Suárez, Gombona y la tesis del engaño
Iván Vélez.- «Nosotros somos indios alzados, rebeldes, nadie nos va a callar, no nos vamos a callar». Así habló hace una década el por entonces presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez (1954-2013), tras el célebre incidente en el que terció Juan Carlos I, pronunciando su famoso «¿Por qué no te callas?», mientras el Comandante Eterno tildaba de fascista a Aznar en presencia del presidente Zapatero.
La reivindicación indigenista de Chávez, vertida en una universidad chilena tras la clausura de la XVII Cumbre Iberoamericana celebrada en Chile, trataba de marcar distancias con el Rey español. El silencio que se produjo tras el mandato regio transmitió una idea de sumisión inaceptable en el contexto ideológico del Cono Sur. La actitud de Chávez ante la gesticulante admonición del Borbón, podía interpretarse como un episodio más dentro de una larga historia de opresión cuyas víctimas habrían sido los indígenas. Réditos propagandísticos aparte, la identificación del mandatario venezolano con los indios alzados es más que discutible. La historiografía es obstinada: los indígenas tuvieron escasa relevancia en los alzamientos liderados por los criollos burgueses avecindados en las principales ciudades de la América española.
La imagen de unos indígenas que, oprimidos por la metrópoli, se lanzaron contra los europeos siguiendo la dirección marcada por los espadones a los cuales se erigieron bronces una vez conseguida la independencia, cristalizó durante el afrancesado siglo XIX. El siglo XX reforzó tal idea gracias a los interesados esfuerzos indigenistas de la etnología, los izquierdismos antiimperialistas y el evangelismo norteamericano. No obstante, las reconstrucciones de lo ocurrido entre 1808 y el fin del proyecto de la Gran Colombia, han sido muy diversas, entre otros motivos por la operatividad política que mantienen en un panorama político hispano fuertemente marcado por la leyenda negra.
Frente a la vía indigenista reclamada por Chávez, la tesis más ortodoxa empleada para analizar las no por casualidad llamadas emancipaciones hispanoamericanas es la escolástica. Vía que defendió, entre otros, el jesuita español Francisco Suárez (1548-1617), de cuyo fallecimiento en Lisboa se cumplirán en septiembre 400 años. El Doctor Eximius señaló a Dios para limitar el poder político y terrenal de los reyes. De este modo, la soberanía tenía un origen divino y descendía hacia el pueblo, quien lo delegaba en las personas regias, pudiendo recuperarlo en determinadas condiciones. Tal era el mecanismo de la translatio imperii, invocada por las juntas constituidas en los días en los que la Familia Real española, los antepasados de Juan Carlos de Borbón, permanecía cautiva en la Bayona. Su captor no era otro que Napoleón, identificado con el Anticristo, razón por la cual muchos fueron los clérigos, con el cura Hidalgo a la cabeza, que impulsaron el griterío hispanoamericano, monárquico y virginal. «¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Abajo el mal gobierno! ¡Viva Fernando VII!», fueron las voces escuchadas en Mexico, en consonancia que lo manifestado un año antes en Quito por una junta que: «…gobernará interinamente a nombre y como representante de nuestro legítimo soberano, el señor don Fernando Séptimo, y mientras Su Majestad recupere la Península o viniere a imperar en América».
Si esta es una explicación clásica, que permite incorporar a los indígenas en las revoluciones por la vía de la religión, en 1911 apareció la obra de un compatriota de Chávez que ofreció una tercera vía acaso tan mezquina como real. Una explicación ni indígena ni escolástica. El libro, editado en Madrid, se tituló La evolución política y social de Hispanoamérica, y era obra de Rufino Blanco Fombona (1874-1944). El escritor venezolano había tomado ya la vía del exilio tras el ascenso al poder de un Juan Vicente Gómez (1857-1935) al que estuvo próximo antes de ingresar en la prisión de La Rotunda, y convertirlo en carne de sátira bajo nombres como Juan Bisonte o Judas Capitolino. Desde el Madrid en el que fundó la Editorial América anticipándose a la estruendosa eclosión de la literatura hispanoamericana, Venezuela quedó transformada en Gomezuela, y el régimen de Gomez, en una barbarocracia.
Es en esa obra donde aparece un razonamiento de las independencias que supone una cruda refutación de los sublimes propósitos con los que suelen justificarse tales procesos. Se halla en un epígrafe titulado «Carácter de la Revolución», y se resume en los siguientes extractos:
«La Revolución, que se inició simultáneamente, como se ha visto, en casi todas las provincias, fue de carácter oligárquico y municipal. El pueblo no tuvo nada que hacer con ella al principio. […] Fue una minoría, la clase superior, la que tuvo aspiraciones.
¿Y de qué medios se valió para conspirar e imponerse? De los que disponía. Una sombra de poder, el poder municipal, y algunos batallones comandados por criollos.
[…] En España fueron los municipios hogar de la libertad, hasta defenderse con las armas en la mano contra el poder central y caer vencidos por el despotismo de los Reyes austríacos. […] Era el único Cuerpo del Estado adonde se daba acceso a los hijos de América, no de modo absoluto para ser dirigido o compuesto sólo de americanos, sino proporcionalmente a un número de españoles siempre mayor. Y fue esa minoría de los Cabildos capitalinos la que arrastró a la mayoría peninsular o la engañó; la que, fingiendo con gran astucia política conservar los derechos de Fernando VII, preso por Napoleón, se instituyó en Juntas y empezó a gobernar, no la ciudad, sino el país, y a preparar el espíritu público, la declaratoria de independencia y la defensa armada».
Una explicación teñida de realismo y oportunismo que hemos querido llamar, para desengaño de indigenistas, alzados o sedentes, «tesis del engaño».
*Arquitecto y escritor