Historia atómica de EE.UU: las 6.970 cabezas nucleares que tiene Donald Trump en sus manos
El surgimiento de nuevas formas de hacer la guerra (véase los ataques de índole económicos, informáticos y mediáticos…) ha desafiado al régimen forzosamente pacífico impuesto desde la Guerra Fría. La disuasión nuclear ya no basta para garantizar la paz entre grandes potencias, lo cual es preocupante desde el momento en el que el famoso maletín con los códigos para activar un ataque nuclear está en manos de dirigentes tan excesivos e inestables como Vladimir Putin –ex agente del KGB con aires autoritarios– o Donald Trump, magnate xenófobo y garante de seis bancarrotas en sus empresas.
¿Cuántas bombas tiene en sus manos estas dos personalidades tan estridentes? Según los datos del Centro Ploughshares, existen en el mundo 15.695 cabezas nucleares (la cifra exacta es imposible de determinar), de las cuales 7.300 pertenecen a Rusia y 6.970 a EE.UU. Una cifra 25% menor a la que hubo en el momento álgido de la Guerra Fría, a mediados de la década de los ochenta. Según analizaba entonces el investigador Jesús Torquemada en su obra «Armas nucleares» (Lepala, 1985), las dos partes habían sobrepasado ya «la capacidad de aniquilar al adversario y, de paso, poner en peligro toda la vida en el planeta». No cabía más que disminuir el número de cabezas nucleares, aunque fuera por un tema práctico.
Estas son las «otras bombas» que tiene en su poder Estados Unidos. El mismo país que ha arrojado este jueves el explosivo no atómico más potente del mundo sobre Afganistán.
El destructor de mundos
La primera de estas armas nucleares se creó como resultado del Proyecto Manhattan, una iniciativa científica ultrasecreta impulsada por el presidente Roosevelt con la ayuda de Reino Unido y Canadá, durante la Segunda Guerra Mundial. El propio Albert Einstein, el más eminente físico que vivía en EE.UU, había trasladado al presidente el temor de varios científicos refugiados de que los nazis desarrollaran armas basadas en la energía liberada por la fisión nuclear. «Debería quemarme los dedos con los que escribí aquella primera carta a Roosevelt», diría años después Einstein.
Los aliados debían adelantarse en aquella carrera por hacerse con armas de destrucción masiva, concluyó el presidente, aunque el precio fuera abrir una puerta directa al infierno.
El proyecto logró su objetivo de producir la primera bomba atómica en un tiempo de 2 años 3 meses y 16 días, detonando la primera prueba nuclear del mundo (Prueba Trinity) el 16 de julio de 1945 cerca de Alamogordo, Nuevo México. «Me he convertido en muerte, en destructor de mundos», citaría el director del proyecto, Robert Oppenheimer, recordando un texto indio al observar la primera explosión atómica. En Nuevo México se liberó una energía equivalente a 19 kilotones, o lo que es lo mismo, 19.000 toneladas de TNT, dejando un cráter de más de 300 metros de ancho.
No obstante, el desarrollo de aquel esfuerzo científico iba a ser todavía más aterrador. Se fabricó a contrarreloj dos bombas-A, conocidas como «Little Boy» (cargado de Uranio-235) y «Fat Man» (cargado de Plutonio-239), para ser empleadas en el frente del Pacífico. Y es que la rendición de los alemanes unos meses antes no podía ser el punto final de la guerra más salvaje realizada entre humanos: faltaba la guinda a todo ese horror.
«Little Boy» hizo blanco en la ciudad de Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Tres días después, «Fat Man» lo haría sobre Nagasaki. «Esta es la cosa más grande en la historia», aseguró Truman nada más saber que había impactado. La rendición de Japón, que oficialmente no se hizo efectiva hasta el 2 de septiembre del mismo año, llegaría en un transcurso de seis jornadas desde el lanzamiento del segundo artefacto. La devastación de las dos ciudades, las decenas de miles de muertos, entre ellos 3.200 ciudadanos estadounidense-japoneses, forzaron la rendición del Imperio del Sol; pero sobre todo fue la promesa estadounidense de que otras bombas similares, e incluso más devastadoras, estaban en camino.
Harry S. Truman alardeó de ello en su discurso 24 horas después de que detonara la primera de las bombas:
«Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armadas. En su forma actual, estas bombas se están produciendo. Incluso están en desarrollo otras más potentes […]»
En realidad se trataba de un farol. EE.UU. no estaba produciendo en ese momento bombas de mayor potencia, aunque ya estaba buscando la forma de hacerlo. A principios de la década de 1950, los Estados Unidos desarrollaron por primera vez una bomba termonuclear –borrando en las pruebas iniciales un islote del Océano Pacífico llamado Eniwetok–, y la URSS replicó con su propia bomba H. Estas armas termonucleares se basan en el principio de la fusión nuclear (en vez de en la fisión) y libera una energía superior a las temperaturas y a las presiones solares. Cuando una bomba H estalla se producen explosiones químicas, nucleares y termonucleares en un lapso de tiempo infinitesimal, lo que se traduce en una tecnología capaz de hacer desaparecer con una sola cabeza nuclear una capital europea del tamaño de París o Londres.
Mientras EE.UU. y la URSS daban forma a su formidable arsenal, el número de países con capacidad nuclear fue registrado un goteo lento pero constante. Reino Unido (con ayuda de EE.UU.), Francia y luego China. Los cinco se sientan de forma permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y son los supuestos garantes de la paz mundial. Pero no ocurre igual con los países que, con ayuda oficial o extraoficial, han desarrollado este tipo de armas: Israel, India, Pakistán y Corea del Norte, que el pasado día de Reyes anunció que había hecho estallar una bomba de hidrógeno.
Si bien las potencias nucleares pequeñas pueden causar un nivel de destrucción muy alto (Francia tiene 300 cabezas nucleares, China 250, Reino Unido 225, Paquistán 130, India 110, Israel 80 y Corea del Norte 15), la capacidad de las dos superpotencias es centenares de veces mayor. Allá por los años ochenta, Torquemada calculaba la potencia de los arsenales de ambos países en «el equivalente a que cayeran 746.000 bombas de Hiroshima». Únicamente el Tratado de Limitación de Armas Estratégicas» (SALT) y el «Tratado de Misiles Antibalísticos» (ABM) limitaron la producción de todavía más armas.
Hacia la reducción de arsenales
Resulta difícil dar hoy con el número exacto de cabezas nucleares en sus arsenales. En 2002, las dos grandes potencias acordaron en el tratado SORT reducir de forma determinante sus arsenales desplegados a 1.500 cada uno. Recientemente, el Pentágono reveló que el tamaño actual del suyo es de en torno 5.113 cabezas nucleares, sin incluir las aproximadamente 4.600 cabezas nucleares que se han jubilado o están programadas para el desmantelamiento.
Y es que a EE.UU. la reducción de cabezas no le importa, porque de hecho sus esfuerzos están más bien dirigidos al perfeccionamiento de este tipo de armas, sobre todo, en lo referido a la forma en la que son lanzadas las bombas. Los submarinos nucleares americanos herederos de la Guerra Fría, como el caso de la clase Ohio, pueden llevar cada uno más de 200 bombas de Hidrógeno. General Electric anunció en fechas recientes el desarrollo de un nuevo tipo de submarino nuclear estratégico con todavía más capacidad.
El otro frente en el que EE.UU. lleva trabajando desde los años ochenta es el de aumentar la capacidad de reacción que tendrían sus fuerzas armadas para realizar un contraataque nuclear. En los simulacros se calculó que solo el 50% de los ICBM (misiles de largo alcance) despegarían a tiempo debido a errores humanos. El objetivo es que las represalias nucleares sean instantáneas e incluso automáticas sin mediación humana.