber recibido veintitrés puñaladas sin proferir ni una sola palabra de queja o dolor, cayó expirando a los pies de la estatua de Pompeyo. Era el 15 de marzo del año 44 a.C.
Julio César como político representa el triunfo del partido popular, o, mejor todavía, el triunfo del principio de igualdad política de todos los pueblos. Como general figura entre los mejores capitanes de todos los siglos. Como poeta compuso un poema, El viaje, en el camino de Roma a España. Esta composición se ha perdido. También escribió una tragedia, Edippo,y unos ensayos poéticos de su juventud, Poemata, pero a nosotros sólo nos han llegado algunos exámetros de gusto severo y elegante, que hubiesen aceptado como suyos Lucrecio o Cayo Valerio Catulo, y que muestran que César sólo necesitaba querer para contarse entre los favoritos de las musas. Tampoco han llegado a nosotros más que noticias o algunos fragmentos de las obras siguientes: De astris, libro que estudiaba los movimientos de los cuerpos celestes; Apophthegmata, colección de agudezas; el Anti-Catón, obra en dos libros, escrita para contestar el Catón de Marco Tulio; un tratado sobre los Augures y los Auspicios; otro, De ratione latine locuendi; un Tratado de Analogía, elogiado por Cicerón, y Epigramas.
Como orador, fue juzgado por Cicerón como expresan estas líneas: “César ha perfeccionado diariamente su talento por continuos ejercicios. También su estilo está lleno de expresiones escogidas. La sonoridad de su voz, la dignidad de su gesto, dan gracia y lustre a sus palabras, y todo concurre tan dichosamente en él, que yo creo que no le falta una sola de las cualidades del orador… César es acaso entre todos nuestros oradores el que habla la lengua latina con mayor pureza… César, tomando la razón por guía, corrige los vicios y la corrupción del uso por un uso más puro y un gusto más severo… Su declamación es brillante y llena de franqueza; su voz, su gesto, todo su exterior tiene algo de noble y majestuoso”.
Como historiador, César escribió sus conocidos Comentarios de la guerra de las Galias, en siete libros, y los Comentarios de la guerra civil, en tres libros. El octavo libro de la Guerra de las Galias y los de las Guerras de Alejandría y de África son de Aulo Hircio. Las Guerras de España son de autor desconocido. Los Comentarios de la guerra de las Galias, aparte de su interés histórico, brillan por la pureza del estilo, por la sobriedad y concisión, y, aunque fueron apuntes diarios redactados deprisa y sin pretensión alguna, figuran entre los libros clásicos en todo el mundo. Otro tanto podemos decir de los Comentarios de la guerra civil, si bien en éstos se nota cierta parcialidad.
*Historiador y Doctor en Derecho